'El hombre nuevo' o la planificación del mal
Grigore Dumitrescu relata la desgarradora historia de un joven estudiante en una cárcel de la Rumanía comunista
Supongamos que, sin conocimiento previo, alguien le habla a usted de que está leyendo una obra impresionante y perturbadora que se titula El hombre nuevo. Usted se preguntará si se trata de una obra de filosofía, un tratado de moral, una indagación psicológica o incluso un manual de autoayuda. No acertará en ningún caso. No solo no acertará, sino que no puede estar más lejos de descifrar el enigma. Por ello tiene todo su sentido que los editores del libro de Grigore Dumitrescu, (traducción castellana de Rafael Pisot, editorial Omen), hayan añadido en la propia portada no un subtítulo, sino un par de líneas explicativas: «Una desgarradora historia de supervivencia a un experimento macabro en las cárceles comunistas».
La frase acierta en los conceptos empleados pero omite un dato esencial. Son adecuados los términos –sustantivos y adjetivos- porque, en efecto, el relato es desgarrador como, sin duda, macabra es la experiencia. La omisión, que resulta esencial para entender el testimonio y situarlo en su contexto, es que se trata de la detallada bajada a los infiernos de un joven estudiante en la Rumanía comunista de finales de los años cuarenta y comienzos de los cincuenta. El experimento en cuestión tiene lugar en la cárcel de Piteşti, convertida en algo más que un simple lugar de reclusión y castigo de los «enemigos del pueblo».
La represión comunista –en Rumanía, claro está, pero también en otros muchos países donde se instauró «la dictadura del proletariado»– siempre quiso ir un paso más allá de la simple eliminación física del enemigo (o de quienes eran tildados de tales). Por supuesto no se le hacía ascos a esta aplicación de métodos expeditivos, hasta el punto de que ejecuciones, asesinatos y hasta exterminio de poblaciones enteras estuvieron a la orden del día desde el comienzo mismo del impulso revolucionario en el Octubre soviético. Pero matar, aniquilar, quedarse en la mera destrucción no era suficiente, no satisfacía del todo las inmensas aspiraciones de los iluminados que querían alumbrar un mundo nuevo, una nueva sociedad, el hombre nuevo.
La Verdad que traía la Revolución (todo con mayúsculas) era tan excelsa –la aurora de una nueva era– que era preciso que hasta sus enemigos la reconocieran como tal. Pero los mayores enemigos para la cosmovisión comunista nunca fueron los grandes burgueses, aristócratas o reyes. A todos estos era fácil identificarlos y, por tanto, combatirlos de manera convencional, con las armas en la mano. El problema eran los neutrales, los indecisos y, por encima de todo, los traidores. Los desviados, por decirlo en una palabra, necesitaban que se les recondujera por el camino correcto. Tenían que confesar sus errores, en el mejor de los casos, cuando no sus maquinaciones antirrevolucionarias.
Aquí se inscribe la necesidad de la «reeducación». Y, si se me permite el sarcasmo, los ideólogos comunistas fueron siempre fervientes seguidores del principio tradicional de «la letra con sangre entra». Desde el principio la reeducación se convirtió en un eufemismo para una nueva clase de tortura, cualitativamente distinta al suplicio como pena, venganza o búsqueda de información, aunque con un trasfondo que podía recordar algunos hábitos del Santo Oficio. No se trataba como en este último de la salvación del alma individual pero sí de la salvación de la sociedad y del ideal revolucionario. No es casual por ello que en uno y otro caso se diera primacía a la noción de «confesar».
Deshumanización total
La diferencia radicaba en que el nuevo contexto revolucionario no contemplaba «pecados» como ofensas a Dios sino «crímenes» contra el proletariado. Por ello, antes de morir –o excepcionalmente ser rehabilitado– el criminal tenía que confesar sus culpas. El ideal de hombre nuevo que estaba alumbrando la revolución adquiría un carácter universal: no solo el militante ejemplar sino hasta el más abyecto y ruin de los malhechores debía ofrecerle su tributo, sacrificándose en su altar y reconociendo su superioridad moral. Al fin y al cabo, el hombre nuevo solo podía construirse sobre las ruinas del antiguo. En definitiva, sobre su destrucción.
En la práctica, el único objetivo reconocible era ese impulso destructivo. En la cárcel rumana de Piteşti la teoría se concreta y materializa en un siniestro ensayo de deshumanización total. Lo narra de una forma tan fría como meticulosa una de las víctimas de aquel «experimento macabro»: Grigore Dumitrescu. El título del libro, como ya se ha adelantó, es El hombre nuevo. Uno podría pensar simplemente que bastante es la privación de libertad, acompañada de condiciones insalubres, comida inmunda (ni siquiera apta para animales), desprecios, vejaciones y malos tratos, entendidos estos de forma genérica. ¡Ay, ingenuos!
Los elementos citados constituyen solo el trasfondo sobre el que se organiza la «reeducación»: un proceso sistemático de sumisión total bajo condiciones atroces de tortura física y psicológica que conduce en última instancia a la aniquilación absoluta del ser humano. Pero, en una vuelta de tuerca particularmente siniestra, los prisioneros «reeducados» eran los encargados de torturar cotidianamente a sus compañeros que aún no lo estaban. De este modo, torturadores y torturados convivían en el mismo recinto, respiraban el mismo aire envilecido. La crueldad y el sadismo que rezuma el experimento descrito por Dumitrescu muestran las cotas de abyección a la que puede llegar la condición humana.
Pero, desgraciadamente, no nos sorprende. Es verdad que en algunos aspectos el panorama descrito en este libro resulta particularmente nauseabundo, por cuanto detalla el modo en que se suceden las agresiones, de una brutalidad pasmosa. Pero no es menos cierto que a estas alturas no podemos aparentar sorpresa alguna. Nuestra era –la época contemporánea en su conjunto– ha sido pródiga en el despliegue de las mayores ignominias, hasta el punto de que sería problemático establecer un ránking de las dictaduras más salvajes, de Hitler a Pol Pot. Los regímenes comunistas se singularizaron por el control psicológico antedicho, buscando más allá de la aniquilación de los adversarios el arranque de las raíces del viejo orden para sembrar las semillas de un nuevo mundo.
Colaboradores del mal
De ahí la insistencia en el hombre nuevo. El concepto tiene raíces cristianas –San Pablo, por ejemplo, carta a los efesios– y aparece en otros diversos credos, pero es a partir de la Revolución francesa cuando adquiere los matices políticos radicales que desembocan o enlazan directamente con la reelaboración que efectuará el pensamiento socialista y más concretamente el marxismo. Durante varias décadas, el icono más refulgente de ese nuevo hombre ha sido el Che Guevara. Uno de sus libros más conocidos se titula El socialismo y el hombre nuevo. El filme documental más celebrado sobre su significado histórico lleva por título Che: un hombre nuevo.
No es la menor de las paradojas que tanta insistencia en esa novedad antropológica diera como resultado el reverdecimiento de los más viejos y peores defectos de la condición humana. Algunos de ellos han sido ya expuestos: la sumisión, la mentira, la traición y, en el escalón más bajo, las atrocidades, el ensañamiento y la iniquidad hasta extremos completamente deshumanizados. Me gustaría añadir uno más, especialmente significativo, a partir de lo que señala en el prólogo de este libro Marius Oprea: la colaboración con el mal del ciudadano corriente, el que no se mancha las manos de sangre pero pone su granito de arena para que otros hagan el trabajo sucio: «En 1989, la Securitate [policía política del régimen rumano] contaba con alrededor de 400.000 «««amigos» informadores (…) Un pequeño ejército, dicho de otro modo» de probos ciudadanos.
Es sobradamente conocida la frase de Pascal acerca de los males de la humanidad: proceden todos ellos, decía el filósofo francés, de un hecho tan nimio como la incapacidad del hombre para sentarse solo y tranquilo en una habitación. Mutatis mutandi, algo no muy distinto podría decirse de ese entusiasmo revolucionario que persigue a costa de lo que sea alumbrar una nueva sociedad y un hombre nuevo. Los profetas y cabecillas del nuevo orden podían haberse guardado el susodicho entusiasmo para sí mismos. Los problemas empezaron cuando, en su celo transformador, quisieron no ya reformarse ellos mismos sino refundar el género humano. Si lo hicieron en principio de buena fe, habría que recordar que los mayores infiernos en la tierra fueron empedrados en muchos casos con las mejores intenciones. Si lo hicieron por razones menos confesables, como todos sospechamos, la aspiración del hombre nuevo es uno de los ejemplos paradigmáticos del horror que provoca la alianza del fanatismo con la criminalidad.