Monstruos de la razón feminista
La película ‘La virgen roja’, de Paula Ortiz, es una valiente crítica a las inercias del odio, la intransigencia y el sectarismo
Que el sueño de la razón produce monstruos es algo de lo que ya nos advirtiera Goya, por más que su sentencia se haya interpretado en un sentido virtualmente antitético al que pretendiera darle el genio maño. Allí donde éste, un ilustrado al fin y al cabo, nos conmina a que la razón no descanse a fin de evitar que los engendros del fanatismo sobrevuelen nuestra existencia, la crítica secular prefirió entender que es la propia actividad de pensar la que, llevada hasta sus extremos, genera criaturas indeseables que nos pueden llevar a la locura. La aterradora figura de El Coloso sobre las muchedumbres que huyen despavoridas sería tal vez la mejor representación de esa idea oculta en la frase de Goya.
Pues bien, si hay algo que hemos aprendido de la historia de los últimos siglos es que toda ideología contiene dentro de sí una tendencia al fanatismo que es directamente proporcional a las facilidades que su condición de conglomerado de creencias ofrece para dejar de pensar. Puede que en un principio surgiera como una herramienta de uso que ayudara a orientarse en una realidad siempre incierta, pero desvinculada finalmente del tronco que le procuró la vida, sustanciada e ilusoriamente autosuficiente, se convierte en una entidad paralela y tiránica que tan sólo aspira a que las cosas, y los seres humanos con ellas, sean poco más que aquello que ella les dicta. En tal sentido, también el feminismo, aunque objetivamente más benévolo y beneficioso que las otras grandes ideologías del siglo XIX, ha ido produciendo sus propios monstruos históricos, mucho más evidentes en nuestros días, cuando esta ideología, fagocitada, por otra parte, por una izquierda ayuna de contenidos, ha podido alcanzar sus mayores cotas de poder.
La historia de Aurora Rodríguez Caballeira y su hija Hildegart, apodada la virgen roja, ilustra a la perfección lo que podríamos llamar monstruos de la razón feminista. Todo en aquellos hechos, que se produjeron en los años de nuestra infausta II República y que han inspirado dos excelentes películas, está cargado de un profundo simbolismo. Que la madre se hiciera fecundar por un cura nos remite al origen religioso y, más concretamente, cristiano del que beben, lo sepan o no, todas las ideologías modernas. Su obsesión con la muñeca articulada de su niñez funciona como una certera metáfora de la condición de arquetipo inanimado al que el feminismo radical, de forma más o menos consciente, sueña con reducir a las mujeres reales. De hecho, Hildegart es asesinada por su madre cuando comienza a manifestar voluntad propia e independencia de criterio. Cada zona del cuerpo de la niña está consagrada por la madre a uno de los pensadores de lo que luego se daría en llamar filosofías de la sospecha: el sexo para Freud, el pecho para Nietzsche, para Marx la cabeza. Si los hechos hubieran tenido lugar en nuestro presente habría que haber añadido a Judith Butler y a Michelle Foucault.
Las dos películas que se han realizado sobre esta historia son muy diferentes, pero ambas indudablemente meritorias. La primera, Mi hija Hildegart, la realizó Fernán Gómez en el año 1977. La segunda está dirigida por Paula Ortiz y opta a nueve categorías en la próxima ceremonia de los Goya. La película de Fernán Gómez se centra más en el plano de las ideas y, consecuentemente, es la figura de la madre, interpretada por la gran Amparo Soler Leal, la que ostenta el protagonismo. Frente a ella, La virgen roja, como buen producto de nuestro tiempo, otorga una mayor relevancia a los sentimientos y se coloca en un ámbito más íntimo, el de las relaciones entre madre e hija. Es ésta, por tanto, la que focaliza principalmente la atención en la película.
En ambos films hay alusiones más o menos explícitas a la forma en que Frankenstein concibiera a su criatura. En Mi hija Hildegart, la madre detalla con precisión su programa: «Debía ser guiada desde antes de nacer. Tenía que realizar la gran idea que yo por mi falta de preparación no podía llevar a cabo: Hildegart debía consagrarse a la liberación de la mujer». Consecuentemente, proclamará ante el jurado que la juzga por asesinato que «estábamos tan identificadas que éramos una y la misma persona» y que el motivo del crimen, consecuentemente, no podía ser otro que el hecho de que «Hilde quería abandonarme, a mí, que era ella misma». A la película de Fernán Gómez se le criticó en su día que el personaje de Hildegart no quedara bien definido, pero es que desde la percepción del tipo de feminismo que representa la madre (y que es en gran parte el predominante en nuestros días), ese personaje no es más que la encarnación de un arquetipo, una idea genérica, una muñeca articulada a la que se le impone su destino. Con gran acierto, la Hildegart de La Virgen Roja le espetará a su madre que ella dispensa a las mujeres el mismo trato del que hacen gala los machistas.
«En el film es posible encontrar una crítica frontal al fanatismo de las corrientes predominantes del feminismo actual»
Ahora bien, siendo la película de Paula Ortiz más reciente que la de Fernán Gómez y pretendiendo, por tanto, abordar un diálogo con las problemáticas de nuestro propio tiempo, podríamos preguntarnos si puede considerarse, en virtud de las consideraciones anteriores, una película antifeminista. La respuesta es un rotundo no. De hecho, no es difícil identificar en ella una saludable voluntad de entroncar con un tipo de feminismo genuinamente emancipador e igualitario. La película contiene numerosas escenas que se encargan de dejar claro tanto la situación de discriminación de las mujeres (incluyendo las que sufrían dentro del Partido Socialista) como su lucha por alcanzar una posición de igualdad dentro de la sociedad de la época. También la propia directora ha dejado constancia, en algunas entrevistas que ha concedido, la condición intrínsecamente feminista de su película.
Lo que sí creo, sin embargo, que es posible encontrar en este film, aunque no sé si se podría afirmar que estuviera de forma consciente en las motivaciones originarias de la directora, es una crítica frontal al fanatismo y la implacabilidad de las corrientes predominantes del feminismo actual. Estas últimas estarían representadas por la figura rígida, intransigente y tenebrosa de la madre, mientras que Hildegart, la hija, vendría a encarnar un tipo de feminismo más solidario y humano que remitiría a las intenciones originales de ese ideario. En una escena memorable, poco antes de ser asesinada, Hildegart proclama frente a su madre: «Los hombres no son nuestros enemigos, madre. Niegas la humanidad. Niegas a las mujeres. Las odias. Odias que sintamos. Y no hay revolución posible sin amor». Nada, en definitiva, que no se le pueda objetar cualquiera de nuestras líderes feministas.
Ahora bien, ¿quiere esto decir que la película de Paula Ortiz puede ser una especie de rebelión dentro del feminismo contra el que en la actualidad detenta el predominio? No podemos saberlo. Tal vez La virgen roja no sea más que una golondrina que no hace verano o un involuntario torpedo en la línea de flotación ideológica del feminismo dominante, pero puede también que sea un síntoma de que hay algo que se mueve dentro de ese universo, una valiente crítica y una saludable apelación a recuperar unos valores originarios han sido sustituidos por inercias de odio, intransigencia y sectarismo.