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Cultura

No se nace mujer

«Desde que la leí por primera vez me pareció el ‘Cantar de los Cantares’ de la homosexualidad femenina»

No se nace mujer

Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir.

Simone de Beauvoir fue una desclasada y conoció el descenso social al infierno. En sus memorias habla de un apartamento amplio y luminoso, con todos los muebles blancos (la cursilería elevada a la enésima potencia), habitado por una familia ranciamente católica, en el lugar donde el bulevar Raspail se cruza con el de Montparnasse, frente al célebre café La Rotonda. Pero su familia se arruinó tras la Gran Guerra y Simone tuvo que trasladarse con sus padres y su hermana a un lúgubre piso de la calle de Rennes, sin agua corriente y con retrete comunal. Pasar de los muebles relucientes y los cuartos soleados a un oscuro apartamento donde tenías que compartir con los vecinos el lugar del excremento le parecía insoportable a la muchacha educada en el lujo extremadamente pulcro de una familia de banqueros. Y fue justamente en ese piso plebeyo y exiguo donde se gestaron las ambiciones de Simone, obsesionada desde entonces por el ascenso, la fama, el prestigio y lo que Pierre Bourdieu llama «la distinción», que es una forma de poder que permite ejercer la violencia simbólica y la potestad del verbo. También le permitió hacerse a sí misma desde su desclasamiento desgarrador, y consiguió ascender al cielo de la fama, llegando a superar a Sartre, gracias sobre todo a su ensayo El segundo sexo, que se convirtió en la Biblia del feminismo internacional. Fue una buena estudiante, tenaz y disciplinada, como lo exigían las familias católicas de la burguesía, y a los quince años tenía claro que quería ser una escritora célebre y celebrada. No le faltaba ambición, cimentada en el esfuerzo por triunfar y en la rigidez espartana para lograrlo. Tanto sus amigos como sus enemigos la veían así: como una mujer dominada por la tiesura, la firmeza, el rigor y la severidad. Una severidad que atañía también al sexo y a su manera de expresarlo. Prueba de ello es lo que hizo con la novela de Violette Leduc, Estragos, publicada en 1955. Simone ayudaba económicamente a Violette, a la que llamaba en privado “la fea”, y a la vez hacía de correctora y de censora de sus textos. Y fue así como, tras leer Estragos, Simone obligó a Violette a extirpar de la novela más de cien páginas que describían un amor lésbico y adolescente, lleno de lirismo e intensidad narrativa, con abundantes escenas explícitas que a Beauvoir le parecían obscenas. Todo lo censurado conformaría más tarde la novela Teresa e Isabel, que desde que la leí por primera vez me pareció el Cantar de los Cantares de la homosexualidad femenina.

 Para los lectores apresurados de nuestros días, sería oportuno acercarse al libro de reciente aparición en España Conversaciones con Simone de Beauvoir, de Alice Schwarzer, donde asistimos al despliegue de las ideas fundamentales de Simone de Beauvoir, así como a sus principales vicisitudes filosóficas y morales, en un estilo limpio y despejado, que permite sobrevolar toda la aventura existencial de la filósofa. Célebre es su sentencia de que «la mujer no es, la mujer deviene», o también, «no se nace mujer, se llega a serlo». Como ocurre con tantas frases célebres de la modernidad, la aseveración de Beauvoir fue muy pronto descontextualizada y quedó a merced de las interpretaciones simplistas y demagógicas, tan abundantes en nuestros días. Como ella misma explica, la idea de que la mujer no es sino que deviene se enraíza con firmeza en el pensamiento existencialista, que postula justamente lo contrario que Descartes cuando decía «pienso luego existo». Los existencialistas dirán: existo luego pienso. La existencia precede a la esencia. Cuando una hembra humana nace, no es una mujer, ni encarna una esencia presuntamente femenina, dirá Beauvoir. Esa esencia es una construcción cultural, elaborada para subordinar a la mujer y convertirla en el segundo sexo. Basándose en los mismos principios existencialistas, años después Lacan dirá que «la mujer no existe», negando el universal femenino, y Julia Kristeva murmurará, con más prudencia, que «quizá la mujer no existe». No niegan la existencia de las mujeres en plural, pero sí que niegan la esencia universal de la feminidad, tan ensalzada por los poetas, a los que se encarga de denostar en El segundo sexo, reprochándoles que todo el lirismo que vierten sobre la mujer está destinado a ocultar su realidad en beneficio de entelequias mixtificadoras y seniles. Para mí fue demoledor el abordaje de ese momento de El segundo sexo, pues destruía buena parte de la poesía amorosa occidental y enrarecía la lectura que en aquel momento estaba haciendo de Octavio Paz, que convertía la mujer en una entidad sagrada, avivada por su lirismo exquisitamente sexual y sus imágenes centelleantes. Todo eso era para Simone adulteración y construcción cultural. La mujer no es una madonna de Leonardo ni es una bestia sexual. Simone de Beauvoir exigía más realidad y menos embobamiento oportunista.

He de confesar sin embargo que nunca me convenció el dictamen existencialista de que la existencia precede a la esencia. En El existencialismo es un humanismo, Sartre viene a decir que en un objeto de uso la esencia, es decir, «el conjunto de recetas y de cualidades que permiten producirlo y definirlo, precede a la existencia». Antes de fabricar un cortapaleles, tenemos en la mente la idea de su uso, de cómo es y de cómo hacerlo. No ocurriría lo misma con la naturaleza humana, pues la existencia de nuestro cuerpo precedería a la esencia, que sería una construcción de la cultura y de nosotros mismos, aventuraba Sartre, que creía, como Artaud, que somos hijos de nuestro propio sudor. ¿Es cierto? En realidad no, pues antes de nacer somos un sueño en la mente de nuestros padres, un anhelo y hasta una idea del ser. Para empezar, antes de nacer deciden nuestro nombre, primera de las esencias que nos preceden y que determinarán nuestra vida. No nacemos como libros en blanco, y cuando llegamos a la vida nos ha precedido un conjunto de recetas y cualidades concebidas por nuestros padres y por la cultura, como el cortapapeles del célebre texto de Sartre que tanto incomodó a Heidegger.

«Simone de Beauvoir exigía más realidad y menos embobamiento oportunista»

Lévi-Strauss acusó a Sartre de haber separado al hombre de la sociedad que lo constituye y Foucault rebatiría su idea fundamental asegurando que “lo que estaba antes que nosotros, lo que nos sustentaba en el tiempo y en el espacio, era el sistema”, que Sartre consideraría una esencia. Ya vemos que también para Foucault la existencia no precede a la esencia sino todo lo contrario. Y yendo más lejos, Platón, el realista Platón tachado de idealista por una estúpida tradición que llega hasta Derrida, creía que el ser humano es una manufactura viviente, elaborada, siguiendo un plan, por otros humanos y destinada a reproducir toda la estulticia de sus creadores. Desde esa óptica, no se trataría de cambiar la existencia, se trataría de cambiar las esencias para poder modificar la existencia. Hablo de esencias en el sentido de Sartre y Beauvoir, ya que para mí la esencia sería como  “lo real” en Lacan: algo que se niega a entrar en el lenguaje, algo que se resiste a toda forma de expresión.

Dicho lo cual celebro este libro de Alice Schwarzer que nos permite viajar de una manera tan veloz como eficaz por los avatares de esta mujer lúcida y singular, que en parte se construyó a sí misma con voluntad, con severidad y con deseo, y que ha dejado una honda huella en el pensamiento de nuestro tiempo. 

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