Gerald Brenan y la ‘Biblioteca España’
«Renacimiento rescata ‘La literatura del pueblo español’, uno de los títulos de la trilogía que el hispanista y escritor británico dedicó a la tradición cultural de las letras ibéricas»
Si aún estuviera vivo, a Gerald Brenan (1894-1987), escritor y viajero de origen británico nacido en Malta, una isla menor del Mediterráneo, y afincado durante años entre Granada, Sevilla y Málaga, una parte de la nueva izquierda idiota, que es aquella que sacrifica sus principios y suspende hasta su inteligencia para sentirse feliz dentro del sectarismo de los borregos, podría acusarle, con bastante probabilidad, de ser algo así como un protofascista español. La acusación, evidentemente, no se sustenta en hecho o dicho alguno –Brenan nació más de un cuarto de siglo antes de la fundación de Falange en el Teatro de la Comedia–, sino en la convención, ya habitual dada la colosal polarización de nuestra vida pública, de que quienes creen que España existe, y además persiste, encarnan poco menos que al Anticristo.
Combatiente en las trincheras de la Primera Guerra Mundial y personaje lateral del grupo de los happy few de Bloomsbury, Brenan defendía y predicaba la homogeneidad del carácter español, en vez de concebir al país en el que se instaló por voluntad propia como una suma (confederada) de regionalismos primitivos. Una opinión heterodoxa, paradójicamente nacida de una ortodoxia previa, en estos tiempos que corren. El hispanista comulgaba con la noción de Volkgeist de Herder. Su posición coincide (y no es casualidad) con la noción de España que profesaron los exiliados y peregrinos españoles en la diáspora, incluidos los republicanos.
Ni unos ni otros dudaron nunca de la existencia de su propia nación. Franco ganó la Guerra Civil, pero no pudo robarles su concepción de España, antagónica a la de la dictadura. Tampoco la sustituyeron por una constelación de repúblicas aldeanas, como sí hizo una parte (zurda) de la generación de la Santa Transición, que obligó a canalizar el anhelo democrático general en beneficio de sus respectivos terruños, donde se sentían más importantes, en lugar de imitar a la Europa (unida y sin fronteras) de las grandes democracias liberales.
Tanto creía Brenan en la existencia de España que dedicó una trilogía de títulos a explicar la fisonomía moral e histórica de nuestro país. Así nacieron La faz de España, su mejor libro de viajes; El laberinto español, dedicado a desentrañar las causas y preámbulos sangrientos de la Guerra Civil; y una tercera obra, mucho más desconocida, que acaba de rescatar la editorial Renacimiento: La literatura del pueblo español. Publicado originalmente a comienzos de los años cincuenta y en inglés (esta nueva edición recupera la traducción al español de Miguel de Amilibia, exiliado vasco en Buenos Aires), se trata de un ensayo panorámico sobre las letras peninsulares, hecho para los lectores ingleses y concebido como una inmersión cultural a fondo en las raíces españolas, las mismas que niegan nuestros nacionalistas periféricos y que la izquierda española, convertida en un oxímoron, cree que es una convención reversible.
El libro, prohibido durante la dictadura, vuelve ahora a las librerías españolas –en las que no estuvo hasta 1984, a excepción de las que traían libros de Argentina, donde Losada lo publicó en 1958– en una edición al cuidado de Carlos Pranger y con un prólogo de Alfredo Taján, director de la casa del escritor en Churriana (Málaga). Brenan ejerce aquí de crítico literario. Lo hace a conciencia, con talento y de forma sistemática, como quien pretendiese cumplir con una misión vocacional: entender un país ajeno que, sin embargo, amaba de forma sincerísima.
El hispanista británico escribe sobre los grandes escritores y las obras capitales de la tradición española, con independencia de las distintas lenguas que usaron sus autores para expresarse. Esta decisión –concebir lo español como una summa histórica, en vez de como un territorio a desmembrar– ya describe su punto de vista. Para Brenan el itinerario por nuestras letras debe comenzar por la literatura hecha por los romanos de Hispania –Séneca, Quintiliano, Lucano, Marcial o Prudencio– y continuar con la era visigoda y la sofisticada tradición hispanoárabe de Ibn Hazm, Abenamar o Al-Mutamid. Sólo después aborda la poesía juglaresca, la lírica galaico-portuguesa, el mester de clerecía, las formas populares de frontera, la épica o la sustanciosa picaresca. Entiende la literatura española como un gran río que se nutre de distintos afluentes culturales y cuyo cauce común, igual que el Guadalquivir, se extiende con el tiempo en tamaño y dimensión merced a la aportación de todos estos tributarios.
No es, desde luego, la idea de cultura que tendría un nacionalista, como evidencia que en su libro defina la literatura hispánica como una manifestación cultural de orden popular, en lugar de como un instrumento político excluyente. La atmósfera que construye su historia literaria, que puede leerse como una guía de autores y lecturas esenciales, es la propia de la indagación, la curiosidad y el asombro. Con una ausencia absoluta de prejuicios, Brenan descubre en este viaje que España es una gigantesca y sostenida obra de mestizaje social que ha tenido lugar durante siglos, ajena a las medias verdades que propagaron los creadores de la leyenda negra.
El escritor británico muestra una extraordinaria libertad a la hora de analizar a los escritores españoles. No está condicionado por nada más que no sea su subjetividad e independencia como lector –atento, inteligente, esforzado y minucioso– y la firme vocación de dar a conocer, entre los británicos, nuestros tesoros literarios que, al contrario de lo que sucede en otras naciones, aquí nacen desde abajo hacia arriba. De lo vulgar a lo aristocrático. Huye de la corrección política y de la interpretación moralizante. Por eso escribe: «Las obras de arte y literatura, en mi opinión, se evalúan en función de la profundidad y calidad de la experiencia que transmiten, así como por la claridad y la inmediatez con la que se comunican, en lugar de basarse en su rectitud moral o ideológica. Las consideraciones éticas solo cobran relevancia cuando influyen en dicha experiencia, ya sea ampliándola o reduciéndola». Amén.
Su condición de foráneo le permite además trazar asombrosas comparaciones entre distintas corrientes de la literatura europea y obras de tiempos lejanos, incluso muy alejados entre sí. Su visión de las letras españolas prescinde de las habituales orejeras ideológicas. Brenan encuentra una evidente coherencia entre los distintos escritores españoles, a los que califica como «poco viajados», pero a los que compadece por pasar hambre y, en demasiados casos, conocer la prisión y el exilio. Acaso por estos condicionantes, el hispanista, que comenzó este libro tras sentirse fascinado por la poesía de Santa Teresa y San Juan de la Cruz, nuestros dos grandes místicos, describe el lenguaje literario español como un idioma sobrio, seco, reservado y realista, como demuestran desde los versos burlescos del Arcipreste de Hita a las dos mayores novelas picarescas: El Lazarillo y el Guzmán de Alfarache de Mato Alemán, donde la sátira de la primera obra se torna ejemplarizante en la segunda. Nos habla de una literatura prosaica y, al mismo tiempo, desafiante ante los dogmas religiosos, que intenta sortear. Y donde la ausencia más notable es el género de las memorias y las confesiones.
Brenan devoró trescientos libros para escribir con solvencia este ensayo. Leyó a Garcilaso, a Cervantes, a Lope de Vega, a Calderón de la Barca. Asombrado con Góngora, al que compara con el James Joyce de Finnegans Wake, devoró los Sueños de Quevedo, las Rimas de Bécquer, los artículos de Larra, las estilizadas novelas de Juan Valera, los poemas de Rosalía de Castro, La Celestina, los versos de Ausiàs March y las novelas de Galdós, que considera muy superior a Clarín. El siglo XVIII lo valora como literariamente inferior. Del XX habla de forma elogiosa de Rubén Darío– el único autor de la España transoceánica que incluye en su selección–, de Juan Ramón Jiménez (con su extraordinaria maestría), de Machado, Lorca, Aleixandre, Unamuno, Valle-Inclán, Baroja u Ortega y Gasset, del escribe que es uno de los escasos autores «capaces de escribir con plena conciencia de lo que sucede en el mundo».
En todos ellos encuentra una voz y una manera original de expresión española. A todos debe el descubrimiento de «una literatura que discurre por un cauce profundo y bien definido, en la que de cada uno de sus fragmentos emana un sabor único que no se asemeja a ningún otro pueblo. Un sabor concentrado, agrio y amargo, pero también lírico: producto de un país seco y monótono, propenso a explosiones de exuberancia y a sorprendentes vuelos. Se trata de una literatura más inclinada hacia la acción que al pensamiento, más propensa a moralizar que a especular, provinciana y al mismo tiempo refinada, con raíces de sabiduría medieval en las aldeas y que florece en las ciudades. Una literatura donde la tragedia nunca está muy lejos de la superficie, donde la vida y la muerte van de la mano y Oriente y Occidente se encuentran».
Gerald Brenan escribió estas palabras tratando de hacer con el legado de nuestras letras un ejercicio equivalente al que Bertrand Russell abordase en su monumental Historia de la Filosofía Occidental (1946). Entre 1946 y 1948. Durante los 17 largos años de su refugio en Inglaterra, forzado por la Guerra Civil y la posguerra. Lleno de nostalgia y melancolía por un país que algunos políticos dicen que no existe y que nunca existió. Y que también es el suyo.