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Los consejos para ser escritor de Miguel de Unamuno

No deja de ser otra forma de expresar lo que decía en el primer ensayo: desconfiar de la idea o apariencia de éxito

Los consejos para ser escritor de Miguel de Unamuno

Miguel de Unamuno. | Europa Press

Los buenos maestros no doran la píldora; los buenos maestros hacen espabilar. Quizá por eso Miguel de Unamuno (Bilbao, 1864-Salamanca, 1936), al responder a un joven aspirante a escritor, lo primero que le advierte es lo absurdo de obsesionarse con «llegar»: «¡Ay de usted el día que se le cumpla eso de llegar! Le empezará el retorno» (p. 8). El escritor continúa relacionando la búsqueda constante con el rendimiento fructífero: en lugar de una rauda llegada al reconocimiento, le desea «esperanzas que ni se le ajen ni se le realicen, esperanzas siempre verdes y sin fruto siempre, esperanzas en eterna flor de esperanza». Corría el lejano 1907, pero sus observaciones bien podrían aplicarse en estos tiempos de velocidad, de prisa por, sí, «llegar», triunfar cuanto antes, alcanzar lo que se entiende por éxito, en lo literario y en la vida en general.

El texto forma parte de A un literato joven y otros ensayos (Guillermo Escolar, 2024), un volumen que reúne reflexiones escritas entre 1903 y 1908 que conservan intacta la frescura, la vigencia, aunque Unamuno las escribiera en una época sin ordenadores ni redes sociales que llevan a los jóvenes (y no tan jóvenes) a compararse, a crearse unas expectativas irrealizables que derivan en frustración y problemas de salud mental. En ese mismo ensayo, el escritor señala los peligros de mirarse demasiado el ombligo en lugar de realizarse allá fuera, en la realidad, mezclándose con los demás: «Para verse uno a sí mismo es mejor el espejo que no cerrar los ojos y mirar hacia dentro» (p. 13), algo que no es incompatible, sin embargo, con «estudiarse a sí mismo», una sentencia que sustituye el consabido «conocerse» por un verbo que invita al descubrimiento, a no dar por concluido el camino: «Aún no sé si el conocerse a sí mismo es el principio o el fin de la sabiduría, y el fin de la sabiduría, como todo fin, es cosa terrible» (p. 11).

Más de un siglo después, sus consejos, que tienen más de pensamientos u observaciones en voz alta que de directrices (no es de extrañar que les diera forma de ensayo breve, en lugar de limitarse a contestar por privado), resultan atemporales y extrapolables a otros ámbitos (y muy pertinentes como comentario de texto para estudiantes de secundaria): «A la edad de usted se busca acaso más la admiración que no el cariño de los demás», le avisa, «pero llegará un día, mi joven amigo, en que sentirá usted sed, y una sed no de la boca, sino de las entrañas todas del alma, de cariño» (pp. 14-15). Una necesidad, sentir el afecto ajeno, inseparable de querer, de ser uno mismo quien ponga su empeño en dar, en darse a los demás, en poner amor en lo que se hace, no solo expectativas u objetivos.

Esa naturaleza atemporal, que por cierto también es un rasgo distintivo de todo clásico que se precie, se extiende al resto de ensayos reunidos. «Los escritores y el pueblo», sin ir más lejos, desmitifica la idea de que cualquier pasado fue mejor para los intelectuales españoles en lo que a ejercer influencia se refiere: «Si los que escribimos nos quejamos muy a menudo de que no se nos hace caso, eso solo quiere decir que nuestra influencia sobre el público no se refleja en provechos económicos inmediatos» (p. 18). Y todavía va más allá: «Hablando en plata, de lo que nos quejamos no es de que no se nos haga caso, sino de que no se compren nuestros libros» (p. 18). El dinero, ese viejo asunto; y es que, como bien sabe, «un escritor puede muy bien influir mucho –por lo menos en ciertos espíritus– y vender poco, y otro vender mucho e influir poco» (p. 18). ¿Acaso algún autor superventas de hoy se queja de su supuesta falta de «influencia»? Y, por otro lado, ¿ no hay firmas que acaparan columnas y titulares pero que vender, lo que se dice vender libros, no les funciona?

Leer a Unamuno es un antídoto contra quejicas. Y una invitación a no bajar el listón, no caer en el error de escribir para satisfacer al público, aunque a la vez el escritor no debe encerrarse en una torre de marfil. Debe dirigirse al pueblo, pero sin la vana creencia de ponerse a su altura (la que considere que esta es), sino para espolearlo, para proponerle, o al menos intentarlo, nuevos caminos, abrirle puertas: «Las muchedumbres no conocen bien sus propias aflicciones, ni reconocen desde luego al que mejor las refleja», analiza; «y ocurre con lamentable frecuencia que prestan sus oídos antes al curandero charlatán que al médico inteligente y conocedor de sus males» (p. 25). No deja de ser otra forma de expresar lo que decía en el primer ensayo: desconfiar de la idea o apariencia de éxito.

Si se entienden tan bien sus enseñanzas no es solo por su inteligencia; la claridad de su estilo tiene mucho que ver. Sobre la «naturalidad del estilo» (p. 29) también se explaya, para desconfiar de la influencia de la literatura francesa, por aquel entonces la más presente entre los literatos españoles; y para recordar que buscar la naturalidad no equivale a despojar la voz de atributos hasta dejarla aséptica. Algo parecido detecta en «Poesía y oratoria», donde lamenta que los discursos y quienes los pronuncian hayan perdido tanto la imaginación como la capacidad de persuasión: «Ninguno parece brotar del corazón; rara vez se llega a la comunión espiritual entre orador y oyentes» (p. 44). Ah, la oratoria, esa disciplina perdida que tanto enriquecería cualquier debate de hoy.

El libro se cierra con una carta de 1903 a un Antonio Machado que acababa de publicar sus primeras poesías, titulada «Vida y arte». El poeta principiante le había compartido «que la vida en París es poco fecunda para el arte, porque la vida allí es arte, y no siempre bueno, y el arte viene a ser ya como una redundancia o un ornamento casi inútil» (p. 53). En esta línea, Unamuno desconfía del «teatro de teatro, novela de novelas, cuento de cuentos» (p. 54), para sugerir a su amigo que salga a la calle a encontrar su voz, a mezclarse con el gentío, allá donde late la vida sin imposturas. «Recorra, pues, la virgen selva española, y rasgue su costra y busque debajo de la sobrehaz calicostrada en agua que allí corre, agua de manantial soterraño. Hoya, sobre todo, del «arte del arte», el arte de los artistas, hecho por ellos para ellos solos» (p. 59). Y qué duda cabe que el aprendiz supo aplicar su consejo.

«Busque su arte en la vida, y en la vida sin arte reflexivo» (p. 60). El ensayo no podía concluir de manera más oportuna: leer a Unamuno es una llamada de atención ante los cantos de sirena que entorpecen la navegación, es una invitación a mantener los pies en la tierra, a seguir trabajando sin bajar la guardia, para la literatura o para lo que sea que uno haya decidido vivir, siendo coherente con uno mismo, sin pensar en los demás y a la vez sin desconectar de ellos. Pensamientos que quitan telarañas en esta época de sombras e ídolos de cartón; y nos recuerdan que, a la larga, el trabajo honesto y sin concesiones tiene las de ganar.

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