Orson Welles, un enamorado de España
Se dice que el cineasta sostenía que un hombre no es de donde nace, sino de donde decide morir.

El cineasta Orson Welles saludando al diestro Antonio Bienvenida.
Orson Welles, el chico maravilla de Hollywood, nació el 6 de mayo de 1915 en Kenosha, Wisconsin, en el seno de una familia acomodada en la que el arte, la música y la cultura recibían una consideración especial. Tal vez fuera esa cuna culta y refinada, unida a su temperamento desbordante, la que le llevó, siendo aún un adolescente, a descubrir, sentir y admirar una tierra tan alejada de su lugar de origen como fascinante en sus costumbres: España. Desde muy joven, Orson Welles se obsesionó con la idea de vivir intensamente, y lo hizo de maneras insólitas. Uno de los rasgos que, de manera más clara, dejó entrever su audacia y su pasión irreverente fue su temprana llegada a Sevilla, en 1931, con el sueño, por qué no, de convertirse en torero. Tenía por entonces, 16 años, y un ímpetu artístico ya en ciernes, pues ya había coqueteado con el teatro y con la radio, y un anhelo febril por integrarse en la cultura española.
Sevilla fue el escenario de esa iniciación que lo cambiaría todo. Welles se alojó en Triana, entonces barrio popular a la orilla del Guadalquivir, y durante cuatro meses se dedicó a entender, vivir y aspirar a formar parte de la Fiesta Nacional. Conoció las tardes de toros, las charlas en la taberna sobre faenas memorables, el flamenco, el vino, la alegría contagiosa de un vecindario hospitalario que, de inmediato, se percató de la curiosa presencia de un muchacho norteamericano con apariencia ingenua, pero repleto de un incontenible afán de grandeza. Le llamaron El Americano cuando, tras preparativos y tientas, decidió debutar como becerrista en varios festejos. Incluso sufrió un percance en la cara, un pequeño corte que, que le retiró por completo del empeño de la lidia, sin apagar por ello su ardor taurino. De hecho, las visitas reiteradas a las plazas españolas y su amistad con toreros de renombre marcarían su vida y su obra.
En plena Guerra Civil Española, en 1937, se involucró en el documental Tierra de España (The Spanish Earth), una película propagandista dirigido por el neerlandés Joris Ivens en pleno fragor de la Guerra Civil española. El guion, obra de Ernest Hemingway y John Dos Passos, defendía la causa republicana; la música fue compuesta por Marc Blitzstein y arreglada por Virgil Thomson; la voz que narraba era la de un jovencísimo Welles, invitado de último momento para comentar las imágenes de la contienda. Aquella grabación en Manhattan, con el mismísimo Hemingway supervisando en persona, supuso un encuentro entre dos de los más grandes mitos de la cultura estadounidense, ambos con un nexo profundo con España. La implicación de Welles con la causa republicana fue algo continuado: al año siguiente, en 1938, atacó frontalmente a Franco en un programa de radio y movilizó sus influencias para liberar a brigadistas republicanos arrestados. Welles, por aquel entonces, ya demostraba una energía imparable y una personalidad magnética, casi mesiánica, ante la que pocos podían mantenerse indiferentes.
Por esas fechas, sorprendió al mundo con la ya mítica emisión radiofónica de La guerra de los mundos, en 1938, grabada desde la cadena CBS. La fama que le reportó aquel experimento —donde se emitió una adaptación de la novela de H. G. Wells que desató una ola de pánico colectivo en Nueva Jersey— fue tan rotunda como súbita. Tenía 23 años, una creatividad desbordante y un fuego interno que lo impulsaba a perseguir metas cada vez más ambiciosas. Inmediatamente le llovieron propuestas para rodar películas con la productora RKO, que pretendía sacar provecho de aquella mente prodigiosa. El resultado fue Ciudadano Kane (1941), un filme que el tiempo consagraría como la obra cumbre del séptimo arte, dirigida y protagonizada por Welles con apenas 25 años de edad. Sin embargo, el cineasta pronto chocó con los intereses de los grandes estudios de Hollywood. Su espíritu díscolo y sus convicciones políticas lo convirtieron en un personaje incómodo a ojos de un sistema industrial inflexible y receloso de cualquier atisbo de heterodoxia.
Aquel sello inconformista lo acompañó durante toda su carrera: entusiasta de los clásicos, se aventuró a adaptar a Shakespeare desde sus primeros pinitos en el teatro —como su legendaria puesta en escena de Macbeth, con actores afroamericanos y acción trasladada a Haití— y se sintió igualmente cautivado por la figura de Cervantes y su Quijote. De hecho, uno de sus proyectos más queridos fue la adaptación de El Quijote, odisea que jamás llegó a completar en vida.
En el plano político, se situó en la mira de quienes impulsaron la llamada «caza de brujas» en Estados Unidos. El FBI y el senador Joseph McCarthy vigilaron con lupa a los intelectuales sospechosos de simpatizar con el comunismo, y Welles, de ideas progresistas, se encontraba en esa lista negra. El clima de persecución y sus propios problemas con Hacienda precipitaron que, a finales de la década de 1940, abandonase Estados Unidos para establecerse en Europa, donde encontró una libertad creativa mayor, aunque no exenta de dificultades económicas e incomprensión.
Entre todos los destinos europeos que exploró, su añorada España ocuparía un lugar especial en su corazón. No solo porque ya había conocido y amado con intensidad sus tradiciones más arraigadas, como los toros, el flamenco y las fiestas populares —Ferias de Abril, Ferias de Jerez, Sanfermines—, sino también porque allí cultivó amistades profundas, como la que le unió al maestro del toreo, Antonio Ordóñez, y a otros grandes toreros como Luis Miguel Dominguín. Welles frecuentó los callejones y barreras de las plazas de toros mientras declaraba, con su peculiar ironía, que, de haber tenido oportunidad, habría disfrutado siendo picador. Aquel amor por la Fiesta Nacional jamás cesó: lo siguió con ahínco durante los años intensos que van de 1958 a 1960, recorriendo media España detrás de la cuadrilla de Ordóñez y participando en tertulias hablando un español más que decente.
Welles se instaló en nuestro país de manera intermitente, trabajando y viviendo durante décadas. Entre 1953 y 1976 rodó varios largometrajes en territorio español, aunque la mayoría de sus proyectos quedaron inacabados o sufrieron un sinfín de trabas financieras. Mister Arkadin, Campanadas a medianoche, Una historia inmortal y Fraude son las cuatro películas que sí llegaron a culminarse. En paralelo, llevó a cabo ambiciosos planes, como la ya mencionada adaptación de El Quijote, que, a la postre, quedó inconclusa. Parte del metraje acabaría siendo montado por su ayudante Jesús Franco en 1992, con un resultado muy polémico, dado que alguno críticos arguyen que el estilo e intenciones de Welles quedaron evaporados. Su afán perfeccionista no siempre halló el sostén que necesitaba en la producción española, ni tampoco la autonomía creativa que exigía su genio. Con todo, legó un valioso poso a los actores y técnicos españoles, que aprendieron de su manera de rodar y de su empeño casi maniático en la iluminación, el encuadre y la atmósfera de cada toma.
El cineasta, además de Andalucía, se enamoró también de la árida meseta castellana, en especial de la ciudad de Ávila. Desde los primeros años de la década de 1960 confesó sentirse hechizado por el ambiente austero, la monumentalidad de las murallas, la mística que parecía envolver cada piedra. Declaró, en una entrevista realizada en París que, si debía elegir un lugar para vivir de manera definitiva, ese lugar sería nuestra tierra: «Me gustaría vivir en España más que en ningún otro lugar del mundo». Cuando le repreguntaron en qué parte, no lo dudó: Ávila. Reconocía, no obstante, que el clima era terrible —frío penetrante en invierno, calor sofocante en verano—, pero había algo trágico, misterioso y grandioso que lo seducía irremediablemente. Compró, incluso, una casa donde hoy se ubica la Posada de la Fruta, en la plaza de Pedro Dávila, con la secreta ilusión de habitar allí cuando su periplo cinematográfico le permitiese asentarse. Por entonces ya había visitado la ciudad en más de una ocasión, fascinado por el románico, las calles serenas y la vibración de aquella urbe castellana en la que, pese a su sobriedad, él percibía un «algo» especial.
Con Campanadas a medianoche (1965), cinta producida por el español Emiliano Piedra y construida a partir de textos de Shakespeare —Enrique IV y Las alegres comadres de Windsor, principalmente—, Welles encontró la ocasión perfecta para rodar en los escenarios que amaba. Eligió varias localizaciones castellanas, entre ellas Ávila y, también, otros enclaves como Soria (Calatañazor, Medinaceli) o Cardona en Cataluña. El rodaje fue intenso y se vio interrumpido varias veces, primero por una dolencia hepática del director y luego por una lesión que lo obligó a desplazarse con muleta. Sin embargo, la impresión de Welles sobre los parajes castellanos fue tan profundo que llegó a manifestar que, si tuviera que repetir una de sus películas, volvería a rodar Campanadas a medianoche exactamente en los mismos lugares. No era para menos, el público abulense siempre lo acogió con interés y genuina curiosidad, sorprendido ante la imagen de aquel hombre corpulento, de voz grave y risa franca, puro en ristre, paseando por las calles, preguntando por la gastronomía local, admirando la iglesia de San Vicente, departiendo con la gente como si fuera un vecino más.
Antes de aquel amplio periplo castellano, Welles ya había filmado en distintas partes de España: en Mister Arkadin (1955) utilizó escenarios de Valladolid, Segovia, Madrid o Pedraza. Ese mismo año, había emprendido ya su adaptación de Don Quijote, que comenzó a tomar forma como un mediometraje de 30 minutos para la cadena CBS, Don Quijote Passes By, que los productores cancelaron tras ver las primeras secuencias. Lejos de desistir, Welles optó entonces por convertirlo en un largometraje autofinanciado con aportaciones como la de Frank Sinatra.
Inició de nuevo el rodaje en México en 1957, pero los problemas económicos lo obligaron a suspenderlo. Para obtener nuevos fondos, se volcó en papeles de actor, narraciones y en la dirección de obras teatrales, al tiempo que volvía a trabajar en la película siempre que hallaba un respiro financiero. Así, cambió la localización a España. Movido por su empeño en actualizar la figura del Ingenioso Hidalgo y mostrarlo lidiando con la modernidad —coches veloces, edificios de hormigón—, rodó a saltos en Campo de Criptana, Málaga, Granada, Sevilla, Madrid o Pamplona. Para sostener económicamente el filme, concibió en la RAI italiana la serie Nella terra di Don Chisciotte, donde, más allá del carácter divulgativo, podía rodar en 35 mm y aprovechar parte de ese metraje para su Quijote.
En palabras de su amigo y colaborador Jesús Franco —quien en 1992 reconstruyó lo rodado para la Exposición Universal de Sevilla con el título Don Quijote de Orson Welles—, el director nunca quiso cerrar definitivamente la obra: se enamoró del mito cervantino, de esa fusión de épica y picaresca, y prolongó el rodaje como si fuese una aventura sin fin. Al igual que sucede a otros cineastas que han fracasado al llevar al cine las andanzas del caballero de la Mancha —un verdadero desafío que parece «maldito» para muchos—, Welles prefirió sumergirse en la magia quijotesca y, a pesar de su probada erudición y pasión por España, dejó el material disperso y el proyecto sin concluir, quizá convencido de que el verdadero espíritu del Quijote consiste en perseverar en el ideal, aunque ello implique no llegar nunca a término.
Su vida en Madrid fue igual de activa: frecuentó los tablaos de flamenco, los restaurantes castizos como Casa Paco, donde se aficionó al Valdepeñas, y otros templos gastronómicos donde paladeaba callos, cordero, churrasco y lo que se le pusiera por delante. Se sabe que también gustaba de visitar Horcher y Chicote, establecimientos de renombre en la capital. Su paladar era exigente y generoso. De buen comer, siempre encontró en la cocina española el más absoluto de los placeres. En Barcelona sucedió algo parecido: se le vio en tablaos, acompañado de amigos, dejando siempre un reguero de anécdotas que hablan de su personalidad arrolladora.
Tan fuerte fue su amor a España que, tras su muerte en Los Ángeles el 10 de octubre de 1985, sus cenizas serían trasladadas a Ronda, para reposar en la finca El Recreo de San Cayetano, propiedad del maestro Antonio Ordóñez, su gran amigo y confidente, con quien compartió tantas jornadas taurinas y charlas interminables. Aquellas cenizas se depositaron en un pozo del jardín el 8 de mayo de 1987, cumpliendo así el deseo expreso del cineasta. Se dice que Welles sostenía que un hombre no es de donde nace, sino de donde decide morir; y, aunque no falleció físicamente en Ronda, al reposar allí sus cenizas simbolizó esa elección de espíritu: una última pertenencia a la España que amó con fervor. La finca rondeña, que pasó a manos de la familia Rivera tras ser heredada, se alquila hoy como casa rural. Allí, con vistas a un paisaje andaluz lleno de olivos y arboledas, permanece la huella de un hombre que poseyó desde muy pronto un don y un carisma fuera de lo común. Un hombre que quiso torear, que romantizó nuestra esencia hispánica, que quedó fascinado con la picaresca, con el buen vivir.
Orson Welles se sumergió en nuestra fiesta popular con la misma pasión con que iluminaba cada plano de sus largometrajes. El joven de Wisconsin fue un genio desmedido, un creador total con un currículo tan extenso como singular: actor, director, guionista, productor, locutor de radio… y, por supuesto, un enamorado de España y de los españoles. Ese fue Welles, el director difícil y visionario que nunca dejó de ser aquel muchacho que soñó con matar un toro y sentir el clamor de los tendidos sevillanos.