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CUADERNOS FAES

Bulos en torno al 90 aniversario de la rebelión de octubre de 1934

La sublevación polarizó a las fuerzas políticas y a la opinión pública hasta el punto de prefigurar los bandos de la Guerra Civil

Bulos en torno al 90 aniversario de la rebelión de octubre de 1934

Prisioneros de la Guardia Civil y de Asalto en Asturias.

* Este artículo ha sido publicado originalmente en la revista ‘Cuadernos FAES de pensamiento político’. Si quiere leer otros textos parecidos o saber más sobre esa publicación, puede visitar su página web.

Entre otras efemérides, en 2024 se ha conmemorado una de indudable  interés  político  en estos tiempos de pseudomemoria: los 90 años de la insurrección revolucionaria de 1934. Aunque suela circunscribirse a Asturias y al efímero Estat Catalá, fue en realidad una sublevación de carácter nacional. Sus trágicos rescoldos afectaron en mayor o menor medida a España entera y dejó un reguero de víctimas en una veintena de provincias. El impacto de esa rebelión contra la República moderada o de centro-derecha trascendió, además, de sus aciagas consecuencias inmediatas. Sin ella no puede entenderse esa bipolarización del sistema de partidos, y de la opinión pública en general, que tendría su expresión más acabada en las coaliciones para las elecciones de febrero de 1936 y, cinco meses después, en el alineamiento de las distintas fuerzas políticas en los dos bandos de la Guerra Civil.

Los pormenores de aquella insurrección y los objetivos de quienes la desencadenaron son conocidos, y la controversia historiográfica en torno a ellos es escasa. Los hechos son tan rotundos y las fuentes tan abundantes que, antes de la eclosión de la «memoria», nadie podía negar, sin ponerse en ridículo, que aquel suceso había sido una violenta tentativa de arrebatar el poder a los partidos que habían ganado las elecciones de 1933, liderados por los republicanos liberales del Partido Radical y por los católicos de la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA). Las izquierdas derrotadas en las urnas compartían, con énfasis diversos, una concepción patrimonial de la República que les impedía aceptar la alternancia con cualquier formación polí- tica ajena a la coalición fun- dacional del régimen, e incluso también con cualquier partido republicano que no se les subordinase. La «democracia», para esas izquierdas, no era más que un instrumento para consagrar su monopolio político y, por ello, no defendían, como fines en sí mismos, sus principios, valores y mecanismos fundamentales.

Por tanto, el supuesto peligro de «entronización del fascismo», so pretexto de la entrada de tres ministros de la CEDA en el nuevo gobierno mayoritario de Alejandro Lerroux del 4 de octubre, estaba desacreditado como argumento historiográfico. Hace tiempo quedó demostrado que este únicamente reproducía el subterfugio utilizado por los dirigentes de los partidos de izquierdas para sublevarse o romper con las instituciones republicanas. Es conocido en qué consistía el accidentalismo de la CEDA respecto de las formas de gobierno: básicamente, una vía de integración en la República sin comprometerse con una Constitución, la de 1931, que los de José María Gil-Robles habían venido a revisar, con un mandato electoral terminante1. El sentido de esa revisión en términos antiparlamentarios y corporativistas, que se deduce siempre aislando el fragmento efectista de uno de los discursos de Gil-Robles en la campaña electoral de 1933, era además un imposible si la CEDA perseveraba en su legalismo, pues aunque los católicos eran el pri- mer partido de las Cortes del segundo bienio, apenas reunían una cuarta parte de sus escaños. De modo que no había reforma posible de la Constitución sin contar con sus aliados liberales y conservadores –radicales, agrarios, derecha independiente, liberal-democrátas, Lliga de Cataluña–, comprometidos sin fisuras ni matices con la democracia constitucional.

No cabía deducir, por tanto, peligro alguno y menos inminente contra la República, ni siquiera por el perfil de los nuevos ministros cedistas –seleccionados ex profeso por su inequí- voca significación republicana–, ni por las carteras que ocupaban, de las que no dependía ningún cuerpo armado. La actitud de la CEDA tras la insurrección confirmó todo ello por completo: no aprovechó la derrota de sus adversarios para eliminarlos y establecer una dictadura; por el contrario, estos pudieron reorganizarse y recuperar el Poder en febrero de 1936.

En realidad, lo incontrovertible de los hechos acabó desplazando el debate al terreno de las intenciones, de una manera un tanto paradójica. La crítica a las insuficiencias y a los límites del posibilismo republicano de la CEDA se hacía sin reconocer las posiciones no menos accidentalistas como las de la izquierda republicana, que identificaba la República con su programa de gobierno privativo, o las del socialismo, que concebían el «régimen burgués» como una estación de tránsito hacia su utopía colectivista. Por no hablar de la Esquerra, el partido que gobernaba la Generalidad de Cataluña desde 1932, cuya impugnación alcanzaba no ya al sistema político sino a la nación que le servía de fundamento.

Pero es que, además, aquella supuesta «insurrección preventiva» contra los propósitos autoritarios del «fascismo vaticanista», que los republicanos de izquierda presentaron a posteriori como una acción en defensa del constitucionalismo, contribuyó decisivamente a destruir cualquier posibilidad de establecer y consolidar una democracia real. Desde luego, vació las exiguas reservas de legitimidad de la República, de sus reglas e instituciones, puesto que habían sido sus mismos promotores los que ejecutaron o ampararon una sublevación contra las mismas. Como sentenciaría de forma lapidaria Salvador de Madariaga, «con la rebelión de 1934, la izquierda española perdió hasta la sombra de autoridad moral para condenar la rebelión de 1936»2. Consumada la rebelión de 1934, podría decirse que ninguno de los diversos grupos que componían la izquierda española había dejado de implicarse activamente en el convulso ciclo insurreccional abierto tras la caída de la dictadura de Primo de Rivera.

Caricatura del periódico satírico La Traca en la que se representa a Ricardo Samper (a la izquierda bajándose los pantalones) y a José María Gil Robles (a la derecha con una pistola en la mano, ceñido con un cíngulo de monje y tocado con una mitra que lleva las siglas A.M.D.G., lema de los jesuitas, y A.P., siglas de Acción Popular).

Caricatura del periódico satírico La Traca en la que se representa a Ricardo Samper (a la izquierda bajándose los pantalones) y a José María Gil Robles (a la derecha con una pistola en la mano, ceñido con un cíngulo de monje y tocado con una mitra que lleva las siglas A.M.D.G., lema de los jesuitas, y A.P., siglas de Acción Popular).

El impacto de la memoria

El problema de las «interpretaciones» sobre aquel acontecimiento tiene menos que ver con la Historia que con la eclosión de la mal llamada «memoria», es decir, del relato de Estado que el PSOE y sus aliados de la izquierda y el nacionalismo pretenden imponer a los españoles con los recursos financieros y coercitivos de la administración, y que asocia con estos partidos todos los esfuerzos para establecer en España un régimen de libertades democráticas, en sempiterna pugna con unas derechas que simbolizarían el autoritarismo, cuando no el totalitarismo. Este relato no hace más que reactualizar la propaganda de las izquierdas en los años treinta y, especialmente, la del bando republicano de la Guerra Civil, que presentaba a sus adversarios en bloque como el «fascismo» y la «reacción». De ahí que insertar la insurrección de octubre de 1934 en la «memoria» sea tan complicado: por sí sola desmiente todas las máximas de este relato.

Por eso, en plena ofensiva memorialista, no extraña que el noventa aniversario de «Octubre» haya supuesto el retorno de todos los motivos propagandísticos y las justificaciones de sus promotores, en una tentativa consciente de falsear los hechos para apuntalar un relato inverosímil. Es obvio que este retorno no tendría la fuerza que tiene si no viniera patrocinado también por un sector de la historiografía. El debate de ideas, la defensa de determinadas causas políticas son legítimas en cualquier ciudadano y el historiador lo es. Pero cuando se ejerce de historiador debería primar el respeto a las reglas propias del oficio. Así podrían evitarse episodios tan bochornosos como el manifiesto con ínfulas de «informe técnico» que, hará tres años, firmaron un par de centenares de historiadores con objeto de denunciar una iniciativa de Vox en el ayuntamiento de Madrid para retirar del callejero los nombres de Francisco Largo Caballero e Indalecio Prieto.

Si aquella iniciativa mostraba, en cuanto al razonamiento y el acarreo y exposición de datos, la inepcia de sus autores, el manifiesto de respuesta, redactado por historiadores de profesión empeñados por hacerle el caldo gordo a la «memoria», tampoco contribuyó a elevar el nivel. En la parte que interesa a este artículo, los «abajofirmantes» avalaban, con un empeño digno de mejor causa, exonerar a Prieto y a Caballero de su destacada e incontrovertible participación en la organización y ejecución del levantamiento de 1934, aseveración de no mayor rigor que la de un meteorólogo que negara la existencia de la lluvia. Terraplanismo puro, que da la razón a quienes venían advirtiendo sobre la incompatibilidad teórica y práctica de «historia» y «memori» a, sobre todo si por «memoria» se entiende una pura fabulación ideológica3.

Consumada la rebelión de 1934, podría decirse que ninguno de los diversos grupos que componían la izquierda española había dejado de implicarse activamente en el convulso ciclo insurreccional abierto tras la caída de la dictadura de Primo de Rivera

Ciertamente, las evocaciones de «Octubre» en los culturales de la prensa no llegaron a tanto. Pero sí se observaron los efectos de la involución «memorialista» en la reactualización reiterativa de tres motivos de la propaganda de los sublevados, a saber: que se trató de una insurrección defensiva que hacía frente a una amenaza fascista contra la República; que sus dirigentes se levantaron para proteger la democracia constitucional; y que, en todo caso, los pujos insurreccionales se limitaron a la izquierda de clase y a la Esquerra Republicana de Cataluña, pero la  izquierda republicana, y singularmente Azaña, se habría opuesto o habría tratado de desalentarla. Vamos a analizarlos por separado.

No había una amenaza fascista

Hace prácticamente cuatro décadas, estudiosos del socialismo español como José Manuel Macarro o Santos Juliá subrayaron que la radicalización del PSOE y de la UGT, y las manifestaciones de sus dirigentes a favor de adueñarse del Poder por cualquier medio, no podían explicarse por la eclosión de un fascismo inexistente. De hecho, eran fenómenos cronológicamente anteriores al éxito electoral de la Unión de Derechas en noviembre de 1933. Aunque pueden rastrearse antes testimonios que simplemente reiteraban el tradicional «oportunismo revolucionario» de los socialistas, dispuestos a servirse de la legalidad en su beneficio y a romper con ella cuando obstaculizara el camino hacia su predominio total y absoluto, su radicalización coincide con el declive del Gobierno de coalición republicano-socialista que presidía Azaña y su posible sustitución por una coalición de radicales y republicanos de izquierda que desalojara al PSOE de sus puestos de poder. A lo largo de 1933, el Partido Radical, y no la derecha, continuaba siendo el gran adversario de los socialistas. Desde que se aprobara la Constitución de 1931, Alejandro Lerroux no se había cansado de repetir que era ineludible que el PSOE pasara a la oposición, pues su presencia en el Ejecutivo incrementaba el activismo sindical y la instrumentalización de la legislación laboral en beneficio de la UGT, obstaculizaba una acción más expedita de las autoridades para restablecer el orden público, en continuo deterioro, y hundía en la recesión a la economía española, al retraer toda iniciativa empresarial.

Frente al intento de los radicales de disociar a los republicanos de izquierda del PSOE, tanto Prieto como Caballero advirtieron que no tolerarían ningún cambio de orientación dentro de la «República burguesa» que supusiera perder las palancas de poder conquistadas entre 1931 y 1933, que debían facilitarles implantar progresivamente en España su utopía colectivista. Para los dirigentes socialistas, Lerroux era quien personificaba la «reacción». La CEDA no pasó al primer plano de las descalificaciones socialistas hasta su inesperado triunfo en la primera vuelta de las elecciones de noviembre de 1933.

El problema de las «interpretaciones» sobre aquel acontecimiento tiene menos que ver con la Historia que con la eclosión de la mal llamada «memoria», es decir, del relato de Estado que el PSOE y sus aliados de la izquierda y el nacionalismo pretenden imponer a los españoles

Con la excepción de Julián Besteiro, que hacía años representaba una corriente posibilista pero minoritaria y en retirada dentro del PSOE y la UGT, los socialistas reaccionaron a su derrota electoral abandonando toda pretensión de encauzar sus aspiraciones monopolísticas a través de lo que Luis Araquistáin llamaba los «instrumentos legales»4. En otras palabras, la derrota electoral conducía inexorablemente a la conquista insurreccional del Poder.

No hubo ni que esperar a que se verificara la segunda vuelta electoral, que tendría lugar el 1 de diciembre de 1933, para escuchar a Prieto exigir a Lerroux que renunciara a anudar una mayoría parlamentaria con la CEDA y los agrarios porque, ante esa eventualidad, a los socialistas no les quedaría otra opción que «levantarse revolucionariamente»5. Más consecuente con los argumentos que había manejado antes de las elecciones, Caballero se negó en otro mitin a hacer distingos entre los radicales y las derechas: «Yo digo: si se entrega el Poder a Lerroux y este gobierno por mandato de las derechas, ¿qué más me da a mí que comande el gobierno el jefe radical que Gil-Robles? Yo digo que cualquiera de las dos soluciones, Lerroux o Gil-Robles, es entregar la República a la reacción». Caballero demandó al presidente de la República que no les encargara la formación de gobierno pese a que los radicales y la CEDA habían conquistado la mayoría parlamentaria: «De lo contrario tendremos que pensar también en el alcance de las responsabilidades», que se les exigirían del mismo modo a Alcalá-Zamora como cómplice de la «reacción». Y advertía: «Si se llega a la constitución de un Parlamento y de un Gobierno, la clase obrera se encontrará a la puerta de un movimiento revolucionario en que nos lo vamos a jugar todo. ¡Todo!»6.

Estas amenazas, que se repetirían una y otra vez hasta las vísperas de la insurrección en mítines, en la prensa socialista y en las Cor- tes mismas, comenzaron, pues, antes de que Le- rroux accediera a la presidencia del Consejo de Ministros como líder de la coalición de centro- derecha, y antes incluso de que se constituyeran las Cortes salidas de las elecciones de 1933.

El debate de ideas, la defensa de determinadas causas políticas son legítimas en cualquier ciudadano y el historiador lo es. Pero cuando se ejerce de historiador debería primar el respeto a las reglas propias del oficio

Al lector puede resultarle ininteligible que los socialistas identificaran a Lerroux y Gil-Robles con un fascismo del que ambos estaban tan alejados. En realidad, en el PSOE se percibía el movimiento fascista a través de las distorsionadas lentes de los vulgarizadores del marxismo, esto es, como la última máscara defensiva de un «capitalismo burgués» próximo a quebrar. Por tanto, no englobaba sólo al «mussolinismo» o al «hitlerismo», sino a toda fuerza «burguesa» dispuesta a obstaculizar la inexorable evolución hacia una sociedad socialista. De ahí que los cuadros o la militancia del PSOE no hiciera diferencias entre «fascista» y «reaccionario»: el primero sólo era una versión más chic del segundo.

En realidad, los dirigentes socialistas eran conscientes de que esta asimilación de radicales y cedistas al fascismo era una simplificación grotesca. Y no sólo porque Besteiro y otros destacados seguidores suyos como Andrés Saborit y Trifón Gómez negaran una y otra vez, tanto en los órganos internos del PSOE y la UGT como ante la opinión pública, que cupiese deducir de los futuros gobiernos de centro-derecha ningún peligro fascista. Es que incluso el entonces «caballerista» Araquistáin, en una en- trevista para la revista Foreign Affairs, no veía posible que el fascismo italiano o el nazismo alemán pudieran arraigar en España. Aquí no existía un gran número de veteranos de guerra desocupados o de jóvenes universitarios sin futuro, y ni siquiera había un problema de desempleo voluminoso y crónico, o un fuerte nacionalismo español con reivindicaciones territoriales y un líder que pudiera encarnarlo7.

Una insurrección contra la democracia

Desde muy pronto los socialistas demostraron que sus amenazas no eran retóricas. Con Lerroux en el Poder, pero con la CEDA todavía fuera de él, Caballero desalojó a Besteiro y los suyos de la UGT y, ya en febrero de 1934, promovió un comité de coordinación revolucionaria que agrupaba al partido, el sindicato y las juventudes, con el fin de organizar y financiar una insurrección armada y de entablar conversaciones con otras fuerzas políticas para sumarlas a la acción. Prieto se adjudicó el encargo de sumar a todos aquellos militares y policías de izquierdas, numerosos entre los que habían conspirado contra la Monarquía y también entre los favorecidos por la anterior situación republicano-socialista. Las instrucciones del comité dejaban claro que el levantamiento debía presentar «todos los caracteres de una guerra civil», pues el triunfo iba a depender de «la extensión que alcance y en la violencia con que se produzca»8.

Las amenazas de Prieto y Caballero se repetirían hasta las vísperas de la insurrección en mítines, en la prensa socialista y en las Cortes mismas, y comenzaron antes de que Lerroux accediera a la presidencia del

Tan claro como esto estaba la finalidad de la insurrección, que el mismo Caballero había revelado tan pronto como en noviembre de 1933, justo antes de la segunda vuelta de las elecciones: «La clase trabajadora, al realizar ese movimiento revolucionario, será para entregar el Poder a nuestro Partido, que con él en la mano cubrirá la etapa de transición hasta el Socialismo integral en cuyo régimen encontrarán los trabajadores su emancipación total y absoluta»9. Los testimonios al respecto son abundantes y terminantes. Ni siquiera cuando, a posteriori, los republicanos de izquierda trataron de presentar, en la campaña electoral de 1936, aquella sublevación como una acción en defensa del régimen y, por ello, merecedora de la amnistía, los socialistas les siguieron por ese camino. Ofendido por los «tergiversadores democratoides» de la izquierda republicana, el diario socialista asturiano Avance aclaró que «el proletariado asturiano se alzó… para derribar, en unión de sus hermanos de clase de toda España, al Gobierno capitalista y sustituirle por el Poder de los trabajadores. No para sustituir un Gobierno republicano por otro Gobierno republicano. Y quien diga lo contrario, no dice la verdad». Julio Álvarez del Vayo ratificó que «Octubre» sólo podía interpretarse en términos de una «revolución integral de tipo socialista» y tres días después, el 12 de febrero de 1936, el propio Caballero confirmó que si «Octubre» hubiera triunfado, «habríamos transformado la República democrática burguesa en una República socialista»10. No podía ser de otra manera, atendiendo ade- más a que los socialistas se habían levantado en 1934 acompañados de partidos comunistas de diversos matices y del anarcosindicalismo asturiano, fuerzas que venían de impugnar vio- lentamente, entre 1931 y 1933, la «República burguesa» incluso en su versión izquierdista.

La sublevación era, en definitiva, contra la República, contra sus leyes e instituciones que los socialistas tan decisivamente habían contribuido a forjar, y también contra una parte de la coalición fundacional del régimen, contra Lerroux pero también contra el mismo presidente de la República, Alcalá-Zamora, al que se culpaba de haber entregado el gobierno a la «reacción». Lo que sustituiría a esa «República burguesa» era «una República federal socialista», anunciaba El Socialista el mismo día, 5 de mayo de 1934, que publicitaba también la constitución de la flamante Alianza Obrera de Madrid, coordinadora de todas las fuerzas revolucionarias de la capital de España11. El proyecto no podía estar, por tanto, más lejos de la democracia. En lugar de unas reglas de juego definidas y unos resultados inciertos, que es su significación más precisa, para Stanley G. Payne la verdadera aspiración del PSOE era «un régimen permanente de izquierdas que pu- diera ignorar las reglas de juego pero que garantizase resultados predecibles», es decir, su monopolio definitivo del Poder político12.

La participación de la izquierda republicana

La izquierda republicana no arriesgó a ninguno de sus militantes en la acción insurreccional, con la consabida excepción de los nacionalistas de la Esquerra catalana. Esto no significa, empero, que se mantuvieran al margen. Legitimaron la sublevación publicando, en el mismo momento de su estallido, unas notas en las que rompían toda relación con las instituciones republicanas. Participaron en la propaganda contra la «represión» del Gobierno radical-cedista y a favor de la amnistía para los alzados, que aplicaron de inmediato cuando recuperaron el Poder el 19 de febrero de 1936. Aprovecharon, además, la amenaza revolucionaria de la izquierda de clase para ejercer todo tipo de presiones sobre el presidente de la República, con objeto de que no entregara el Poder a los vencedores de las elecciones de 1933 y de que disolviera las nuevas Cortes incluso antes de reunidas. Después, los dirigentes de la izquierda republicana exigieron a Alcalá-Zamora que destituyera a Lerroux para entregarles el Poder y organizar unas elecciones que acabaran, por medio de una amplia coalición republicano-socialista organizada y protegida desde el Gobierno, con la mayoría de centro-derecha.

Estas acciones de presión sobre Alcalá-Zamora, que tomaron forma de verdaderos ultimátum, fueron al menos siete en total, y se llevaron en diversos momentos entre noviembre de 1933 y octubre de 193413. Eran coherentes, por lo demás, con el exclusivismo con que sus adversarios de centro y derecha pudieran gobernar. Aunque no propugnaran una utopía colectivista como la del PSOE, este sector del republicanismo no le iba a la zaga en su aspiración de instituir una República gobernada sólo por las izquierdas, en su caso a semejanza del régimen del PRI mejicano. El más persuadido de ello era, a mediados de julio de 1934, el mismísimo Alcalá-Zamora, que por entonces se convenció de que «la izquierda republicana nunca aceptaría el normal funcionamiento de su propia Constitución si eso suponía una pérdida de poder y que, a su vez, esta actitud parecía hacer casi inevitables bien una revuelta armada, bien una caída del Gobierno o ambas»14.

Pero la acción de los republicanos de izquierda no se limitó a coaccionar el ánimo del presidente de la República, haciéndole ver que su insistencia en sostener en el Poder a sus adversarios iba a precipitar la insurrección, mientras que si promovía un cambio de gobierno podría calmar a la izquierda de clase y a los nacionalistas de la Esquerra. El dirigente más caracterizado de la izquierda republicana, Azaña, participó en la conspiración insurreccional y trató de liderar una acción más ambiciosa, no muy conocida y que consignamos a modo de colofón. Para esta acción, contactó con los socialistas y con la Esquerra para proponerles una acción común. A finales de junio, había tomado forma un proyecto de «pronunciamiento civil», liderado por Azaña, con el que se pretendía forzar la mano de Alcalá-Zamora y cambiar el gobierno.

Azaña proyectaba constituir un gobierno alternativo republicano-socialista en Barcelona, al amparo de una Generalidad que se declarase en rebeldía frente al Gobierno, y reforzado por una huelga general promovida por los socialistas y sus aliados. De ahí sus terminantes declaraciones del 1 de julio de 1934 ante la prensa, que contradicen su alegato del año siguiente desentendiéndose del levantamiento: «Cataluña es el único Poder republicano que queda en pie en España» y, en consecuencia, «vamos a colocarnos en la misma situación de ánimo en que estábamos frente al régimen español en el año 1931… Unas gotas de sangre generosa regaron el suelo de la República y la República fructificó. Antes que la República convertida en sayones del fascismo o del monarquismo… preferimos cualquier catástrofe aunque nos toque perder»15. La referencia a los capitanes Galán y García Hernández, y a la insurrección de 1930, no podía ser más diáfana. Del dicho al hecho, Azaña negoció  personalmente con Prieto, De los Ríos y Caballero, y mantuvo hasta tres enlaces con una Generalidad que, durante el verano de 1934, estuvo en práctica sedición contra la República so pretexto del conflicto de la Ley de Contratos de Cultivo. Fueron el político «azañista» Carlos Esplá, integrado en el dispositivo «militar» de la Consejería de Gobernación de la Generalidad que dirigía Josep Dencás; y dos militares: Arturo Menéndez, antiguo director general de Seguridad con Azaña, y Jesús Pérez Salas, comandante del Ejército y antiguo jefe superior de Policía en Barcelona16.

El fracaso de esta acción común explica la relativa falta de conexión entre la «comuna asturiana» y el levantamiento de las Alianzas Obreras en otras partes de España con el «seis de octubre» nacionalista, y ello aunque el PSOE había dado su visto bueno a la proclamación de la República Federal por Companys

Sin embargo, a mediados de julio esa ac- ción común de altos vuelos se vino abajo. Del lado de los socialistas, Caballero vetó  cualquier gobierno republicano-socialista que se limitara a restaurar y aún a agravar las políticas del bienio de izquierdas, y se negó también a apuntalar cualquier «gobierno burgués», aunque adoptara una actitud benevolente hacia el PSOE17. Del lado de la Generalidad, la Esquerra se opuso a reconocer un gobierno exclusivamente «obrero», en línea con los objetivos maximalistas de Caballero. Además, Azaña impugnaba el propósito de Lluís Companys, azuzado por el ala separatista de su partido, de aprovechar la sublevación para dotar a Cataluña de un Estado propio en el marco de una nueva República «federativa», que estableciera con la región un vínculo confederal.

El fracaso de esta acción común explica la relativa falta de conexión entre la «comuna asturiana» y el levantamiento de las Alianzas Obreras en otras partes de España con el «seis de octubre» nacionalista, y ello aunque el PSOE había dado su visto bueno a la proclamación de la República Federal por Companys. Solidarizados en una acción puramente negativa contra el Gobierno de centro-derecha, el fracaso del proyecto azañista probablemente condenó al levantamiento a una descentralización y descoordinación que, pese a su violencia, determinaría a la postre su rotundo fracaso.

* Este artículo ha sido publicado originalmente en la revista Cuadernos FAES de Pensamiento Político. Si quiere leer otros parecidos o saber más sobre esa publicación, puede visitar su página web.

Notas

1 Manuel Álvarez Tardío, Gil Robles. Un conservador en la República, Madrid, Gota a Gota, 2016.

2 Salvador de Madariaga, España. Ensayo de Historia Contemporánea, Madrid, Espasa, 1989, p. 363.

3 Conversación sobre la Historia. Sobre Largo Caballero, Prieto y Vox. Un informe técnico. Octubre 6, 2020. https://conversacionsobrehistoria.info/2020/ 10/06/sobre-largo-caballero-prieto-y-vox-un- informe-tecnico/

El Socialista, 23-XI-1933.

El Socialista, 29-XI-1933.

El Socialista, 29-XI-1933.

7 Stanley G. Payne, El colapso de la República. Los orígenes de la Guerra Civil (1933-1936), Madrid, La Esfera de los Libros, 2005, p. 122.

8 Francisco Largo Caballero, Escritos de la Re- pública, Madrid, Editorial Pablo Iglesias, 1985, p. 95 y 98.

El Socialista, 29-XI-1933.

10 El Socialista, 7 y 13-II-1936.

11 El Socialista, 5-V-1934.

12 Stanley G. Payne, El colapso de la República. Los orígenes de la Guerra Civil (1933-1936), Madrid, La Esfera de los Libros, 2005, p. 122.

13 La descripción pormenorizada de estas ges- tiones, en Roberto Villa García, La República en las Urnas. El despertar de la democracia en España, Madrid, Marcial Pons, 2011; y Ricardo Samper. La tragedia de un liberal en la Se- gunda República, Madrid, Gota a Gota, 2023.

14 Niceto Alcalá-Zamora, Memorias, Barcelona, Planeta, 1977, 277-278. Stanley G. Payne, El colapso de la República. Los orígenes de la Guerra Civil (1933-1936), Madrid, La Esfera de los Libros, 2005, p. 129.

15  El Socialista, 3-VII-1934.

16 Jesús Pérez Salas, Guerra en España, Cór- doba, Almuzara, 2019.

17 Francisco Largo Caballero, Escritos de la Re- pública, Madrid, Editorial Pablo Iglesias, 1985, p. 111-116.

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