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Paul Preston y la 'traición' británica a la República

‘La pérfida Albion’, sobre el papel de Londres en la guerra civil, es una historia militante que condena más que expone

Paul Preston y la ‘traición’ británica a la República

El historiador e hispanista británico Paul Preston. | Wikimedia Commons

La pérfida Albión es una vieja expresión denigratoria para referirse a Inglaterra, que suele hacerse extensiva al Reino Unido y los británicos en general. También ellos tienen su leyenda negra, claro, no vamos a ser solo los españoles. No procede esa caracterización de la rivalidad hispano-inglesa, como en principio pudiera creerse: se atribuye su creación al polígrafo Augustin Louis de Ximénès (1793), pero lo importante es que se extiende en la etapa de las guerras napoleónicas, es decir, en el contexto de las luchas por la hegemonía en el Viejo Continente. Ahora bien, es verdad que en nuestro país, por razones obvias, se acogió con fruición y muchos la recuerdan y la asocian a la propaganda y retórica franquistas.

Pero también se ha usado desde la perspectiva ideológica opuesta: para un planteamiento sedicente progresista, nada mejor que ese sintagma para caracterizar lo que reputan de actitud hipócrita –cobarde y miserable, añadirán otros enseguida– de Gran Bretaña ante la guerra civil española. Aplican esos calificativos, en concreto, por su inhibición ante las peticiones de ayuda del Gobierno legítimo de la República. Hace ya casi tres décadas, el gran especialista en el tema, Enrique Moradiellos, publicaba el que sigue siendo el mejor estudio de la actitud británica ante la guerra con el título de La perfidia de Albión (Siglo XXI, 1996).

Ahora es un inglés quien la utiliza como reclamo editorial: La pérfida Albión. El contradictorio papel británico en la guerra civil española (Debate). Y el inglés en cuestión no es un escritor cualquiera sino un historiador de prestigio, nada menos que Paul Preston. Y no, no es cosa de la versión española. Está en el título original: Perfidious Albion. ¿Hace suyo el calificativo Paul Preston? ¿Reconoce como pérfida la actitud británica en la guerra civil española? ¿Asume con ello las críticas a los gobiernos conservadores del Reino Unido que se hicieron en su momento desde las instancias republicanas y que repiten hoy quienes desde la historia y la memoria se sitúan en la misma línea interpretativa?

No se trata tan solo de la atribución de culpabilidad –mayor o menor– a una potencia extranjera de la tragedia que se desarrollaba en el ruedo ibérico. Eso aquí en cierto modo no es más que una cuestión previa, pues ya el propio título lo dilucida y sanciona. Lo que resulta más relevante cuando se adopta este enfoque es establecer el grado de responsabilidad de esa actitud foránea en el curso de los acontecimientos. Dicho más claramente: ¿fue determinante la actitud británica para el desenlace de la contienda civil, o sea, para la victoria de los sublevados y la derrota del gobierno legítimo?

Llegados a este punto y antes de contestar a ese interrogante, hay que aclarar dos cosas. La primera y más importante es que Preston no ha dedicado al tema un volumen de nuevo cuño, una investigación monográfica original, sino que ha compendiado un conjunto de artículos previos, distintos entre sí, cuyo nexo común es la guerra civil española. Hasta ahí nada que objetar, es una práctica común. Pero no se espere, por lo tanto, un desarrollo en profundidad de lo que parece anunciar el título. La segunda puede parecer ociosa a los expertos en el tema y, sobre todo, a los conocedores de la trayectoria bibliográfica de Preston, pero merece una mención específica por sus consecuencias en este caso concreto.

Maniqueísmo

El historiador de Liverpool plantea, ya incluso como premisa, una contraposición tan absoluta y radical entre los bandos en litigio –entre República y facciosos, o sea, entre justicia y barbarie–, que sus argumentos y, por descontado, sus conclusiones, se abocan a un maniqueísmo que prescinde de toda suerte de matices. No es extraño por ello que, de principio a fin, la actitud británica se juzgue –y condene, conviene subrayarlo– en términos tan contundentes como auténtica «traición» a la causa legítima de la República. Incluso aunque se aceptara el veredicto, quedarían por examinar como mínimo con un cierto detenimiento las causas y condicionantes de tal actitud. Aunque solo fuera para tratar de entenderlas –no solo condenarlas- en las coordenadas del convulso momento histórico en que se producen.

Teniendo en cuenta esas notas distintivas, retomemos la cuestión principal: hasta qué punto fue decisiva la no-beligerancia británica (la francesa solo aparece de refilón). «Son muchas las razones por las que el general Franco ganó la guerra», reconoce Preston. A continuación menciona algunas de ellas, sin profundizar: tenía el control del ejército colonial, el grueso del cuerpo de oficiales se había decantado a su favor, había sabido manejar bien la propaganda contra la jaleada ferocidad izquierdista y, en fin, a diferencia de los republicanos, «consiguió imponer un mando central sobre sus fuerzas». Son, podría bien decirse, las razones intrínsecas al escenario español.

Pero la guerra civil estalla en un ambiente prebélico en el Viejo Continente. Se inserta en una efervescencia internacional que la fagocita, haciendo del conflicto español la primera fase de una nueva guerra, no ya europea, sino mundial, de proporciones inéditas. Dicho ambiente convulso alimenta la catástrofe ibérica y la transforma en algo muy distinto, un ensayo en el que empiezan a medir sus fuerzas las potencias fascistas (Italia y Alemania) y en el que termina por implicarse la URSS de Stalin. Muchos historiadores españoles, en la estela de las aportaciones de Ángel Viñas, consideran que la intervención de Mussolini y Hitler fue decisiva para el triunfo de Franco.

El Reino Unido –como Francia, pero esta a escala más dubitativa– consideraba que el equilibrio europeo era tan inestable que el menor paso en falso podría precipitar las hostilidades generalizadas. Su obsesión era evitar a toda costa todo aquello que Hitler pudiera tomar, no ya como provocación, sino como simple excusa. De hecho, el conjunto de su política de apaciguamiento apenas tenía nada que ver con lo que sucedía en la Península Ibérica. Esta tendencia del Gobierno conservador de Stanley Baldwin fue continuada (aumentada incluso) por su sucesor, Neville Chamberlain, que ha pasado a la historia –Churchil dixit– por su humillante entreguismo ante el Tercer Reich: «Os dieron a elegir entre el deshonor o la guerra. Elegisteis el deshonor y ahora tendréis la guerra».

Hipocresía conservadora

Preston menciona estas líneas de conducta, pero lo más destacable de su análisis es su insistencia en el componente ideológico de la no intervención. Los gobiernos conservadores británicos habían tomado partido, sabían quiénes eran sus afines y quiénes debían ganar –a costa de lo que fuese– la feroz guerra de España. Eran tan pusilánimes, o incluso cobardes, que no se atrevían a decirlo alto y claro, y mucho menos osaban hacer nada que los delatase.

Pero bajo cuerda sí que hicieron gestiones diplomáticas, promovieron acuerdos, mintieron y presionaron, para que triunfasen los insurrectos. Puede que Franco no fuera exactamente santo de su devoción, pero era con diferencia el mal menor, frente a socialistas, comunistas, izquierdistas… y la Unión Soviética.

Pese al título, este libro no descalifica tanto a Gran Bretaña en conjunto como a sus gobiernos conservadores. Otros capítulos del volumen destacan aspectos más amistosos de ciudadanos o agrupaciones británicas hacia la República. Lo que subleva a Preston es la «doblez» e «hipocresía» de los tories, escudándose en una «neutralidad» que nunca fue tal: «la deslealtad de Gran Bretaña hacia la República» fue una constante, de principio a fin. Con aspectos tan siniestros –«humillación impuesta a la República»– como «impedir la evacuación de los republicanos que huían de la venganza franquista». Preston hace a las autoridades británicas responsables en grado de cooperación con la represión franquista: la propia «traición de Casado», al final de la guerra, fue «patrocinada por los británicos» y «abrió el camino a la represión masiva».

En definitiva, todo esto explica igualmente su propia posición: Preston, más que exponer, se afana en juzgar y condenar en nombre de la justicia y legitimidad de una causa. Es un criterio respetable, pero quizá una historia menos militante hubiera iluminado otras vertientes y enriquecido así la comprensión de una realidad que se resiste a los esquemas apriorísticos.

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