THE OBJECTIVE
Historias de la historia

Los Mussolini, una familia trágica

«El nombre de Mussolini sigue sonando en Italia. Sin embargo, no hay que olvidar que la familia del Duce terminó como en una tragedia griega»

Los Mussolini, una familia trágica

Los cuerpos profanados de Mussolini y Clara Petacci (2º y 3º por la izquierda) cuelgan como animales en la Plaza de Loreto de Milán.

Franco tenía un «cuñadísimo», Serrano Suñer, y Mussolini tenía un «yernísimo», el conde Ciano. Ambos eran tipos brillantes, atractivos y ambiciosos, aunque tuvieron un final muy diferente. Cuando Serrano Suñer cayó del pedestal donde lo había puesto Franco, se fue a su casa y vivió hasta los 100 años en la nostalgia del omnímodo poder que tuvo y perdió. Cuando el infortunio se abatió sobre Ciano, lo ataron a una silla y lo fusilaron por la espalda.

Benito Mussolini, inventor de una nueva concepción política llamada fascismo, tras una etapa de agitación callejera llegó inesperadamente al poder en 1922, con un golpe de estado de opereta, o habría que decir de «opera buffa», ya que estamos en Italia. Las fuerzas económicas, empresarios y terratenientes, y el Vaticano promocionaron a aquel personaje que prometió orden y progreso para Italia, y los trajo en efecto, aunque fuera a costa de sacrificar la democracia. También tenía en su agenda política hacer las paces con Iglesia, que desde la unificación de Italia en el siglo XIX excomulgaba a los reyes de la dinastía Saboya. Y lo logró, creando esa curiosidad geopolítica que es Ciudad del Vaticano, el estado soberano más pequeño del mundo.

A finales de los años 20 Mussolini podía estar satisfecho: había consolidado su poder dictatorial, el pueblo lo aceptaba como su jefe natural (Duce en italiano es lo mismo que jefe), la alta sociedad lo adulaba, la Iglesia lo bendecía y el rey se plegaba a sus caprichos. Sin embargo el amo de Italia no controlaba su propia casa.

Tenía una hija, Edda, la mayor de sus cinco vástagos, de carácter difícil, rebelde y un punto autodestructivo. Un informe de la policía de 1929 informaba al preocupado padre de que su hija frecuentaba «cazadores de fortuna, manirrotos y drogadictos» y que «aparentemente es alérgica a los jóvenes convenientes».

Para cortar radicalmente con las malas compañías, Mussolini mandó a su hija en un largo crucero a la India y empezó la búsqueda de un «joven conveniente». El elegido fue el conde Galeazzo Ciano, un diplomático de carrera y fascista de corazón, que había participado en la Marcha sobre Roma. Además era de familia rica y noble, y su padre, el almirante Ciano, era un héroe de la Primera Guerra Mundial y también fascista. Por si fuera poco Ciano tenía la guapura que sólo alcanzan los hombres italianos y era un dandy. 

Dicho y hecho, en 1930 se casaron y se fueron a vivir a China, pues Ciano desempeñaba un puesto diplomático en Shanghai. Parece que esos fueron los mejores años de su vida para Eda, Shanghai era un paraíso para europeos con dinero y ganas de divertirse. Tuvieron su primer hijo allí, pero a la vez mantenían relaciones extramatrimoniales sin complejos, era una pareja libre. Lo malo es que en aquel ambiente Eda se hizo ludópata y alcohólica.

Cuando volvieron a Italia, el conde Ciano se convirtió en uno de los altos jerarcas del Estado Fascista y Edda en la «primera dama» del régimen, pues su madre, Donna Rachelle, una mujer sencilla y sin ambiciones, pero harta de las infidelidades de su marido, se negaba a acompañar a Mussolini en los actos oficiales. En la práctica, Mussolini y su esposa estaban divorciados.

Ciano fue primero ministro de Prensa y Propaganda, y a partir de 1936 de Asuntos Exteriores. Participó como aviador voluntario en la conquista de Abisinia y fue el principal responsable de la intervención de Italia en la Guerra Civil Española. Pese a ello, no era un belicista insensato, y se opuso a que Italia entrase en la Segunda Guerra Mundial, porque pensaba que su ejército no estaba preparado, que su economía no lo resistiría, y que en suma sería un catástrofe para Italia, como así fue.

Edda apoyó activamente a su esposo en esta postura, pero ni uno ni otra convencieron a Mussolini, que se encandiló con los éxitos militares alemanes y pensó que entraba en una guerra ya ganada. Para Italia, sin embargo, fue una serie de derrotas frente a griegos, abisinios, ingleses y rusos.

Hitler, que al principio de su carrera política consideraba a Mussolini el modelo a seguir, resultó ser un aliado tóxico, dominando poco a poco la voluntad de Mussolini, que incluso dictó leyes contra los judíos, cuando al principio del Fascismo había tenido el apoyo de bastantes judíos adinerados. En 1943 el Führer consiguió deshacerse de aquel incómodo Pepito Grillo que era Ciano, forzando a Mussolini a echarlo del Ministerio de Exteriores.

Como compensación por el despido, el Duce nombró a Ciano embajador ante la Santa Sede, y desde el Vaticano Ciano y Edda comenzaron a conspirar contra el padre-suegro. Ciano participó el complot con el rey Víctor Manuel y el ejército, y tuvo un papel en la rebelión del Gran Consejo Fascista, el máximo órgano del Estado Fascista, que en la noche del 24 al 25 de julio de 1943 le «retiró los poderes» a Mussolini

Al día siguiente, cuando Mussolini fue a ver al rey para entregarle los poderes, el pequeño Víctor Manuel -medía apenas metro y medio- que tantas veces se había plegado a la aplastante voluntad del Duce, se tomó la revancha y ordenó detenerlo.

Se había puesto en marcha el sangriento final de aquella familia que había dominado Italia durante más de 20 años, la tragedia griega en su expresión más brutal, padres contra hijos, castigos despiadados de los dioses, sangre y muerte para reyes y príncipes.

Guillotina

«La guillotina nos espera», había vaticinado Edda Mussolini asumiendo el papel de Casandra, aquella hija del rey de Troya que advirtió a su familia del terrible final de la Guerra de Troya. Pero Edda no era mujer que se quedase esperando al destino aciago sin hacer nada. Cuando vio que detenían a su padre, pese a que su marido estaba en el bando de los conspiradores, le dijo «hay que salir de Italia».

Edda tomó las riendas. Huirían a España, donde Franco estaba obligado a protegerlos, puesto que Ciano había sido el impulsor de la intervención italiana en la Guerra Civil, 78.000 soldados perfectamente armados y equipados que, al principio de la contienda, fueron un apoyo notable para el bando nacional. 

La idea era buena, pero su ejecución fue desastrosa, porque Edda encontró un vuelo Italia-España en un avión alemán que, a mitad de camino, cuando informó a Berlín de quién llevaba a bordo, recibió orden de cambiar de destino. De esta manera el conde Ciano y la hija de Mussolini aterrizaron en Alemania, donde les informaron que eran «huéspedes del Führer».

Pero no eran huéspedes, sino prisioneros. Benito Mussolini, en cambio, dejó de serlo cuando el nuevo gobierno italiano, presidido por el general Badoglio, realizó un asombroso cambio de chaqueta y firmó un armisticio con los aliados. En consecuencia Alemania consideró enemiga a Italia y la atacó. El rey y el gobierno Badoglio huyeron, los alemanes ocuparon Roma, y un comando de paracaidistas dio un espectacular golpe de mano para liberar a Mussolini, que estaba preso en secreto en un recóndito hotel de montaña en los Apeninos.

Pero el hombre que rescataron los paracaidistas no era ya el Duce, era un anciano enfermo física y moralmente, una sombra de lo que había sido Benito Mussolini. Hitler, que en tiempos lo había admirado, lo puso al frente de una entelequia, la República Social Italiana, un estado fascista en el Norte de Italia que no mandaba en nada, porque los que mandaban en su territorio eran los alemanes.

Para lo único que sirvió la República Social Italiana fue para montar «el Proceso de Verona» contra los altos capitostes del Gran Consejo Fascista que habían votado a favor de la destitución del Duce. Los traidores habían sido 19, pero solamente lograron capturar a seis, incluido el conde Ciano, entregado por Hitler a su viejo amigo Mussolini como una ofrenda sacrificial. Edda intentó con toda su alma conseguir el indulto de su padre, pero después de darle tantos caprichos y consentirle tantas diabluras durante toda su vida, Mussolini se mostró esta vez inconmovible ante los llantos y gritos de su hija.

El 11 de enero de 1944, el conde Galeazzo Ciano, la figura más atractiva del Fascimo, el yernísimo de Mussolini, fue fusilado junto a los otros cinco procesados de Verona, atados todos ellos a sillas, dando la espalda al pelotón de fusilamiento, menos Ciano, que en un último gesto de chulería volvió la cabeza para mirar al pelotón de fusilamiento.

Mussolini no había demostrado piedad, y tampoco la tendría con él la Historia. El ejército alemán combatió con uñas y dientes por Italia, y fue retrocediendo sus líneas hacia el Norte poco a poco. Pero a finales de abril de 1945 ya no le quedaba más Italia a sus espaldas. Berlín estaba medio ocupado ya por los soviéticos, y Hitler tardaría poco en suicidarse cuando el mando militar alemán en Italia negoció la rendición.

Mussolini se había ido retirando hacia el Norte con los alemanes, llevando consigo a «su otra familia», es decir su amante Clara Petacci. Se habían conocido en 1932, cuando ella tenía 20 años y él casi 50, y era bellísima, distinguida e inteligente. Además estaba sinceramente enamorado de Mussolini y, como si fuera una esposa casada por la Iglesia, decidió acompañarlo en la desgracia.

El 27 de abril de 1945, cuando intentaba escapar de Italia disfrazado de soldado, Mussolini fue identificado y detenido por un grupo de partisanos comunistas. Al día siguiente, sin molestarse en montar una farsa de juicio, el jefe de los partisanos, coronel Walter, veterano de las Brigadas Internacionales en la Guerra de España, cogió una metralleta y, al borde de la carretera, acribilló a tiros a Mussolini y a Clara.

Pero la tragedia griega en su expresión más brutal no termina aquí, va más allá de la muerte. Al día siguiente llevaron los cadáveres a Milán, donde fueron objeto de todo tipo de profanaciones, incluso se mearon sobre ellos. Finalmente los colgaron por los pies en la Plaza de Loreto, como si fueran reses sacrificadas en el matadero.

Cuando Hitler se enteró, horrorizado pese a todo lo que había vivido en la guerra, dijo: «A mí no me van a hacer eso». Y dio órdenes estrictas de que quemaran su cuerpo con gasolina después de suicidarse.

Publicidad
MyTO

Crea tu cuenta en The Objective

Mostrar contraseña
Mostrar contraseña

Recupera tu contraseña

Ingresa el correo electrónico con el que te registraste en The Objective

L M M J V S D