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¿Puede estar cambiando algo en el cine español?

Films como ‘La infiltrada’, ‘La estrella azul’, ‘Por donde pasa el silencio’ o ‘La virgen roja’ desafían el discurso hegemónico

¿Puede estar cambiando algo en el cine español?

Nausicaa Bonnín y Víctor Clavijo en 'La infiltrada'. | Beta Fiction Spain

Como todo el mundo sabe, en la edición de los Goya 2025 ha ocurrido algo inédito: por vez primera el premio a la mejor película se ha concedido ex aequo. Por un lado, a El 47, dirigida por Marcel Barrera, y, por otro, a La infiltrada, de la realizadora Arantxa Echevarría. ¿Podría decirse que ello representa una vela a Dios y otra al diablo? Si consideramos al diablo un tributo voluntarista al cine que se ha estado haciendo en este país en los últimos años, la película de Barrera reúne ciertamente todas las características para serlo; si, por el contrario, concebimos la posibilidad de una forma diferente de entender la función del cine en la sociedad (y, como consecuencia de ello, el modo de hacerlo), La infiltrada podría representar una opción de futuro.

Ambas películas tienen una importante carga ideológica, pero mientras en El 47, siguiendo el patrón, al parecer, de obligado cumplimiento en nuestro cine, supedita a ello (con las consecuencias deletéreas que lleva en términos estéticos) el resto de sus elementos, la película de Arantxa Echevarría usa lo ideológico como un instrumento muy sutil que insufla vida a los aspectos verdaderamente artísticos, que son finalmente los que prevalecen. El resultado es que, estando las dos películas basadas en hechos reales, la de Barrera nos parece una fábula naif ad maiore gloriam del progresismo nacionalista (valga el oxímoron), mientras que la de Echevarría es un prodigio de verosimilitud que transmitiría la misma impresión de verdad aunque nada de lo que cuenta hubiera ocurrido.

En donde mejor se aprecia esta diferencia de perspectivas es tal vez en las interpretaciones de los respectivos protagonistas: Carolina Yuste, la actriz que encarna a la policía infiltrada, nos regala una conmovedora interpretación llena de sutileza y verdad que inunda la pantalla; a su lado, el gran Eduard Fernández, uno de nuestros actores más reivindicables (en un panorama, por cierto, en el que no podemos sacar mucho pecho), aparece como un estereotipo de trazo grueso al que es difícil otorgar credibilidad alguna.

La infiltrada es cine en sentido estricto, que enamora al espectador no sólo por la historia que cuenta, sino por la forma en que lo hace (el guion es magnífico), así como por la complejidad de los personajes y las situaciones que presenta. Mención aparte merece, en un paisaje tan degradado moralmente como el del cine español, el recordatorio de que ETA fue derrotada por las fuerzas policiales del Estado democrático y no por componendas políticas de legitimación de los criminales.

Frente a esto, en El 47 se aparece como un film en el que todo está organizado para apelar al imaginario instintivo del espectador, a los mecanismos de identificación automáticos, incurriendo en aquello que Ortega, de cuya La deshumanización del arte se cumple ahora un siglo, decía que debe huir el arte por sistema. Como es habitual en nuestro cine, aquí los policías son charnegos hirsutos y cejijuntos que contrastan con unos inmigrantes buenos (alguien ha hablado del síndrome del Tío Tom) que aspiran con fervor a la integración en el paradigma preceptivo, y que se olvidan de sus orígenes hasta el punto de recibir al autobús, en una de las escenas más sonrojantes que recuerdo, a ritmo de sardana, gigantes y cabezudos.

«Si ‘La estrella azul’ hubiera compartido premio con ‘La infiltrada’ en el lugar de ‘El 47’ el cine español se hubiera hecho un favor a sí mismo»

Ahora bien, si estas líneas hubieran estado escritas cualquier otro año, hasta aquí habríamos llegado: diríamos que La infiltrada ha caído en la ceremonia de los Goya 2025 como un exótico meteorito en una tierra baldía y nos retiraríamos a ver cine de cualquier otro país, tal y como acostumbra a hacer por lo general el espectador español. Pero este año han ocurrido cosas que, tal vez, podrían hacernos pensar, en una borrachera de optimismo, que algo dentro de nuestro cine está cambiando. Si están variando los vientos políticos, si parece que estamos asistiendo al principio del fin de la cultura woke, si donde antes nadie se atrevía a decir que esa presunta mujer es un hombre, ahora se dice, ¿por qué no íbamos a poder concebir esperanzas de cambios para esa cámara herméticamente aislada de la realidad tras un muro de nutridas subvenciones que es el llamado cine español (único lugar, por cierto, en el que la izquierda no se avergüenza de decir su gentilicio)?

En la sección de mejor dirección novel se llevó el premio el director aragonés Javier Macipe por La estrella azul. Como dijo Macipe a ritmo de tango en su discurso de agradecimiento, «cualquier director sabe que el cine es un milagro». Y, desde luego, su película lo es: una milagrosa florecilla que ha brotado de pronto en el aburrido yermo de la cinematografía hispana. De hecho, si esta película hubiera compartido premio con La infiltrada en el lugar de El 47, el cine español se hubiera hecho un favor a sí mismo. Pero es que además en el mismo apartado se encontraba agazapada otra grata sorpresa, Por donde pasa el silencio, primera película de la realizadora andaluza Sandra Romero, una obra que, contra lo que nos tiene acostumbrado el cine patrio, rezuma verdad a raudales. Es una verdad unas veces sórdida y otras fea, pero de la que también brotan gloriosos momentos de humor, ternura y fraternidad.

Queda, por último, una película que, a pesar de su calidad, era previsible que no recogiera ningún galardón de importancia, toda vez que es otro de esos films que, ya sea de forma consciente o inconsciente, viene a romper el discurso preceptivo del progresismo vigente. La virgen roja, de Paula Ortiz, es una obra genuinamente feminista, pero que tiene el valor de denunciar, en tiempos en los que el feminismo hegemónico se ha convertido una amenaza para la libertad de los individuos (e individuas), el peligro que representa toda ideología, por más intenciones de emancipación que crea albergar, cuando se despega de sus orígenes y se convierte en una forma de fanatismo sin conexiones con la vida. En la España actual la posibilidad de un feminismo genuinamente progresista resulta algo tan sumamente incómodo que es mucho mejor relegarlo a algún lugar apartado en el que no moleste mucho. Tal es lo que ha hecho la Academia con La virgen roja.

Con este ramillete de películas excelentes ya podríamos darnos con un canto en los dientes, pero a ello que hay añadirle el contundente discurso que la productora de La infiltrada les infligió a los profesionales del cine patrio, tan proclives a la defensa de causas remotas como a guardar silencio ante las embestidas que frente a sus narices (Pedro Sánchez estaba en la ceremonia de cuerpo presente) sufre nuestra democracia.

Por eso, tal vez sea demasiado pronto para lanzar las campanas al vuelo, toda vez que estamos hablando de un submundo en el que, más que aspiraciones verdaderamente creativas, lo que predominan son oscuros intereses clientelares, pero ¿no podría ocurrir que, después de tantos años de asfixiante uniformidad ideológica y malas películas, pueda estar surgiendo una generación de directores jóvenes cuyo único objetivo no sea otro que el de hacer buen cine sin adoctrinar a nadie y reencontrarse con sus espectadores naturales? Con un poco de suerte, podremos volver a ver en las pantallas, en vez de esa realidad por lo general triste y sórdida en la que la gente habla en un tono inaudible, un país que se parezca al que vivimos. Tal vez entonces el cine español volverá a ser nuestro cine.

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