El año Ravel
«Su grado de innovación y originalidad es tan extremo que todavía no lo hemos asimilado del todo»

Teclas de un piano, imagen de archivo. | Europa Press
Bienvenidos sean los absurdos aniversarios cuando sirven para recordarnos la importancia de algún artista nunca suficientemente loado, cual es el caso de Maurice Ravel (1875-1937), de cuyo nacimiento se cumplieron ciento cincuenta años el pasado 7 de marzo. Ravel es uno de esos milagros que surgen una vez cada varios siglos en el seno de una cultura. Su grado de innovación y originalidad es tan extremo que todavía no lo hemos asimilado del todo, acostumbrados a prestar oído a otras revoluciones más aparentes y quizá por ello más superficiales. Como dijo el compositor vanguardista Morton Feldman en una conferencia impartida en Darmstadt en 1984, tal vez los músicos que nos parecían más convencionales son en realidad los más rupturistas.
El nombre de Ravel ha quedado asociado para siempre a su composición más popular, el Bolero (1928), escrito para la bailarina rusa Ida Rubinstein. Aunque se ha tocado hasta la saciedad y ha sonado de las formas más atroces, se trata de una pieza maestra en la que Ravel demuestra su especial virtuosismo en la instrumentación orquestal. La ejecución es todo un reto para los directores, especialmente en lo que se refiere al tempo, cuestión controvertida desde su estreno. El secreto está en cómo hacer que una sola melodía –que su autor inventó tocando el piano con un solo dedo– se repita constantemente sin sonar monótona y dando al mismo tiempo la impresión de desarrollo y devenir, todo ello envuelto en una electrizante atmósfera erótica. Pierre Boulez –el director ideal para este compositor– hizo una de las mejores versiones al frente de la Filarmónica de Berlín.
El Bolero también sirve para entender las raíces artísticas de Ravel, nacido en Ciboure, en el País Vasco francés. Aunque la familia se trasladó enseguida a París, el compositor estuvo siempre muy unido a su madre, descendiente de una vieja familia española. Según cuenta Arbie Orenstein en su clásica monografía, la madre le transmitió a su hijo el gusto por el folklore musical hispánico. De hecho, una de sus primeras composiciones se tituló Habanera, para dos pianos, que luego él mismo orquestaría maravillosamente como uno de los movimientos de su Rapsodia española. (Otro ejemplo de su genio fue la adaptación orquestal que hizo de Cuadros para una exposición de Mussorgsky).
Que los franceses han escrito la mejor música española es un tópico y una verdad a medias, pero en el caso de Ravel es cierto que su oído consiguió articular el espíritu popular de nuestro país en un lenguaje nuevo gracias al cual aquel adquirió una complejidad formal inédita. Desde la temprana Pavana para una infanta difunta, la Alborada del gracioso, la comedia La hora española o las tardías y bellísimas canciones basadas en Don Quijote, la imaginería mítica de España alienta en buena parte de una obra caracterizada por el eclecticismo y el mestizaje. Decía Ortega que nuestra cultura nunca se había sentido a gusto en la modernidad, como una planta que no se adaptara a un clima extraño, en parte por el rechazo a la subjetividad, asunto fascinante donde los haya. Pues bien, Ravel consiguió inventar una España sonora moderna gracias al poder de su imaginación, que en realidad debía muy poco a su experiencia, pues solo pisó esta tierra muy tarde en su vida. Si Winckelmann inventó Grecia, donde nunca puso los pies, y Stendhal Italia, se podría decir que la imagen romántica de España fue creada en buena medida por los músicos franceses, de Bizet a
Debussy y el propio Ravel. Luego un compositor tan grande como Manuel de Falla podrá aprovechar ese acerbo y hacer el viaje de vuelta de París a Andalucía.
Ravel fue una personalidad bastante extraña. Célibe durante toda su vida –no se le conoce ningún amorío–, devoto de su madre y de unos cuantos amigos, como el pianista Ricardo Viñes, vestía como un dandi, con vistosos trajes que destacaban en medio de una moda más bien sobria. Discípulo de Gabriel Fauré, muy pronto fue reconocido como uno de los mejores compositores de su generación, atento a la estética «liberada» de Chabrier, Satie y por supuesto de Debussy, a quien a su vez también influyó. El primer Ravel, hasta digamos la Gran Guerra, puede verse como un autor simbolista, heredero del imaginario que va de Baudelaire y Poe hasta Rimbaud y Mallarmé. Hay en sus mejores composiciones de esa época –como la célebre Pavana, Ma mère l’Oye (Mi madre, la oca), Miroirs o Gaspard de la nuit– una mezcla de inocencia y malditismo, de gusto por lo gótico y lo exótico que se inscribe naturalmente en la estética simbolista. Su capacidad para crear melodías inolvidables, como la de Ma mère l’Oye, ese cuento para niños que a la vez es la música de los sueños perdidos de los adultos, sería el epítome de ello.
Tras la guerra y el final de la belle époque, Ravel, como muchos artistas del momento, evolucionó hacia un tono más expresionista y sombrío. Antes del desastre, había compuesto música para ballet por encargo del célebre coreógrafo Serguéi Diáguilev, como el maravilloso Daphnis et Chloé, aún transido de felicidad, pero luego La Valse, que inicialmente iba a ser un homenaje a Johann Strauss y la atmósfera vienesa, terminó siendo una escalofriante puesta en escena del colapso de una civilización, comparable a lo que por aquellos mismos años iba a hacer en poesía T. S. Eliot con La tierra baldía. El simbolismo se había dado la vuelta para expresar tanto la imposibilidad del canto como del baile. No es raro que Diáguilev se negara a coreografiar la partitura, alegando que aquello no era un ballet. Por eso nos ha quedado como un poema sinfónico. La suite para piano Le tombeau de Couperin sería a su vez un homenaje a varios amigos muertos en las trincheras.
Los años de entreguerras fueron los de la gloria de Ravel, reconocido en Francia, en Europa y en Estados Unidos como el gran compositor del siglo. Sus dos obras maestras tardías, el concierto en sol y el concierto para la mano izquierda –escrito para el pianista Paul Wittgenstein, que se había quedado manco en la guerra– constituyen la culminación y la depuración de un estilo que terminó acusando la influencia del jazz y de compositores como George Gershwin. Esos dos conciertos para piano y las canciones de Don Quijote acabaron por ser su testamento. A partir de 1933, Ravel mostró síntomas de una extraña enfermedad neuronal, una demencia que lo condenó al silencio. Murió en 1937 a los sesenta y dos años, a tiempo para no ver la siguiente carnicería.
Este año, su aniversario nos traerá numerosas grabaciones nuevas, algo que siempre es de agradecer. Deutsche Gramophon acaba de sacar la integral de las obras para piano y los dos conciertos tocados por Seong-Jin Cho (1994), un joven surcoreano, estrella ascendente en el panorama mundial. El resultado es desigual. En las piezas para teclado tiene algunos momentos en que su virtuosismo consigue alzar el vuelo –en la Pavana o en el Jeux d’eau, por ejemplo–, pero en otras ese mismo alarde técnico se queda en mera exhibición vacía. Así en «Scarbo», la tercera parte de Gaspard de la nuit («El tesorero de la noche»), en la que Ravel quiso representar los saltos y las travesuras de un duendecillo –dentro del encuentro con el diablo que es toda la suite–, haciendo, en sus propias palabras, una «transcripción orquestal para piano», el juego de luces y claros del principio, con su ominosa y lenta tensión, se convierte en un puro ejercicio de habilidad digital, sin la carga de profundidad que uno puede apreciar en la grabación canónica de Samson François, pongamos por caso.
La decepción ya es total en el caso de los dos conciertos, que siempre son una prueba de fuego para cualquier solista. El concierto en sol en particular requiere de un dominio de los distintos registros, desde el más jazzístico y lúdico –donde resuena toda la experiencia del autor con el ballet y en el que se funden todas sus influencias como en estado de gracia– hasta el más introspectivo y lírico del segundo movimiento, uno de los momentos más altos de la música de todos los tiempos. Seong-Jin Cho, bien acompañado por Andris Nelsons al frente de la sinfónica de Boston –que a veces parece dejarlo solo ante el peligro–, no consigue más que hacer un ejercicio rutinario, desprovisto del riesgo y el vértigo que caracteriza a esa partitura como mise en abyme dentro de la obra de su autor. Lo mismo ocurre con el concierto para la mano izquierda, una obra caracterizada por una especie de mutilación espiritual que en ningún momento aflora en la rendición sosa y a lo sumo esforzada del joven coreano, a quien se le podría aplicar aquello que decía el anciano Arthur Rubinstein a algunos de sus alumnos: «Su técnica es perfecta, pero ¿dónde está la música?». Por suerte, Seong-Jin Cho tiene toda una vida por delante para enmendarse.
La mejor grabación de las piezas para piano probablemente sea la de Samson François (Erato), que también incluye los dos conciertos, fabulosamente dirigidos por André Cluytens. También es muy recomendable la integral más reciente de Alexandre
Tharaud (Harmonia Mundi). Aunque cuando se habla de Ravel, resulta inevitable volver a la prodigiosa versión que del concierto en sol, sobre todo, hizo Arturo Benedetti Michelangeli, uno de los pianistas más radicales del pasado siglo, capaz de pasarse horas afinando el instrumento hasta conseguir el sonido perfecto. Hay un disco en particular –con el concierto en sol y que también incluye el cuarto de Rachmaninov (EMI Classics), en el que Michelangeli toca acompañado por Ettore Gracis al frente de la Philarmonia–, que no tiene parangón. Para saber lo que es la perfección musical uno tiene que atender una y otra vez a la inexplicable maravilla de aquel pianista irrepetible dominando todo el universo sonoro de Ravel sin un solo fallo y dando a la música una amplitud inexplorada. No es raro que Michelangeli se llevara tan bien con Sergiu Celibidache, su equivalente en la dirección orquestal y con quien tocó varias veces el concierto en sol.
Otras versiones recomendables del mismo concierto son la de Leonard Bernstein –que lo bordaba dirigiendo desde el teclado–, y la de Alicia de Larrocha, que en la grabación que hizo en 1974 con Lawrence Foster y la Filarmónica de Londres teje el adagio con una delicadeza genuina y asombrosa. Unos y otros rinden homenaje a lo que el propio Ravel, apropiándose de unas palabras de Mozart, dijo sobre su arte. La música, decía, puede abordarlo todo, intentarlo y pintarlo todo, a condición de que siga encantando y permanezca en fin y para siempre la música. Toujours la musique sería pues la mejor y más exacta definición de Maurice Ravel.
Enlaces recomendados:
Aquí los dos álbumes de Seong-Jin Cho:
Aquí la muy recomendable integral de Samson François:
Y aquí el concierto en sol de Arturo Benedetti Michelangeli:
Para cerrar, este vídeo de Michelangeli tocando con Celibidache el concierto en sol. Puede consultar aquí todos los artículos de Andreu Jaume en THE OBJECTIVE, dentro de la sección ‘Lo que hay que oír‘. Además, tiene más contenidos culturales disponibles en este enlace.