La peregrinación a Breendonk y el olvido de Auschwitz
«Cada vez quedan menos supervivientes. Desaparece la memoria viva. Perdemos el rastro de la mayor infamia de que fue capaz la humanidad»

Entrada al Fuerte de Breendonk. | Wikimedia
Leyendo los libros de Sebald uno aprende más sobre el pasado y el presente de Europa, y tal vez también sobre su incierto futuro, que con cien tratados de historia, ciencia política, economía o sociología. En la primera parte de Austerlitz, su última obra, la que más se acerca a la novela sin serlo del todo (publicada en alemán e inglés en 2001; en español, en traducción de Miguel Sáenz, por Anagrama en 2006), el personaje que da el título al libro, historiador de la arquitectura de la modernidad y judío expatriado que encarna los traumas del siglo XX, reflexiona sobre las construcciones de la época capitalista, edificios superlativos, monstruosos, que sólo transmiten poderío vacuo y malestar, proyectando desde el principio «la sombra de su propia destrucción». Algunos parecen haber sido diseñados pensando ya en «su existencia futura como ruinas». Entre esas edificaciones, Austerlitz diserta sobre las fortificaciones, bastiones y ciudadelas, producto de una técnica sofisticada que se veía sobrepasada una y otra vez por los avances de la artillería. (A menudo era una obsolescencia programada. En torno a 1914, la empresa alemana Krupp vendía a Bélgica corazas de acero para sus fuertes a la vez que fabricaba cañones que podían atravesar placas con el doble de grosor.) Entre esos lugares que cuanto más sólidos parecen mejor representan la debilidad y el miedo, incitando casi al ataque, Austerlitz pronuncia el nombre de Breendonk, fortín de Flandes construido a principios del siglo XX que entre 1940 y 1944 fue usado como campo de prisioneros del Tercer Reich, y que desde 1947 es un Memorial de la barbarie nazi.
Las páginas de Sebald sobre Breendonk, que leí por primera vez hace más de dos décadas, se me quedaron grabadas como un tatuaje. Hay una lección literaria y moral en la descripción del edificio, amorfo, misterioso, tentacular, como «la espalda fornida de un monstruo, surgida de la tierra de Flandes como una ballena desde las profundidades», y el relato de las torturas que allí sufrió Jean Améry, escritor judío de origen austriaco y miembro de la resistencia, tomado de su obra Más allá de la culpa y la expiación (traducción de Enrique Ocaña, Pre-Textos, 2004). Esas páginas de Sebald son un grito del corazón, un grito que nos trae el aullido sordo y oscuro de la historia.
Durante más de dos décadas he sabido que ese lugar existe. Desde 2009 lo he tenido a media hora de coche. Quería visitarlo. Tenía que visitarlo. Pero una fuerza me lo impedía. Otro día, me decía. Otro fin de semana. El año que viene. Y nunca iba. Del mismo modo que sabía que existía ese libro de Améry y evitaba leerlo para alejar de mí el horror que presentía en él, como si eso fuera a protegerme.
El otoño pasado, uno de esos días en los que nada parece funcionar dentro y fuera de uno, salí de casa y conduje hasta Breendonk. El aparcamiento estaba desierto. Pensé que el Memorial estaba cerrado por renovación, pero en la caja un hombre apagado me vendió un billete. El Memorial no es un museo. Es un lugar en el que todo se ha mantenido como era, congelado para la memoria. Es, sin duda, un lugar que invita a la meditación sobre la historia, el poder, la dignidad e indignidad humanas, las consecuencias de ciertas ideas, de ciertos hábitos, la civilización y su otra cara: la barbarie. Pasé allí varias horas, recorriendo pasillos oscuros, viendo celdas de castigo, grilletes, rejas, literas, colchones de paja, duchas, lavabos, letrinas. Me quedé un buen rato inmóvil en la sala de torturas, disimulada por los nazis al huir del campo y reconstruida fielmente, con los instrumentos que encontraron en el foso, el gancho y la cadena colgando del techo, el canalón para la evacuación de la sangre y los excrementos. Es la sala donde el 23 de julio de 1943 colgaron a Améry, desnudo, con las manos atadas, como a tantos otros judíos, resistentes y comunistas, hasta la luxación de los hombros y la pérdida de la conciencia. Poco después lo enviaron a Auschwitz. Otras veces rompían dedos, aplicaban descargas eléctricas o quemaban con una barra de acero al rojo vivo. Durante mi visita reviví esos momentos, el horror de la historia de Europa, el horror sin más.

Tortura, del latín torquere, escribe Améry, que pareció más afectado por ese acto que por lo que siguió sufriendo en Auschwitz, en el universo sádico de los campos de concentración donde todo parece hecho para dominar, humillar, doblegar y anular la voluntad de las personas, creando, mediante la crueldad y la arbitrariedad extremas, las duras tareas inútiles, el hambre, las vejaciones, un constante sentimiento de inseguridad, de terror, que lleva a la muerte en vida y luego, casi siempre, a la muerte. Améry no puede olvidar el momento en que todo se torció, sin posibilidad de enderezarse. En un pasaje declara que sigue «colgado, veintidós años después, suspendido de sus brazos dislocados, a un metro del suelo, sin aliento». Así quedó: alienado a varios niveles, sin hogar ni patria, sin familia ni amigos, desprovisto de la mínima dignidad humana, lleno de resentimiento, de odio contra los alemanes, contra otros europeos que abrazaron sus planes criminales, como los SS flamencos que había en Breendonk, con cicatrices indelebles en el cuerpo y en el alma, sin confianza en la vida ni en el mundo, fuera de lugar, siendo judío sin serlo del todo, pues no recibió una educación judía ni se sintió judío hasta que empezó a sufrir la persecución, a la espera de una nueva catástrofe, exánime hasta el suicidio en Salzburgo, en 1978.
Crucé el puente sobre el foso para volver al aparcamiento. Había salido el sol. Los patos se zambullían en las aguas heladas. Monté en el coche. Puse la radio mientras conducía despacio, como si quisiera alargar el trayecto, entre los chopos de la ordenada campiña flamenca. Sonaba el adagio de la segunda pastorela de Blasco de Nebra, interpretado por Javier Perianes. Todavía hay islas de belleza, pensaba acariciado por la música, momentos en que el mundo parece bien hecho, lleno de luz y armonía, hospitalario, benévolo, dejando un espacio para la esperanza, en vez de la creación de un demiurgo malvado, para su cruel divertimento.
Pasaron los meses y llegó el ochenta aniversario de la «liberación» de Auschwitz. ¡Liberación! Como si algo así hubiera podido «liberarse». Como si pudiéramos «liberarnos» de eso. Adorno se preguntó si era posible escribir poesía después de Auschwitz. Se puede ir más lejos: ¿Cómo vivir una vida humana sabiendo que eso ha ocurrido? ¿No es algo que corrompe para siempre la imagen del mundo, visto bajo el prisma humano?
Ya están poniendo otra vez los documentales habituales, tarde en la noche: «Auschwitz: los supervivientes hablan», etc. Me temo que es memoria inerte. Estamos otra vez anestesiados. El 46% de los franceses entre 18 y 29 años de edad no han oído hablar del Holocausto. En Alemania, el 40% de las personas de esa edad no es capaz de describir con precisión lo que ocurrió con los judíos durante el Tercer Reich. En España… tal vez mejor no saber.
Cada vez quedan menos supervivientes. Desaparece la memoria viva. Tenemos la memoria indirecta. Muchos, ni eso. Perdemos el rastro de la mayor infamia de que fue capaz la humanidad. Hay otras, como el Gulag. Infamias no faltan, también hoy. No podemos creer que se debió a un momento de locura. No fue solo Hitler, ni los nazis, ni aquella Alemania. Otros cooperaron, queriendo, con exceso de celo. Muchos callaron, sabiendo. Fue un momento de revelación en el que afloró el mal absoluto con su frenesí asesino. El mal absoluto como nacionalismo rabioso, excluyente, de miedo, de negación del Otro. Todo eso unido a la irracionalidad, al servilismo, a la infinita estupidez y engreimiento del autodenominado homo sapiens. Convendría meditar sobre eso diariamente para intentar que no se repita, pero olvidamos mientras suceden y se preparan nuevas catástrofes. Estamos otra vez en un estadio avanzado de disgregación. Olvidamos. Vivimos. Pero no nos liberamos del conocimiento del mal absoluto. Cuanto más lo olvidamos, más nos persigue, como a los personajes de una película de Lynch.
Me cuesta no relacionar la pérdida de memoria histórica con el predominio creciente de la irracionalidad en la esfera política, el regreso del nacionalismo más obtuso y agresivo, la demonización del Otro. Hace unas semanas, el nuevo joker global arengó a una muchedumbre alemana reunida en un mitin de extrema derecha, diciendo que «los hijos no deben ser culpables de los pecados de sus padres, y aún menos de sus bisabuelos». Luego añadió que se pone «demasiado énfasis en las culpas pasadas y que hay que dejar atrás todo eso», proponiendo una vuelta al orgullo de la cultura alemana, para evitar que se pierda en «una especie de multiculturalismo que lo diluye todo». Estoy de acuerdo en que las culpas individuales no se heredan. Las colectivas dan más que pensar. Los hechos de que derivan podrían tener que ver con ciertos rasgos de la sociedad en que se produjeron, o con las derivas de un periodo de la historia política de un país o un continente, cuyos habitantes harían bien en recodar, comprender y tratar de evitar su repetición. La tentación de olvidar es inmensa, pero si olvidamos la experiencia histórica lo hacemos a nuestro propio riesgo. La historia no se repite tal cual, pero a menudo parece un tema con variaciones.
Durante años, de tarde en tarde sentía malestar por haber vivido en una época demasiado apacible, en una zona tranquila del globo, poco propicia para las heroicidades. Leía ciertos libros y pensaba que el periodo histórico me había fallado. Ahora que pueden avecinarse grandes cataclismos, preferiría que la historia no nos ponga a prueba. ¿Podremos esquivar esos riesgos? Tengo mis dudas. A pesar de sus muchas capacidades, la humanidad parece tener un talento innato para malograrlo todo y sorprendernos una y otra vez con su locura suicida.
Esta tarde, al volver a casa, una cotorra se había quedado atrapada en una red del jardín. Intentando liberarse se había enganchado todavía más. Tenía el cuello manchado de sangre. No sabía cuánto tiempo llevaba allí. Me he acercado con una escalera y unas tijeras para tratar de soltarla. Cuando cortaba la red, la cotorra chillaba y se agitaba. Desde el árbol grande del vecino responden las demás cotorras. Sólo pude cortar a cierta distancia de su cabeza. Al final ha salido volando con un trozo de red colgando del cuello, uniéndose al grupo que surcaba el cielo con gran algarabía. No he podido hacer más por ella. ¿Qué habrá sido de la pobre?