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'La nación viril' del franquismo: la patria es cosa de hombres

La historiadora Zira Box analiza en su último libro los atributos masculinos en el discurso político falangista

‘La nación viril’ del franquismo: la patria es cosa de hombres

Detalle de la portada de 'La nación viril' de la historiadora Zira Box. | Alianza Editorial

Cuando se dice que hay muchas formas de entender un libro o que un libro admite lecturas dispares, no se enuncia más que una verdad de perogrullo. Si tomo esta obviedad como punto de partida solo es para llegar a otra constatación no tan evidente: hay libros que se prestan más que otros a esas comprensiones divergentes. De aquí salto a otra consideración más alambicada: hay libros que de modo fortuito o deliberado corren el riesgo de ser malinterpretados o entendidos de forma sesgada. Y, en fin, señalo esto como preámbulo porque estamos ante un caso de manual, tanto por los temas que trata como por la forma en que lo hace: Género, fascismo y regeneración nacional en la victoria franquista reza un subtítulo que elucida el ambiguo e impreciso título de La nación viril que la historiadora Zira Box ha elegido para su último trabajo (Alianza editorial).

He ahí, en orden de combate, todos los elementos para desatar la tormenta perfecta, esa vacua controversia de ideas preestablecidas en la que los conceptos citados –género, fascista, regeneración: ¡ahí es nada!– se convierten en armas de combate para atizar al rival o al discrepante y, de paso, poner prietas las filas, las nuestras. Creo no exagerar al establecer que muchos potenciales lectores desistirán siquiera de abrir el volumen ante ese titular, de igual modo que –en el extremo opuesto– otros se abalanzarán sobre el mismo para alimentar sus prejuicios. No quisiera aparecer que me ubico en ese campo minado au dessus de la melée ni que mi interpretación sea la única correcta. Simplemente me limitaré a comentar aquellos aspectos de la obra que me parecen más interesantes.

Diré por lo pronto que se trata de un estudio serio, prolijo, de tipo académico, con múltiples notas a pie de página y una extensa relación bibliográfica que se extiende nada menos que a lo largo de las 36 páginas finales. Está escrito en un lenguaje austero y riguroso, con tecnicismos y acuñaciones específicas no siempre aptas para el lector no familiarizado con este tipo de ensayos interpretativos. Es, en definitiva, una investigación sobre mentalidades políticas, doctrinas e ideologías que se adscribe al campo de la alta divulgación. Lo que le convierte en obra polémica no es, pues, tanto su innegable solidez argumental, ni siquiera su sentido último, sino el manejo de unas adscripciones políticas que despiertan hoy en día actitudes crispadas.

Ya que he mencionado desde el principio el riesgo de una lectura sesgada, señalaré de modo explícito lo que el libro en mi opinión ni es ni pretende ser: un discurso para vincular la ideología fascista (en rigor, la falangista, dado el contexto español) al sexo masculino. Por decirlo en términos paródicos a los que no me resisto, eso equivaldría a decir que el fascismo… es cosa de hombres. Pese a la zafiedad del aserto, no serían pocos los que desde perspectivas opuestas (de hooligans a queers) lo suscribirían con entusiasmo. Pero no, aquí, en estas páginas, ni se trata de eso ni se aboga por tal perspectiva.

No es una cuestión de hombres y mujeres, ni siquiera de diferenciación sexual, sino de valores. De hecho, la autora matiza que prefiere el término virilidad a masculinidad. Estos valores han de ponerse en coordenadas específicas. Aquí entra en juego el concepto de regeneración, que deviene piedra de toque del entramado argumentativo. La regeneración, como es sabido, constituye el gran caballo de batalla de las élites españolas desde hace –por lo menos– siglo y medio. Se atribuye erróneamente a las inclinaciones y medidas políticas posteriores a 1898, pero en rigor el alegato regeneracionista es anterior. Aunque es verdad que el Desastre por antonomasia exacerba la proclama. Desde entonces –¡hasta hoy!– no ha habido movimiento político en nuestro país que no haya –como mínimo– coqueteado con ese banderín de enganche.

Regeneración y decadencia

Lo importante cuando se habla de regeneración no es el contenido que se propugna sino lo que trasluce la elección misma del término. Dicho más claramente, el concepto de regeneración revela más sobre cómo nuestras elites contemplan su nación que sobre una determinada postura política. Promover la regeneración –literalmente, nacer de nuevo– implica una actitud tan radical como en el fondo negativa: la situación del país es tan nefasta que solo cabe hacer tabla rasa. Resulta sintomático que el diagnóstico negativista no se limite al presente sino que se extienda hacia atrás, un largo pasado de declive permanente. De ahí que el impulso regeneracionista sea inseparable de otro de los grandes tópicos de nuestra interpretación histórica: la decadencia.

En este punto entran en juego los valores antes aludidos. Y, ¡ojo!, conviene subrayarlo, no estamos ante una distorsión presentista del pasado, es decir, una aplicación de las pautas actuales a un lejano ayer. Son los autores y protagonistas históricos los que desde tiempo atrás insisten en presentar la decadencia nacional en clave de pérdida de valores viriles. En su grado más suave se hablará de blandura y afeminamiento, pero ya los más oradores más vehementes, como Joaquín Costa, zaherían a la España de entonces como nación o raza de eunucos. El vocablo y la intención son transparentes…

Los dictadores españoles del siglo XX, de Primo de Rivera a Franco, se ahormaron en el arquetipo del cirujano de hierro, aunque olvidaron la regeneración en el camino. Más que médicos fueron soldados imbuidos de añejos valores marciales. Pero eso no fue óbice para que quienes se ufanaban de preservar las esencias –en especial, los falangistas doctrinales– rescataran la contraposición maniquea: el regeneracionismo viril frente a la decadencia afeminada. De este modo se construye un discurso identitario que se prolonga en la plasmación de un espíritu nacional. Los «atributos» de la nación se entienden así, en paralelismo con la hombría, en su sentido más chabacano: tener lo que hay que tener…

O, por expresarlo en términos menos groseros, el patriotismo del nuevo Estado se conforma en un patrón que incluye todas las vertientes asociadas a la virilidad. Las cualidades entendidas como viriles –de la sobriedad al autocontrol, de la resistencia al heroísmo–, adquieren todo su sentido siempre sobre un fondo de carencias (de vigor, dureza, arrojo, gravedad o valentía, entre otras muchas) en la España que se quería superar. Por eso el gran enemigo de esta nueva España no es la feminidad sino el afeminamiento, pues el alegato no se dirige contra el sexo femenino sino contra la pérdida de referentes que solo se conciben en el universo de la virilidad.

La degeneración afeminada

Esta España viril del falangismo no se apresta a dar la batalla contra lo diferente –lo femenino en su conjunto– sino contra lo distorsionado, la deformación afeminada y decadente de las esencias patrias. Resulta así curiosa y sugestiva la reinterpretación de la historia de España que se hace aplicando ese baremo. Quien sale peor parada, como era previsible, es la España de los siglos previos, la nación liberal, a la que se atribuyen todas las cualidades negativas de la degeneración afeminada. Se retrata así una nación pusilánime, fofa, débil, tibia, pasiva… Y frente a ella, siempre, la antítesis, el país que se propugna, resuelto, firme y enérgico. En este contexto la violencia, lejos de ser mal necesario, es la expresión genuina de amor patrio.

Si se ha entendido el discurso, no sorprenderá la aparente paradoja de que la mujer pueda incorporarse también a esa nueva España. Bastaba con que desempeñase el papel que se le asignara en esta recuperación patriótica. La guerra no se gana solo en el frente sino en las labores de retaguardia. Del mismo modo, había que recuperar e integrar todo lo salvable del pasado, entendido como España eterna, expresión recia de la raza, desde los Reyes Católicos hasta los pintores en la estela del 98, como Ignacio Zuloaga y José Gutiérrez Solana, aunque hubiera en ellos un pesimismo que encajaba mal en el impostado triunfalismo del régimen.

Hasta el clásico estereotipo –toros y flamenco– se viriliza, revirtiendo el significado de la españolada y revalorizando la España romántica como expresión de autenticidad idiosincrática, un espíritu indomable. ¿Dónde quedó todo aquello? Hoy nos suena a pasado remoto. La propia evolución del régimen desenmascara la farsa. La consigna viril de Falange dio paso a otra versión de la españolada, blandengue y consumista, que auspició el propio régimen bajo la forma de Spain is different. El último representante de la virilidad hispana bajo el régimen franquista fue Alfredo Landa tratando de ligar con suecas en la playa de Torremolinos.

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