La bohemia madrileña, del principio al fin
El Museo de Historia de Madrid dedica una excelente y didáctica exposición sobre este fenómeno socio-literario

Detalle de la portada de la novela 'Las hembras de las Vistillas' de Pedro Luis de Gálvez, ilustrada por Narciso Méndez Bringa. | Wikimedia Commons
Desde finales de febrero hasta el 1 de junio, en el Museo de Historia de Madrid se expone un detallado recorrido histórico por la bohemia madrileña. Aquel fenómeno socio-literario, procedente de París, que llegó a España a mediados del siglo XIX, arraigó en Madrid y se extinguió, con más pena que gloria, en los años veinte del siglo pasado. Coincidió y se superpuso a otros movimientos artísticos y literarios como el modernismo, el decadentismo, el regeneracionismo y el noventayochismo, que se pueden englobar en el periodo histórico de Fin de Siglo (1885-1920).
La bohemia fue una invención literaria, salida de la pluma de Henry Murger, autor de la novela por entregas Escenas de la vida bohemia (París, 1847-1849), que tiene el mérito de haber desencadenado todo este fenómeno extraliterario, al que pondrían música y darían vida Giacomo Puccini y Ruggero Leoncavallo en sendas óperas de título homónimo La Bohème (1896 y 1897, respectivamente). Estas obras tendrían sus correspondientes réplicas en nuestro país en la novela El frac azul (1864), de Enrique Pérez Escrich, y en la zarzuela Bohemios (1904), de Amadeo Vives. A decir verdad, aunque el fenómeno perduraría unas décadas más, lo cierto es que no dejaría ninguna obra en España, que podamos leer hoy con otro interés que no sea el histórico o documental.
A partir de estos referentes literarios y musicales, por extrañas y contradictorias razones y laberínticos vericuetos, la bohemia se convertiría también en una moda y en un fenómeno social, que excedió con mucho su limitado valor artístico. Como todas las modas, con su influencia en el vestido, en los peinados y en los gestos externos (melenas, chalinas, sombreros y extravagancias varias), acabaría arraigando en los de arriba y en los de abajo.
A pesar de que la palabra «bohemio» había nacido como sinónimo de «gitano», es decir, como un insulto, sería adoptada y convertida en seña de identidad antiburguesa frente al utilitarismo y al progreso capitalista. Alimentaban los bohemios la idea que la vida social estaba corrompida y degradada por la burguesía, y ellos estaban llamados a regenerarla. Los de arriba, los hijos de la burguesía acomodada y biempensante, adoptarían las formas bohemias externas, como gesto de rebeldía al mundo de sus progenitores. Era, para ellos, una elección, porque podían y querían elegirla por gusto. Así, sin cambiar de estatus, alquilaban buhardillas y se vestían a la moda parisina.
Los de abajo, en cambio, se abrazaron a la bohemia como náufrago a pecio, por pura necesidad. Constituyeron lo que se llamó en España, especialmente en Madrid, la golfemia, tan ligada al sablismo o forma de extorsionar económicamente a los ingenuos que se dejaban engañar. Su más reconocido y destacado representante sería el malagueño Pedro Luis de Gálvez, experto sonetista y destacado sablista, autor de El sable. Arte y modos de sablear. Es el paradigma de bohemio a la fuerza, que se parapeta en el supuesto prestigio de la bohemia para disimular sus carencias.
Un Madrid «absurdo, brillante y hambriento»
Lo cierto es que los militantes de la golfemia canalla, si podían, renunciaban rápidamente a la militancia en la pobretería. Un ejemplo sería Alejandro Sawa, mártir y santo bohemio, al que vemos en la exposición en una fotografía, posando en su despacho en el año 1908, uno antes de su muerte. Ya ciego, pero digno, se dejó fotografiar en un decorado típicamente burgués y rodeado de sus reliquias parisinas.
La exposición recorre, clara y didácticamente, estos dos derroteros bohemios, que quedarían magistralmente retratados por Valle-Inclán en Luces de bohemia. Esta obra, de hecho, ocupa y explica el final de la bohemia en el cierre de la exposición. La bohemia espiritual, no exenta de perfiles canallescos y corruptos, estaría representada por Max Estrella, y la bohemia, golfa, sablista y desaprensiva, por don Latino de Híspalis. Para el creador del esperpento, aquel Madrid de la bohemia era, como se recordará, «absurdo, brillante y hambriento».
A Valle-Inclán, se le ha colgado erróneamente la etiqueta de bohemio, lo que supone una doble distorsión. Una, porque, si había algo que al escritor gallego le pudiera molestar, era que le recordasen ese periodo menesteroso, que siguió a la amputación del brazo en 1897, y terminó cuando comenzó a colaborar en El Imparcial. Otra, que le confundiesen con aquellos personajes patéticos y despreciables, a los que puso en solfa en su obra teatral, mostrando que su fugaz estrella se había apagado. En la exposición, vemos a don Ramón en una magnífica foto de Moreno, perfectamente trajeado, que posa con elegancia inglesa, desmintiendo su supuesta pertenencia a la bohemia.
Lamento contradecir al maestro José Esteban, autor, entre otros, de un valioso diccionario de la bohemia. Pero Antonio Machado, que había conocido a Valle-Inclán en los primeros años madrileños y mantuvo siempre una relación amistosa con él, niega también que perteneciese a la bohemia: «Nunca fue don Ramón, ni aun en los tiempos de mayor penuria, un bohemio a la manera desgarrada, maloliente y alcohólica de su tiempo». Por su parte, Enrique Gómez Carrillo dejó escrito que Valle-Inclán le había confesado que la bohemia le repugnaba.
Óleos, grabados y libros
Pío Baroja, que no simpatizó con la bohemia ni con los bohemios, mantuvo una inamovible y pésima opinión. Para él, los bohemios eran, sobre todo, «perezosos», defecto –decía– que podía entender por humano. Lo que no entendía es que fuesen perezosos para aquello que les gustaba, porque ni escribían ni se esforzaban para escribir. Sostiene Pío Baroja que no conoció ningún bohemio español auténtico, pues ser bohemio implicaba poder elegir, y en los ambientes madrileños ser bohemio era sinónimo de ser menesteroso. Era gente poco recomendable, irrespetuosa con las reglas, que simulaba abrazar el credo artístico o social de la bohemia, hasta que le llegase el éxito. Pero ni un minuto más.
Alberto Martín Márquez, el comisario, ha concebido con criterios didácticos la muestra. Podemos seguir, en perfecta cronología, los principales hitos, personalidades, obras y controversias, a las que dio lugar la bohemia madrileña. A través de una escogida selección de óleos, grabados, dibujos, vídeos, libros y otros documentos de la época, vemos lo que fue este complejo movimiento. Los paneles, que acompañan la exposición, explican y encuadran con solvencia los cinco espacios de la misma. En resumen, es evidente que la bohemia no tuvo grandes resultados literarios ni secuelas de interés. Por esa razón, está muerta y bien muerta. Mucho más hoy, cuando ni hay bohemios ni nadie quiere parecerlo, porque, permítaseme la licencia, hasta los sindicalistas se agasajan en las mejores marisquerías y los izquierdistas se compran chalets en la sierra madrileña.
Si se me obligase a poner alguna pega a esta magnífica exposición, iría justamente en este sentido. La bohemia duró lo que la historia nos dice, y lo que Valle-Inclán dictaminó al enterrarla de manera soberbia en Luces de bohemia, señalando sus miserias y despropósitos. Incluida la histriónica aparición, al final de esta obra, de uno de sus más destacados adalides: Ernesto Bark, autor de La Santa Bohemia y su vehemente defensor. De ahí que nos chirrié el título de «¡Viva la bohemia!», con el que, parece, se quisiera ¿resucitarla? Pero esto no contradice en nada los logros de la exposición. Mi consejo, si lo aceptan: ¡no se la pierdan!