China potencia: el experimento de un capitalismo leninista
Al giro nacionalista del PCC debemos agregarle su pretensión de erigirse como una continuidad del imperio

Xi Jinping aplaudido por el Comité Nacional del Pueblo en Pekín. | Reuters
Capitalismo para la economía, leninismo al momento de administrar el Estado y confucianismo para amalgamar lo que parece imposible. He aquí la fórmula para comprender cómo, en poco menos de 50 años, China logra sacar de la pobreza a más de 650 millones de personas, conforma el 17% del PIB global y representa la única civilización capaz de disputarle la hegemonía del mundo a Estados Unidos.
Al menos así lo entiende Rafael Dezcallar, exembajador español en China (2018-2024), en su nuevo libro El ascenso de China (Deusto), el cual, justamente, lleva como subtítulo Una mirada a la otra gran potencia.
Es que, efectivamente, estamos aquí ante un nuevo paradigma. De hecho, al giro nacionalista que el Partido Comunista Chino pretende darle a su marxismo, debemos agregarle su pretensión de erigir al Partido como una continuidad de la China imperial. En este punto, como afirma el autor, estamos frente a dos mesianismos: el de Estados Unidos sostenido en su supuesto rol de gendarme de los valores occidentales for export; y el de China, apoyado en una cultura milenaria a la que le habría llegado la hora de representar el nuevo orden mundial, aquel caracterizado por la multilateralidad y el fin de la hegemonía occidental.
Para tener un mínimo marco histórico de esta transformación, hay que tomar en cuenta que, tras la muerte de Mao en 1976, el nuevo liderazgo de Deng Xiaoping considera necesario introducir una serie de reformas que dan forma a este particular formato de Partido Único (comunista) impulsando un capitalismo con todas las letras. A este modelo capitalista-leninista que hizo de la economía china una verdadera locomotora, con tasas de crecimiento anual de dos dígitos y que llevó la renta per cápita de 222 dólares en 1978 a 13000 dólares en la actualidad, le siguió la etapa de Xi Jinping desde 2012, la cual, a juicio de Dezcallar, tuvo características muy particulares.
Sobre todo, la desconfianza del nuevo líder sobre el modo en que la apertura económica podía debilitar el poder del Partido, lo lleva a una política económica más intervencionista, un mayor recorte en las libertades individuales, el reforzamiento de la centralidad del Partido y el foco puesto en la seguridad nacional.
Además, Xi Jinping observa que el modelo de mano de obra barata ilimitada no se puede seguir sosteniendo por la caída en las tasas de natalidad y por la subida del nivel de vida que hace que los salarios de Vietnam, Indonesia y Malasia sean más competitivos. Así, China pasa a modelos de crecimiento de alta calidad basados en tecnología, innovación, mejora de la productividad e incremento del valor añadido que permiten entender que hoy, el gigante asiático, compita con Estados Unidos, o al menos lo pretenda, en cuestiones de inteligencia artificial y/o en la carrera espacial; o que sea el país con mayor capacidad instalada de energía eólica y solar, exportando el 98% de su producción al tiempo que controla cerca de la mitad del mercado de los autos eléctricos.
Este avance tecnológico se vio traducido dramáticamente en el sistema de control autoritario que alcanzamos a conocer a cuentagotas durante el episodio de la pandemia: desde apps con QR donde te asignaban un color según tu estado de salud, pasando por confinamientos rigurosos, dispositivos orwellianos de reconocimiento facial y del iris, y hasta un sistema de crédito social que puede impedir comprar un billete de tren a quienes hayan dejado de pagar un crédito o hayan participado de una trifulca. Lo habíamos visto en Black Mirror hace unos años y nos parecía exagerado.
En palabras del director de origen chino de un banco internacional en Hong Kong:
«Los chinos sabemos que hay algo que nos estamos perdiendo por no tener nuestros derechos humanos garantizados, y nos gustaría tenerlos. Pero a la mayoría le importa más haber salido de la pobreza, poder sobrevivir (que es su preocupación primera) y comparar su nivel de vida con el de sus padres y abuelos».
Asimismo, esto, claro está, viene acompañado de lo que Dezcallar llama la «segunda muralla», esto es, la desconexión cada vez más clara entre el ciberespacio occidental y su alternativa china: hoy, salvo con algún artilugio restringido a unas pocas personas, los chinos no pueden acceder a Google, X o Whatsapp. Por su parte, Estados Unidos ha hecho una devolución de gentilezas intentando limitar a TikTok y a Huawei. Si a esto se le agrega la censura sobre medios de información nacionales e internacionales, el camino hacia mundos paralelos inconmensurables parece tan inexorable como peligroso.
A propósito del Partido Comunista chino, una asombrosa maquinaria de poder que tiene una relación simbiótica y ya indistinguible con el Estado, algunos datos asombrosos: posee 92 millones de miembros, un 8% de la población adulta; la mitad de ellos tiene actualmente un título universitario. Esto va en línea con el ideal meritocrático de selección, más allá de que existen casos privilegiados como el de los llamados «principitos», esto es, aquellos que tienen algún lazo de sangre con los líderes de la época de Mao. Xi Jinping es uno de ellos, por cierto.
Asimismo, en pos de comprender los conflictos entre las dos grandes potencias hoy y en el futuro inmediato, vale decir que el presupuesto en defensa de China viene creciendo a razón de 7% anual, aunque las cifras reales podrían ser mayores, y que su Marina tiene más buques que Estados Unidos, con la aclaración pertinente de que, además, son más modernos.
En lo que respecta al plano tecnológico, se puede agregar que el último año se graduaron en China 77.000 estudiantes en carreras científicas y de ingeniería, el triple que en EEUU, y que la inversión en investigación y desarrollo ha alcanzado el 84% del que destina EEUU. En este ámbito, la guerra por los semiconductores, con Estados Unidos trabando la exportación de estos y cualquier otra tecnología de punta, tiene final abierto: para algunos será un golpe fundamental al desarrollo chino; para otros, exactamente lo contrario.
En cuanto al futuro, Dezcallar entiende que China debe resolver algunos problemas acuciantes si quiere evitar el estancamiento, a saber: los desequilibrios fiscales, la escasa productividad del sector público, el bajo consumo, el exceso de ahorro, la insuficiencia de los servicios sociales y la sobrecapacidad industrial. Asimismo, China padece hoy los «nuevos problemas» propios de los países desarrollados, por ejemplo, en lo que tiene que ver con la demografía: en 2022 fue la primera vez que hubo más muertes que nacimientos y si bien hace años que la ley de un solo hijo fue derogada y ahora se permite hasta tres, lo cierto es que, como sucede en el mundo occidental, los jóvenes no están interesados en formar una familia y en tener hijos por motivos generacionales, culturales y profesionales. Esto es lo que hace que en una nota de The Economist se pueda leer que es probable que China se haga vieja antes que rica.
Aunque, a lo largo de todo el texto, Dezcallar expone sus críticas al modelo chino, hacia el final, llama a comprender a China antes que a estigmatizarla. Además, en un pasaje algo desconcertante, en la última página convoca a aceptar que quizás no haya una forma de organización política superior y que tanto los occidentales que abrazamos las democracias liberales como los chinos que adoptan ese comunismo capitalista de partido único, deberíamos aceptarlo.
Por otra parte, entiende que todo espacio que Europa y Estados Unidos dejen vacante, será ocupado por la diplomacia y el soft power chino tal como se observa en los países del sur global y en el hecho de que, en la actualidad, China sea el mayor acreedor del mundo habiendo otorgado, entre 2008 y 2021, unos 500.000 millones de dólares en créditos soberanos a 100 países.
En síntesis, de cara al futuro, Dezcallar entiende que Rusia seguirá teniendo relevancia en el equilibrio nuclear y en su zona de influencia, esto es, las exrepúblicas socialistas, mientras que la Unión Europea tendrá presencia en aspectos económicos, comerciales y culturales. Sin embargo, «los únicos que tienen la visión y la capacidad para proponer al resto del mundo un modelo político, económico e ideológico propio son Estados Unidos y China».
Aun cuando la confrontación no sea inevitable, el futuro se muestra, por lo menos, desafiante.