Cuando la revolución era feliz
La fiesta nacional francesa del 14 de julio no conmemora el asalto a la Bastilla, aunque todo el mundo lo cree así

El Campo de Marte durante la Fiesta de la Federación, el 14 de julio de 1790.
París, Francia entera, vibraba de excitación en el verano de 1790. Se acercaba el aniversario del asalto a la Bastilla el 14 de julio de 1789, cuando el proceso político de liquidación del absolutismo monárquico experimentó un acelerón definitivo. Aquel acto de rebeldía armada le había impuesto al rey Luis XVI un primer ministro de acuerdo con las nuevas ideas. La burguesía había jubilado al Antiguo Régimen, formando una Asamblea Nacional en substitución de los antiguos Estados Generales, de origen medieval. Nobles y clérigos, y hasta miembros de la familia real, que apoyaban el cambio, se habían incorporado a la Asamblea Nacional.
Incluso el rey lo había aceptado y asumía un papel de comparsa, dispuesto a ello para conservar la corona. Se había promulgado la Declaración de Derechos del Hombre y el Ciudadano, el catecismo político del liberalismo, y se había formado la Guardia Nacional, un ejército de ciudadanos franceses, lo opuesto a aquellos regimientos de mercenarios extranjeros que el rey había utilizado para reprimir al pueblo, la última vez cuando el regimiento de caballería Royal Allemand había disuelto a sablazos una manifestación el 12 de julio de 1789, provocando el asalto a la Bastilla del 14, en busca de armas.
La Guardia Nacional era también una garantía de mantenimiento del orden, estaba dispuesta a impedir que el populacho se entregara a actos vandálicos. Al mando de ese ejército de ciudadanos estaba el marqués de Lafayette, un auténtico aristócrata que, sin embargo, era un héroe de la libertad de fama internacional, pues había ido a luchar al lado de los revolucionarios americanos que fundaron los Estados Unidos, la primera democracia moderna.
En provincias cundió el ejemplo de París, los ayuntamientos crearon unidades locales de la Guardia Nacional, y así se formó por casi toda Francia un movimiento de apoyo al proceso revolucionario que llamaron Federación. Fue al marqués de Lafayette a quien se le ocurrió la idea de celebrar el aniversario del asalto a la Bastilla con una magna Fiesta de la Federación, que manifestara la unión de la nueva Francia.
La idea era hacer algo nunca visto en la Historia, algo que superase incluso los fastos de la antigua Roma, que, por otra parte, era fuente de inspiración de la Revolución. El Circo Máximo de Roma, el mayor estadio de la antigüedad, tenía capacidad para 150.000 espectadores, pero se quería reunir al doble, la mayor multitud de la Historia. No había plaza ni recinto adecuado para ello y Lafayette, que al fin y al cabo era militar de carrera, señaló un escenario cuyo mero nombre ya sonaba grandioso: el Campo de Marte.
El Campo de Marte era, como su nombre indica, un campo de maniobras militares, una inmensa esplanada de casi 25 hectáreas -243.000 metros cuadrados, para ser exactos- que se extendía junto a la Academia Militar construida a mediados del siglo. El trabajo de preparación sería inmenso, había que excavar para formar graderíos para esa multitud. Se contrató a 1.200 albañiles, pero se vio que no serían capaces de hacerlo y se recurrió al voluntariado.
El propio rey Luis XVI dio el primer golpe de pico, y el marqués de Lafayette, en mangas de camisa, daría muchos más. Acudieron a trabajar miles y miles de ciudadanos de todas las clases, nobles, burgueses, curas y pueblo llano, hombres y mujeres, incluidas las numerosas prostitutas de París. Incluso vino a ayudar gente de fuera de la capital, el espíritu de la Federación. Fue seguramente la mayor expresión de solidaridad que ha vivido la capital francesa.
El 14 de julio de 1790 por fin se pudo celebrar la Fiesta de la Federación, con 300.000 personas de espectadores, que vitorearon el desfile de 50.000 federados de la Guardia Nacional. La Iglesia, para mostrar su apoyo al proceso revolucionario, ofició una misa concelebrada por 300 sacerdotes. Al frente de dicha representación eclesiástica dijo la misa el personaje más imprescindible de la política francesa de los siguientes 30 años, el obispo de Autun, conocido en el mundo como príncipe de Talleyrand-Perigord, maestro del transformismo político, que dirigiría la política exterior de la República, el Imperio napoleónico y la Restauración borbónica.
Presidiendo a la audiencia estaba el rey Luís XVI, para quien se construyó un pabellón delante del edificio de la Academia Militar. Al otro extremo del Campo de Marte, a casi un kilómetro, se alzaba un arco de triunfo por cuyas puertas entraban desfilando los federados. Alrededor del Campo de Marte había un doble foso de agua, como en los castillos antiguos, y en su centro habían levantado un gigantesco altar.
El rey, aunque no quiso hacerlo subiendo al altar, sino en su palco, prestaría un solemne juramento que era toda una declaración constitucional: «Yo, rey de los franceses, juro emplear el poder que me ha sido delegado por la Ley Constitucional del Estado en mantener la Constitución decretada por la Asamblea Nacional…». A continuación, la reina María Antonieta se puso en pie, cogió en brazos a su hijo el Delfín, heredero de la corona, y mostrándolo a la multitud dijo: «He aquí a mi hijo, que se une, igual que yo, a los mismos sentimientos», lo que provocó un estallido de entusiasmo en la multitud.
De todas formas, el protagonismo de aquella jornada no lo ostentaría el infeliz de Luis XVI, sino un rutilante general Lafayette que subió al estrado montado en un magnífico caballo blanco. Prestó juramento ante el crucifijo y la bandera tricolor republicana, y después juró en conjunto la multitud en un estado de exaltación.
Charles-Élie de Ferrières, un aristócrata y escritor de ingenio, comentaría irónicamente: «Era un espectáculo digno de observación filosófica que esta multitud de hombres venidos de las partes más opuestas de Francia, llevados por el impulso del carácter nacional, desterrando todo recuerdo del pasado, toda idea del presente, todo temor al futuro, se entregaran a una deliciosa despreocupación».
La tercera república
Un siglo después de la Fiesta de la Federación, la Tercera República Francesa buscaba símbolos que uniesen a los franceses. En 1870, los acontecimientos históricos —aplastante derrota militar del Segundo Imperio en la Guerra Franco-prusiana— le habían dado una tercera oportunidad al régimen republicano en Francia. La Primera República, surgida de la Revolución Francesa, había durado teóricamente 12 años, pero en realidad más de la mitad de ese tiempo fue una dictadura del general Bonaparte, que terminó por coronarse emperador.
La Segunda República, proclamada tras la Revolución de 1848, había durado solamente cinco años. Pero los próceres de la Tercera República pretendían que Francia fuera republicana para siempre, y lo conseguirían durante 70 años, hasta la ocupación alemana en la II Guerra Mundial.
En 1880, cuando Madame la Republique, como se la llamaba familiarmente, había cumplido 10 años, la Asamblea Nacional, el parlamento francés, decidió establecer un día de fiesta nacional. La fecha inevitable era el 14 de julio de 1789, día del asalto a la Bastilla. Pero esa era una efeméride de violencia, de enfrentamiento entre los franceses. La Asamblea Nacional buscaba una fecha que no provocase rechazo, que fuese aceptable para todos, aunque no fuesen muy republicanos. Entonces aquellos próceres hicieron un juego de prestidigitación: se celebraría el 14 de julio de 1790, efeméride de la Fiesta de la Federación, el momento más dulce de la Historia de Francia.