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Historias de la historia

El rey prisionero

«Hace justo cinco siglos, el 12 de agosto de 1525, llegó prisionero a Madrid el rey de Francia Francisco I, capturado por soldados españoles en la batalla de Pavía»

El rey prisionero

Francisco I entrando prisionero en la Torre de los Lujanes. | Pérez Rubio (Museo del Prado)

Juan de Urbieta era uno de los 1.500 arcabuceros españoles que, con su movilidad y capacidad de fuego, decidieron la batalla de Pavía, destrozando a la flor y nata del ejército francés, su orgullosa caballería. En el momento álgido del combate vio avanzar un jinete que, por la calidad del caballo y armadura, debía ser un gran noble. Disparó Urbieta al caballo, pues al caballero lo quería vivo para obtener un buen rescate, y el animal cayó, atrapando bajo su cuerpo una pierna del jinete, que así quedó indefenso. Urbieta corrió hacia él, le puso la espada en la garganta y el caído suplicó «¡la vida, que soy el rey!».

Así nos cuenta la captura del rey de Francia Francisco I la Crónica de Juan de Oznayo, paje de lanza del general español don Alfonso de Avalos, testigo de los hechos. Y es auténtico el relato, puesto que Carlos I de España y V de Alemania se lo reconoció, a Urbieta y otros tres hombres de armas que participaron en la captura, Diego Dávila, Alonso Pita y Juan de Aldana, otorgándoles el privilegio de poner en sus escudos flores de lis, emblema de los reyes de Francia.

El acontecimiento era más que extraordinario, cuando se corrió la noticia muchos caballeros franceses se presentaron a rendir sus armas a los españoles, para unir su suerte a la de su soberano. Frente al abatimiento francés, los soldados españoles estaban eufóricos y se acercaban al regio prisionero para quedarse con alguna pluma de su penacho o algún trozo de su rica vestidura, como harían las fans de un ídolo del rock.

Para los comandantes españoles la situación era sin precedentes, pues casi nunca se ha dado hacer prisionero a un rey en una batalla. Los usos caballerescos de la época exigían un tratamiento sin igual, y las cartas que se conservan, o los testimonios de los encuentros, constituyen un arquetipo del arte de la cortesía. Los jefes españoles acudían ante el prisionero a besarle la mano, y éste les felicitaba por la forma en que habían combatido, aunque supusiera su derrota. La madre de Francisco I, reina regente de Francia en su ausencia, le escribía a Carlos V: «Desde que he sabido el infortunio acaecido al rey mi hijo y señor, estoy dando gracias a Dios de que haya caído en manos del príncipe que más amo en el mundo», como si fuera una suerte lo que había pasado.

Hasta cierto punto Francisco I decidía donde permanecer cautivo, y fue con su completo consentimiento como se la trajo a España, pues uno de los responsables españoles, el virrey de Nápoles Carlos de Lannoy, lo convenció de que le convenía venir a entrevistarse con Carlos V, para tratar directamente y de igual a igual sobre su suerte. Se hizo venir desde Marsella a una flota francesa, para que el rey llegase a España como visitante y no como prisionero, aunque iba bajo una fuerte escolta española bajo mando de don Fernando de Alarcón.

El 8 de junio desembarcó en el puerto de Rosas, en la provincia de Gerona, y luego realizó una especie de recorrido triunfal por España, puesto que «en Barcelona, en Valencia, en Guadalajara, en Alcalá, en todas las poblaciones del tránsito fue agasajado y festejado el ilustre prisionero», según cuenta la Historia General de España de Lafuente. Era una situación surrealista, porque se trataba de un prisionero, pero Francisco parecía no ser consciente de ello y asumir el papel de ilustrísimo invitado.

Madrid, fin del ensueño

Ese ensueño llegó a su fin el 12 de agosto de 1525, hace cinco siglos, cuando la comitiva entró en Madrid y el viaje llegó a su fin. Se habían detenido a sólo 12 leguas (72 kilómetros) de Toledo, donde estaba Carlos I celebrando Cortes, y el desaire era patente: el emperador no quería recibir a Francisco I, y además le haría esperar -y desesperarse- en un pueblo poco adecuado al boato de un rey de Francia.  

Madrid ni siquiera tenía categoría de ciudad, era una simple villa de unos 10.000 habitantes. Su situación estratégica en el centro de la Península haría que el rey (Carlos I o su hijo Felipe II) pasara por Madrid con cierta frecuencia, pero no tenía carácter de Corte, no existía un palacio real, ya que el llamado «alcázar» era una fortaleza construida por los moros como una atalaya desde donde vigilar la llanura por donde venían las incursiones cristianas; resultaba inhabitable para un personaje de rango. Tampoco residía en Madrid una alta nobleza con grandes palacios, de hecho, cuando Carlos I pasaba por Madrid se alojaba en la mansión de un rico burgués de origen judío, Alonso Gutiérrez de Madrid, que fue prestamista de los Reyes Católicos y del propio emperador, y donde nacería su hija pequeña, Juana de Austria. Precisamente Juana de Austria, tras ser regente de España, se retiró a esa casa, convirtiéndola en monasterio de las Descalzas Reales.

 Si Carlos I prefería un sitio más tranquilo, apartado del casco urbano de la Villa madrileña, iba a la «casa de campo de los Vargas» (donde está el actual vivero de la Casa de Campo), una familia de hidalgos terratenientes, descendientes de uno de los guerreros de Alfonso VI que conquistaron Madrid, Iván de Vargas, en cuyas tierras trabajaba San Isidro Labrador. 

Precisamente éste sería unos de los alojamientos de Francisco I en Madrid, aunque el primer lugar donde llevaron al rey francés fue la llamada Torre de los Lujanes, que todavía existe en la Plaza de la Villa de Madrid. La había comprado un siglo antes un cortesano, Pedro Luján, camarero de Juan II, el padre de Isabel la Católica, y a día de hoy constituye el edificio civil más antiguo de Madrid, sede de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

Dado que no existía vida social cortesana en Madrid, la única diversión para el cautivo era la caza, que, por otra parte, era el deporte de los reyes. Seguramente para mayor comodidad en sus salidas cinegéticas Francisco I se instaló después en la casa de campo de los Vargas. Debió de pasar buenos ratos allí, porque cuando regresó a Francia se hizo construir una residencia en el Bois de Boulogne, un gran parque adosado a París como la Casa de Campo lo es a Madrid. El edificio sería conocido como Château de Madrid, hasta su demolición a finales del siglo XVIII, aunque sigue habiendo una puerta del Bois de Boulonge llamada Porte de Madrid.

Lo más curioso de las residencias de Francisco I en Madrid es que su estancia reveló la necesidad de que existiera un palacio real en Madrid, y se emprendieron importantes obras de reforma en el Alcázar de los moros. Aunque no está claro si Francisco I llegaría a disfrutar de ese edificio, lo cierto es que, cuando Felipe II concibió la idea de convertir a Madrid en su corte permanente, uno de los puntos a favor es que ya tenía dispuesto el Alcázar Real.

Aburrido por el cautiverio en Madrid y frustrado el rey francés porque Carlos I no le hacía el menor caso, Francisco I cayó en una depresión que le afectó gravemente la salud. Al mes de llegar a Madrid, el 18 de septiembre, Carlos I recibió un correo urgente cuando estaba de cacería en la Sierra de Buitrago. Era un mensaje de los médicos del rey francés en los que le decían que si quería ver vivo a Francisco I acudiese pronto a Madrid. Tras leer el aviso el emperador dijo a los nobles de su séquito: “El que quisiere quedarse, quédese; y el que quisiere ir conmigo, aguije” y diciendo esto picó espuelas y salió al galope.

Galopando furiosamente, Carlos I recorrió 6 leguas (36 kilómetros) en dos horas y media. Llegó a Madrid cuando caía el crepúsculo y se abrazó con el postrado Francisco I, con quien mantuvo otra de esas conversaciones ejemplo de cortesía: “Señor, dijo el francés, veis vuestro esclavo y prisionero.– No, sino libre, le contestó el emperador, y mi buen hermano y verdadero amigo”. Repitieron la misma cantinela durante un rato, hasta que le dio un desmayo al rey de Francia. En todo caso Francisco I se repuso, aunque Carlos I se había vuelto a Toledo y continuó con su táctica de mortificar al cautivo ignorándole.

A principios de 1526 esa política dio sus frutos. Francisco I comprendió al fin que era un prisionero y que si quería su libertad tendría que comprarla muy cara. El 14 de enero de 1526, cinco meses después de su llegada a Madrid, Francisco I firmó el acuerdo que lleva este nombre, Tratado de Madrid, por el que renunciaba a sus pretensiones al reino de Nápoles y el ducado de Milán, a Flandes y Artois (la parte francesa de los Países Bajos) y al ducado de Borgoña.

Aunque una vez recuperada la libertad, ya en Francia, se retractó en lo referente a Borgoña, el cautiverio de Francisco I en Madrid había dado como resultado la pérdida de influencia de Francia en Italia y los Países Bajos durante los dos siglos siguientes.

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