Occidente en guerra con su pasado
El sociólogo Frank Furedi fustiga en su nuevo ensayo la interpretación ‘woke’ de la historia como venganza o vergüenza

Protesta convocada por el movimiento 'Black Lives Matter' en París. | Jan Schmidt-Whitley (Zuma Press)
En Portland, Oregón, en octubre de 2020, la policía comunica que una multitud se congrega en la intersección de dos calles del centro de la ciudad. No protestan contra ninguna medida política, del gobierno o del consistorio local. No piden la dimisión de ningún cargo público. No dirigen sus reivindicaciones hacia ningún organismo oficial. Están airados, pero no encaminan sus iras hacia nadie que pueda rendir cuentas. En términos escuetos: «están intentando derribar una estatua con una cadena», comunica perplejo un mando policial. Al cabo de una hora, Abraham Lincoln es arrancado de su pedestal, «asesinado por segunda vez», dice Frank Furedi, el autor de La guerra contra el pasado. Por qué Occidente debe luchar por su historia (La Esfera de los Libros, traducción de Verónica Puertollano).
Comienza el libro con esta anécdota, que su autor eleva a categoría de detonante para que emprendiera su escritura. A estas alturas sabemos que ese tipo de acciones se han repetido tanto, de un extremo a otro de Occidente, que ya ni nos sorprenden ni casi llegan a ser noticia. Sus víctimas son –según los activistas– los verdugos del pasado, entendiendo ese concepto en un sentido tan laxo que en el saco deben apretujarse desde el citado Lincoln a George Washington, entre los presidentes norteamericanos. De la reina Victoria a Winston Churchill, entre los británicos. Y hay que dejar bastante espacio para que quepa el equipo español, desde Colón a Franco, pasando por fray Junípero Serra o el marqués de Comillas, entre muchos otros. En esto somos campeones: ¡seis siglos de oprobio!
¡Justicia histórica! proclaman los agitadores, sin percatarse del oxímoron, si uno se atiene a la literalidad. «Obsesivo intento de vengarse del pasado», replica Furedi. Dado que también esto último es en puridad un absurdo, el objetivo se orienta de modo más pragmático a una «reescritura del pasado». Ya que no podemos cambiar la historia, vienen a decirnos, cambiemos nuestra actitud hacia ella: reescribámosla. Reescribir es reorientar, en el sentido de rectificar un rumbo errado. ¿Siguiendo qué pautas? Nuestros valores actuales, claro: presentismo. En términos simplificados, de vindicación a vergüenza. Y en el fondo de todo, una actitud oportunista y sectaria: sacar rentabilidad del proceso para que sirva a los fines «de la política identitaria actual».
De este modo, presentándose como herederos de las víctimas del pasado –víctimas, ellas mismas, sin más distinción–, los manifestantes del wokismo se sienten con derecho a cancelar cualquier opinión que no sea la suya. Reclaman perdones, restituciones y hasta indemnizaciones por agravios reales o supuestos. En el contexto actual todo esto nos parece tan trillado que, justo por no causarnos sorpresa alguna, perdemos nosotros mismos, que intentamos ser críticos, la dimensión de los cambios producidos en los últimos años. Esta hostilidad hacia el pasado, con los rasgos que hoy presenta, es bastante novedosa, enfatiza el autor de esta obra. Procede de las tres o cuatro últimas décadas.
Es probable que incluso en las postrimerías del siglo XX hubiéramos reputado como un insulto a la inteligencia un capítulo que se titulara «¿Qué es el pasado?» Pues bien, ese es el título del primer capítulo de este libro. Uno no puede por menos que evocar la famosa frase de Bertolt Brecht sobre una época en que se hace preciso defender lo obvio o, peor aún, tener que explicar las categorías cognoscitivas más elementales. Pero lo más estéril y frutrante, sostiene Furedi, de esa actitud denigratoria hacia el pasado es su carácter paradójico: quienes pretenden romper con la historia o ajustar cuentas con ella, terminan cargando con la misma como con un peso muerto, se hacen prisioneros del pasado y borran la frontera que le separa del presente. Quo vaditis?
Nuevo campo de batalla
El pasado deja de ser lo que siempre ha sido para convertirse en ámbito de confrontación o, como se dice en el libro, «campo de batalla». Podría decirse con sorna que el grito de guerra es «¡el pasado es mío!», como si fuera un botín del que servirse y administrar. Se ha ridiculizado con frecuencia esta actitud, destacando sus excesos e incluso sus ribetes grotescos, del mismo modo que se ha desarrollado un cierto paternalismo, crítico pero contenido, que ve este movimiento como un sarampión juvenil, en el fondo bienintencionado, pero ingenuo. Conviene precisar que no es en absoluto el caso de Furedi, que se declara alarmado y por ello mismo activo militante antiwoke.
Este matiz convierte el libro no tanto en un examen neutral y desapasionado cuanto en todo lo contrario, un alegato vehemente que hará las delicias de los ya convencidos a la causa crítica contra la cultura de la cancelación y el izquierdismo político-cultural, pero que al mismo tiempo resta eficacia a su planteamiento por el tono de toque a rebato que adquiere en ocasiones. El reconocimiento de la invasión wokista en la educación y, sobre todo, en las universidades no tiene por qué desembocar en un llamamiento casi angustioso a la resistencia, como si fuera un incontenible tsunami que está a punto de acabar con nuestra civilización. Los pilares de esta son más sólidos de lo que sugieren estas proclamas alarmistas.
De hecho, a estas alturas no son pocos los observadores y analistas que señalan que esa marejada izquierdista puede hallarse en los comienzos de un significativo reflujo, víctima de sus continuos errores y atrapada en sus propias desmesuras. Incluso podría estar propiciando un perverso efecto en el otro extremo ideológico, una radicalización de signo opuesto. En cualquier caso, en la mayor parte de las sociedades avanzadas, solo podemos decir que las espadas siguen en alto. Sea como fuere, solo el tiempo –los años venideros- nos mostrará el resultado del combate, si aceptamos que hay tal. Hasta entonces, conviene ser prudentes.
Frank Furedi (Budapest, 1947), un reputado sociólogo de larga trayectoria intelectual, ha desarrollado su labor docente e investigadora en Canadá y Reino Unido (Universidad de Kent). Estudioso en principio del imperialismo y las relaciones étnicas, sus intereses evolucionaron luego hacia la sociología del riesgo y el análisis de las batallas culturales que ponen en solfa los valores de las sociedades democráticas. En esa última órbita se inscribe esta obra. Pero, como ya se ha apuntado, Furedi se plantea el libro menos como aportación académica que como una llamada a la lucha y al mantenimiento de los valores tradicionales como baluarte ante las amenazas de cambio. Mutatis mutandi, recuerda por momentos al ¡Indignaos! de Stephane Hessel, solo que justo en sentido contrario.
Renovación, no nostalgia
A pesar de las reservas apuntadas, que tienen que ver más con la forma o el tono que con el fondo, nos hallamos ante una obra estimable y necesaria. Y que tiene también reflexiones muy certeras y ponderadas, expuestas en páginas brillantes y aleccionadoras. Furedi reconoce que el pasado no es monolítico. Nuestra actitud ante él, tampoco. «Existen innumerables corrientes historiográficas e interpretaciones contradictorias del pasado», y es bueno que así sea. A pesar de esas diferencias, la historia proporciona los recursos morales e intelectuales para la ubicación del hombre en el mundo. Aprender del pasado es esencial, no ya solo para el presente, sino para construir un futuro con sentido.
La cosmovisión que propugna el sociólogo húngaro no implica «un deseo retrógrado de aferrarse a lo que nunca podrá volver», sino que persigue la preservación de un legado que posibilite una convivencia civilizada. No es pues nostalgia del pasado, sino algo muy distinto, respeto ante el acervo de la experiencia humana. Los que ridiculizan la cultura de la Grecia clásica, fijándose solo en el escándalo del esclavismo, desprecian el valor de la democracia ateniense. Esta última, sin embargo, «sigue teniendo un significado fundacional para la vida contemporánea».
Lo mismo podría decirse de lo que nos enseña la historia acerca de los valores irrenunciables de nuestro mundo: libertad, igualdad, tolerancia y justicia. Todas ellas fueron conquistas históricas frente a la fuerza bruta, el fanatismo y el dogma. No podemos ni ignorarlo ni olvidarlo. Nos va la vida en ello. Por lo menos, nuestra concepción de la vida humana vivida con dignidad.