The Objective
Cultura

Cristóbal Colón o los secretos de la efigie del Almirante

El historiador Esteban Mira Caballos dirime en una biografía verdades y leyendas sobre el descubridor de América

Cristóbal Colón o los secretos de la efigie del Almirante

Desembarco de Colón en el Nuevo Mundo (1862), de Dióscoro Puebla. | Wikimedia Commons

Saber demasiadas cosas de un personaje en ocasiones equivale a ignorarlo casi todo sobre él. La información no es siempre conocimiento. Quien conoce a alguien en exceso puede no reparar en lo esencial: la forja del carácter individual que, tras muchas lunas y soles, fue construyéndose primero, y deshaciéndose después, con la suma de sus días y de sus noches sobre la Tierra. Sin duda, es el caso de Cristóbal Colón. ¿Quién ignora que fue el descubridor de América? ¿Cómo olvidar que, igual que Jesucristo, la Historia Universal puede dividirse en antes y después de su existencia?

Y, sin embargo, es tal la cantidad de biografías, estudios, cuentos y fábulas que se han contado –y siguen contándose– sobre su persona desde 1492, el año que le pertenece en los anales de la Eternidad, que es una misión difícil, por no decir imposible, resumir su imagen a lo estrictamente cierto. ¿Cómo fue el marino al que la monarquía castellana apoyó, concediéndole privilegios tan asombrosos como imposibles de respetar, para navegar hacia el Oeste en busca de las riquezas y las especias sacras de las Indias?

A delimitar esta pregunta, que es el método más inteligente para empezar a responderla, se ha dedicado durante los últimos años el historiador Esteban Mira Caballos (Carmona, 1966), que acaba de publicar Colón: El converso que cambió el mundo (Crítica), un excelente y entretenido compendium donde se dirimen las verdades estrictas y se desmienten las ficciones acerca del Almirante, limpiando así el lienzo del descubridor de las huellas (interesadas) del pretérito y ahorrándole los odios (estúpidos) del presente.

De partida conviene decir que Mira Caballos ha escrito un libro de Historia. En mayúsculas. Nada más. Pero nada menos, dados los tiempos que corren y la indolencia dominante. Su retrato sobre el marino italiano, naturalizado castellano y emparentado con la aristocracia española, se sustenta en hechos, documentos, testimonios, lecturas y los rastros dejados por el personaje. De las 572 páginas del libro, 324 se dedican al relato (desnudo) de la existencia de Colón. El resto (248 páginas) contienen una glosa sobre la metodología, la bibliografía consultada, una descripción de las fuentes primarias, apéndices documentales, una fértil cronología, sabrosas notas, mapas y el obligado índice onomástico y topográfico.

Todo este material, situado una vez que la narración propiamente dicha ha concluido, siguiendo el estilo de la escuela británica, da cuenta del objetivo del historiador: volver a escribir, con los ojos del presente, pero respetando los pies quebrados de la época, la vida y los milagros de aquel estrafalario iluminado, soberbio personaje con abalorios, que asombraba por su extremo misticismo y cuya obstinación materialista desconcertaba. Esta fórmula de composición –dramatizar la vida de Colón sin dejar de enseñar la tramoya de la narración– convierte la obra de Mira Caballos en un relato muy fiable y profesional, en las antípodas de tantas novelas históricas, películas, óperas y demás ocurrencias de los diletantes.

Relato objetivo

El historiador ejerce su oficio. Maneja datos, visita archivos, relaciona documentos y expone las divergencias entre los distintos biógrafos. No adula por gusto ni fustiga por moda a los fantasmas del pasado. Escribe con un estilo claro, preciso y didáctico, al que sólo podemos reprochar algunas reiteraciones, intuimos que derivadas de su experiencia como docente. El relato es objetivo y huye con la misma intensidad tanto de la hagiografía (nacionalista) como del absurdo revisionismo histórico.

El Colón de Mira Caballos ofrece a los lectores la posibilidad de entender al personaje sin juzgarlo moralmente, lo que, por otra parte, queda fuera de la jurisdicción del presente. Igual que Yahvé –«Soy el que soy» (Éxodo 3:14)–, el Almirante fue el hombre que fue. Nuestra opinión acerca de su figura no va a alterar la Historia, cuyos senderos siempre son azarosos, como demuestra que el descubrimiento se debiera, además de a la colaboración de los amigos, frailes y embajadores del genovés, a que sólo pidió un millón de maravedís a los Reyes. Se perdía muy poco si fracasaba, como muchos creyeron que sucedería, y, sin correr excesivos riesgos, se podía ganar bastante –competir en los mares con Portugal– si España llegaba a alcanzar Cathay y Cipango navegando a Poniente.

El libro de Mira Caballos es una obra de síntesis cuya aportación estriba en reunir los nuevos hallazgos colombinos acontecidos en el último medio siglo. Son numerosos, pues la materia colombina es inagotable. Ninguna estatua derribada será capaz de difuminar su parábola vital, a través de la cual puede trazarse un cuadro muy exacto tanto de las miserias condición humana como de la valentía que caracteriza a los héroes, aunque a la postre terminen, como todos nosotros, siendo imperfectos.

El Almirante, movido por la voluntad de las apariencias propia de la España medieval, aspiraba, como otros hijos de su tiempo, a la nobleza de sangre que concedían los hechos asombrosos, conquistados en su caso con barcos y velas, en vez de con armas. Esta grandeur palpita dentro del personaje junto al prosaísmo de la realidad. Colón sufrió su calvicie –que disimulaba cubriéndose la testa, que aparece desnuda en su retrato en la Virgen de los Navegantes (1505), un cuadro de Alejo Fernández que se conserva en el Alcázar de Sevilla– tanto como la pérdida de sus derechos (políticos y económicos) sobre el Nuevo Mundo. Por supuesto, sabía que no era Asia, aunque nunca lo admitiese para no perder más la merced real.

Quebrantos y desgracias

Quiso regir aquellas Indias Occidentales –que acabarían adoptando el nombre de Vespucio por un hecho fortuito ajeno al comerciante florentino– en régimen de monopolio y con la forma jurídica del mayorazgo, en competencia con la Corona, que sólo toleró esta situación hasta 1499. Su anhelo absolutista, feudal en suma, era una quimera imposible. Le traería resultados catastróficos y, a la postre, provocó su destitución como virrey, tras intentar compensar el oro no hallado en cantidad suficiente con el tráfico de esclavos, a pesar de la negativa categórica de la reina Isabel.

Como explica Mira Cabalos, las Antillas, durante los primeros años, no parecían ser un negocio boyante. Colón intentó disimular este hecho a toda costa, actitud que le acarrearía conflictos con los primeros colonos que ingenuamente, o por avaricia, creyeron a pies juntillas las falsas maravillas de riqueza fácil e inmediata. No fue su única tortura. Hubo otras. Las calamidades de su salud le castigaron tanto como el océano: padeció tifus, reuma, artritis y diabetes (como Cervantes). No dormía bien y envejecía de forma prematura y acelerada después de realizar cada uno de sus viajes.

Esteban Mira habla de estos quebrantos y alumbra su (mucho menos conocido) perfil devoto, bajo el que probablemente se ocultase un converso que, en contra de lo que dice la leyenda, no murió pobre, sino rico, aunque no dejara de lamentar su suerte, que no fue escasa si tenemos en cuenta que erró en los cálculos de su primer viaje y sobrevivió en los restantes a tormentas, naufragios y tempestades. Sus descendientes –los señores de Veragua, el ducado familiar fundado en 1537– todavía forman parte de la nobleza. Del fundador de la estirpe, un desconocido que cambió Historia, quedan unos huesos minúsculos custodiados en la urna de plomo guardada dentro del túmulo diseñado por Arturo Mélida para la Catedral de Sevilla.

Publicidad