Reviviendo a José Zorrilla
«Escapó de su casa y nunca terminó de obtener el perdón paterno, por haberse dedicado a los versos»

José Zorrilla. | Real Academia Española
Aunque mucha gente nunca lo hubiese leído —o como mucho solo escuchado— el vallisoletano José Zorrilla (1817-1893) prototipo de nuestro romanticismo, y del poeta fácil, pleno de creatividad, cautivador en su verso y sus actitudes vitales, fue un poeta absolutamente popular, su nombre se conocía y muchos sabían versos suyos, aunque no supieran de qué obra… «Larga y pesada es la noche/ si de un cerrado balcón/ al pie se aguarda la lumbre/ de un enamorado sol…» Orientales, leyendas, dramas y uno en especial «Don Juan Tenorio» (1844), obra sin duda agraciada, de la que el propio Zorrilla llegó a decir «mi Don Juan no me deja envejecer», pues ya entonces cundió la costumbre por toda España, que aún incluía Cuba, de representar el Tenorio en el inicial día de difuntos de todos los noviembres. Era una costumbre piadosa y llegó a ser más que eso. Duró hasta no hace mucho, y debemos lamentar (¡cuánta sandez dice de nosotros!) que la fácil belleza del «Don Juan» haya sucumbido -al menos ha ayudado en contra- con la aparición el mismo día de una fiesta anglosajona, hoy día casi mamarrachada infantil, y que es «Halloween», noche de brujas y aparecidos, de remoto origen irlandés, convertida en seña de identidad gringa. Contracción de «All Hallows Eve» (Víspera de Todos los Santos), el actual «Holloween» discotequero, ha ayudado a matar al Tenorio en nuestros predios, y ha alejado y envejecido al siempre vital Zorrilla, mito, incluso más que Espronceda o incluso Bécquer —que son mejores— del poeta bohemio, aventurero, con muchos asuntos de faldas (más allá de sus matrimonios) y siempre entre éxitos fáciles y continuos problemas económicos, que ni una vejez no poco santificada y laureada terminaron de resolver.
De familia altoburguesa, padre severo y conservador, producto del antiguo régimen, y madre excesivamente beata, Zorrilla escapó de su casa y nunca terminó de obtener el perdón paterno, por haberse dedicado a los versos frente a la seriedad de las Leyes. Zorrilla lo debió todo a su talento y a su trabajo, desde que, en 1837, ya en Madrid y en el entierro de Larra, recita teatral y sentido, unos versos elegíacos que le habían sugerido hacer: «Ese vago rumor que rasga el viento/ es la voz funeral de una campana/vano remedo del postrer lamento/ de un cadáver sombrío y macilento/ que en sucio polvo dormirá mañana…» A partir de esa escena y versos pegadizos, José vivió de su inmensa facilidad para el teatro histórico y poético, llegando a hacer cuatro obras en un año. De ese tiempo es «Don Juan Tenorio» que tuvo gran éxito (y reiterado, como sabemos) pero el descuidado o manirroto Zorrilla había vendido al productor, y de por vida, los derechos de su «Don Juan», de forma que la obra que le trajo tanta nombradía no le dio un duro.
Todo esto y más, lo narra Zorrilla con sápida prosa decimonónica en un tomo que he querido leer este verano, buscando otros sabores de lector: «Recuerdos del tiempo viejo» editado facsímil y en un tomo (fueron dos de origen) publicado en 2018 por el Ayuntamiento de Valladolid. En el original, acaso por ello abunden las digresiones a menudo pertinentes, fueron artículos que desde 1879 publicó «Los Lunes de El Imparcial» y que, como he dicho, salieron en dos volúmenes en 1880 y 1882. Libro, creo que poco conocido y que vale la pena. Zorrilla es modesto, pero conserva la seguridad de sus logros y de su obra enorme. Asegura que «Traidor, inconfeso y mártir» (1849) es sin duda su mejor drama, pero sabe que el vividor es el Tenorio. Tras andar por el París romántico con Musset y George Sand, editado por Baudry, Zorrilla, huyendo de pleitos de mujeres y buscando dinero, se marcha en 1855 a México, donde residirá entre letras, amores y negocios once años, descontado el que pasó en Cuba en 1858, intentando fortuna (que tampoco fue) con el comercio de esclavos. De retorno a la Ciudad de México, se hace amigo del emperador Maximiliano de Habsburgo, que lo admiraba. Maximiliano lo pone al frente del recién creado Teatro Nacional. Es en 1864. Cuando Zorrilla, con mil negocios cumplidos e incumplidos, retorna a Madrid por la muerte de su madre, se entera de que su amigo y protector Maximiliano ha sido fusilado en Querétaro por Benito Juárez.
Zorrilla vivirá una vida intensa (nunca entró directamente en política, pese a su talante liberal) pero nunca arregló ni su íntimo problema familiar, con unos padres a los que muy poco trató, ni su público problema económico, pese a entrar en la RAE en 1885, por cierto, con un discurso en verso; o ser coronado Poeta Nacional en Granada en 1889. Un año después, la reina-regente María Cristina, concede una pensión vitalicia a esa vieja gloria sin sueldos, pero Zorrilla enferma y le operan —un problema cerebral— más el tumor se reproduce y el poeta muere en una segunda operación, enero de 1893. Tiene 75 años. Ha vivido enormemente. Fabuloso versificador, poeta y prosista, ha sido un gozo esta rica excursión veraniega al tiempo viejo. Pero releo «Don Juan Tenorio» y pese a sus dulces ripios me sabe a inmortal: «Búsquenle los reñidores; /cérquenle los jugadores; / quien se precie, que le ataje; / y a ver si hay quien le aventaje/ en juego, en lid o en amores».