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Cuando Felipe II, como Ada Colau, no envió sus naves a luchar contra los elementos

La flotilla que zarpó el domingo de Barcelona pone de relieve la diferencia de las firmes creencias del hombre del XVI

Cuando Felipe II, como Ada Colau, no envió sus naves a luchar contra los elementos

La 'Armada invencible'.

La historia, como buena ciencia social que es, también tiene, muy a pesar de los historiadores, numerosas leyendas y chascarrillos que a veces tienen una finalidad: que la gente recuerde anécdotas que, si bien no fueron tal cual se cuentan, al menos sí se parecen en algo. Estos días salta a la memoria la famosa frase atribuida a Felipe II sobre la mal llamada Armada invencible, al ser esta derrotada: «Yo no mandé mis naves a luchar contra los elementos».

Se supone que esa frase, que no se sabe si la dijo o no el monarca, hacía referencia a la inmensa frustración del rey más poderoso de la Tierra ante una batalla perdida sobre todo por culpa de las tormentas, que no de su ineficacia en la guerra. La flotilla de una veintena de embarcaciones que partieron del puerto de Barcelona el pasado domingo rumbo a Israel para, según ellos, hacer un llamamiento internacional y romper el bloqueo marítimo que tiene el país sobre la franja, hace reflexionar, no sin sorna, cuán elevados eran en sus empresas y empeños los hombres del pasado y qué poco consistente es el hombre actual, incluso teniendo toda la tecnología de su lado.

Pensaban los activistas que harían historia yendo hasta, ni más ni menos, que la costa de Israel, pero el asunto no les duró ni un asalto. En menos de 24 horas dieron la vuelta por, según ellos mismos han contado, la mala situación del tiempo, les ha obligado a volver, cuando en 2025 existen todo tipo de medios para saber el tiempo que hará por tierra, mar y aire. Más bien suena a una excusa para no tener que llegar a aguas hebreas y enfrentar problemas con dicho país, siendo detenidos y acusados de apoyar a los terroristas de Hamás. La causa no llegó a sacrificarse tanto y ya están todos de vuelta. Hechas estas abismales comparaciones que en lo único que se parecen es que en ambas hay agua de por medio, conviene recordar lo que pasó también en agosto, pero de hace 437 años.

La Gran y Felicísima Armada

«Era el 10 de agosto de 1588 en el mar del Norte y hacía un tiempo sorprendentemente malo para ser verano. El galeón real inglés Victory -bastante deteriorado por la batalla reciente- navegaba contra un fuerte vendaval del suroeste, con el velamen desplegado para sortear la tormenta. Su puente, pintado de forma llamativa, estaba manchado por el humo de los cañones: el estandarte real del palo mayor y las banderas de san Jorge que ondeaban en los palos de proa y de la mesana estaban hechos jirones. Las jarcias mostraban signos de reparaciones improvisadas, el bauprés y el palo de mesana estaban astillados por los disparos y faltaba el bote del barco. Aunque podía navegar, el Victory no estaba en condiciones de enfrentarse a un enemigo. Sus chilleras, de las que dependía toda su capacidad de combate, estaban vacías. 

A sotavento se encontraba la enorme Armada enviada por el rey Felipe II de España en una misión que todo el mundo miraba como la cosa más importante que él había emprendido: la conquista de Inglaterra y su retorno a la Iglesia Católica. A pesar de la más larga y feroz batalla de artillería que jamás se había producido en el mar, la flota española seguía suelta en los mares del norte, con su formidable orden y disciplina prácticamente intactos. Sus reservas de munición, aunque mermadas, no estaban agotadas, y las filas prietas de soldados que transportaban aún lo hacían imposible de abordar. Lo peor de todo es que los ingleses ya no sabían dónde estaba, ni lo que todavía era capaz de hacer». 

Así comienza el libro de Geoffrey Parker y Colin Martin, en su reputada obra La Gran Armada, probablemente el estudio de historia mejor documentado sobre el fracaso de la gran Monarquía Hispánica en aquel fatídico agosto de 1588. Que aquello fue un desastre sin paliativos nadie lo duda «provocado tanto por las fuerzas de la naturaleza como por la mano de sus adversarios. Los ingleses y los holandeses, en cambio, consideraron que no solo había una victoria abrumadora, sino también una clara demostración de que la simpatía divina estaba de su lado», relatan en la obra los modernistas. Quién tiene la razón es complejo saberlo.

El contexto histórico

El siglo XVI es el de los grandes cambios religiosos en toda Europa. En Inglaterra reina Isabel I con amplios poderes, tras haber sucedido a su hermanastra María Tudor. Isabel es la hija que Enrique VIII había tenido con su segunda mujer, Ana Bolena, con la que se casó tras divorciarse de Catalina de Aragón, hija de los Reyes Católicos. Aquel divorcio supuso también la ruptura con la Roma tras la proclamación del Acta de Supremacía del monarca inglés en 1534 y que marcaba el nacimiento de la Iglesia Anglicana. Un divorcio con la iglesia católica para casarse con una mujer a la que terminó decapitando a los dos años de la boda porque básicamente se cansó de ella y, para terminar antes, la acusó de traición y, por tanto, directa a la Torre de Londres. 

Pero ese matrimonio sí tuvo algo que perduró en el tiempo y fue el largo reinado de Isabel I de Inglaterra y que fue el gran dolor de cabeza de Felipe II. De hecho, esa armada que se enfrentó a los elementos, en realidad iba a luchar contra los barcos de Isabel I, una reina que se mantuvo en el trono 45 años, desde el 17 de noviembre de 1558 hasta su muerte el 24 de marzo de 1603. Nunca se quiso casar (igual por eso su reinado duró tanto) y, por tanto, no tuvo descendencia. Y decimos ‘por tanto’ porque en aquella época lo de ser madre soltera y reina no se estilaba. Ahora tampoco, pero todo se andará. Con su muerte se extinguía la Casa Tudor y se incorporaba la Estuardo.

Felipe II e Isabel I fueron coetáneos en sus reinados prácticamente todo el tiempo, ya que, Isabel fue reina de 1558 a 1603, y Felipe de 1556 a 1598. Y ambos fueron, el uno para el otro, la piedra en el zapato. Más que enemigos irreconciliables, se trató de una profunda rivalidad ejercida por las dos personas más poderosas del mundo occidental del momento. Y una de ellas, mujer, algo insólito en el siglo XVI. Felipe II, el rey prudente, era un monarca devoto y fiel defensor del catolicismo, mientras que Isabel era la gran defensora de la Iglesia Anglicana. No en vano esta había nacido con origen en el deseo de su padre de casarse con su madre. Al margen de sus verdaderas creencias espirituales, que esas son más complejas de averiguar, acaso su causa a favor de la separación de Roma tenía más motivos personales y de recuerdo a su madre que de doctrina. Isabel apoyaba con sus tropas y fuerzas diplomáticas, la expansión del protestantismo por toda Europa que tuvieron como principal expresión innumerables guerras.

Pero no solo les separaba la religión, que ya de por sí era sumamente importante en el contexto de la época. Les enfrentaba también el control del Atlántico. La Monarquía Hispánica recogía los frutos de la inteligente política matrimonial de los hijos de los RRCC y, desde luego, llenaba las arcas y expandía su imperio con el Nuevo Mundo. Y ahí residía el conflicto principal: el que controlara el «charco», sería dueño del comercio y, con ello, el más rico y poderoso. Lo que se jugaban eran grandes empresas. 

Detener la expansión del protestantismo, lo principal

La gran obsesión de Felipe II fue frenar la expansión del protestantismo y para ello no dudó en tirar de arcas reales y armar una buena flota y combatir así a los ingleses, expertos, por supuesto como buenos isleños, en el mar.

En 1588 Felipe II decidió enviar a la muy Felicísima Armada a invadir Inglaterra deteniendo así la religión que él consideraba errónea. Pero los planes no salieron como él esperaba. No al menos en aquella incursión, porque eso fue una «batalla», no la guerra. En mayo zarparon todos los buques desde Lisboa (en aquel momento Portugal pertenecía a la Monarquía Hispánica). 130 barcos y 30.000 soldados que se disponían a dar una lección a la «díscola» Inglaterra. 

La gran batalla que derrotó a las tropas hispánicas tuvo lugar en el Canal de la Mancha donde los ingleses, que jugaban en campo amigo, infligieron daños graves a los españoles. Pero lo peor estaba por llegar. La retirada de los barcos españoles de la «Empresa de Inglaterra», como la llamaba Felipe II, fue la gran hecatombe y no fue precisamente Inglaterra quién lo logró sino las «fuerzas de la naturaleza». Unas condiciones meteorológicas extremas que terminaron por dar la puntilla final.

Fin de la felicísima Armada, comienzo de la Leyenda Negra

La Leyenda Negra ha sido un tema recurrente de estudio entre los historiadores hispanistas, especialmente de la Edad Moderna. Hoy sabemos mucho más sobre todo lo que sucedió, entre otras cosas porque disponemos de una vasta información en el Archivo de Simancas (Valladolid). Los citados Parker y Colin, en la obra mejor documentada sobre este hecho hasta la fecha, han dejado claro para las futuras generaciones, en primer lugar, la verdad de los hechos y, quizás lo más importante, «que no es necesario denigrar a España por no haber logrado sus objetivos, como tampoco hay que atribuir la liberación de Inglaterra a su superioridad innata. Todos los protagonistas del conflicto demostraron poseer fortalezas admirables, pero también grandes debilidades, ya la mayoría lo superó de forma honrosa. La narración se mantiene en sus propios términos y los únicos que deben quedar en el olvido son los mitos».

Lo que sí debería recordarnos la gesta de la Felicísima Armada es que el hombre del pasado, concretamente del XVI, estaba adornado de defectos y virtudes, como es lógico, pero estas últimas pasaban por una valentía ante lo desconocido sin límites, sin miedo y con recursos muy precarios, sabiendo que podían encontrar la muerte. Pero esa idea no solo no los desanimaba, sino que los hacía crecer, porque su nivel de sacrificio y compromiso era tan fuerte y su fe tan profunda que nada disminuía ni su sacrificio, ni mucho menos su compromiso, tesón y valor. Podrían estar equivocados en sus ideales, pero nunca estos eran hueros. Y, desde luego, si existió un hombre resiliente y sólido, fue el de esta época, que no volvía a puerto seguro por mucho que los mares se pusieran complicados.

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