Europa en los años 30: ¿de aquellos polvos, estos lodos?
¿Estamos viviendo los prolegómenos de la Tercera Guerra Mundial?

Una pareja de soldados ucranianos atraviesa una trinchera. | Dmytro Smolienko (Zuma Press)
Parece que muchos medios, así como redes sociales, están de acuerdo en que la sociedad occidental está pasando por un momento de extrema polarización de un tiempo a esta parte. El asesinato de Charlie Kirk hace unos días por motivos de ideología refuerza esa idea. ¿Es un fenómeno nuevo que se provoquen grandes polarizaciones? La historia demuestra que no. Uno podría preguntarse si cuando ha pasado en otro momento de la historia se ha parecido al momento. Son los historiadores los que tienen la palabra analizando con datos objetivos por qué sucedieron las cosas y se pueden establecer paralelismos. Aun así, la historia no es una ciencia exacta y, si bien hay datos indiscutibles, no siempre hay consenso en por qué suceden las cosas o si estas se repiten de igual manera y forma.
En la década de los años 30 o, si se prefiere, el llamado período de entreguerras, Europa sufrió un fuerte revulsivo político que culminó en la II Guerra Mundial, el mayor conflicto armado hasta la fecha, con mayor número de países implicados y mayor número de muertos. Por supuesto, las causas fueron muchas y enraizadas en el otro gran conflicto, la I Guerra Mundial o Gran Guerra y, a su vez ésta tuvo sus prolegómenos. Una de las grandes consecuencias de la I Guerra fue la polarización de la sociedad, la radicalización en la política. En los años 30 la polarización cambió el siglo y sus huellas hasta el presente. Posteriormente, tras la Segunda Guerra Mundial.
Europa sufrió uno de sus periodos más turbulentos: una época marcada por crisis económicas, tensiones sociales y enfrentamientos ideológicos que todavía resuenan en el escenario actual. ¿Estamos en un escenario similar a entonces?
La herencia de la guerra y la crisis económica
La Primera Guerra Mundial, que estalló en 1914, dejó un continente devastado y cambió radicalmente la configuración política y social de Europa. Millones de muertos y territorios desgarrados crearon heridas abiertas, que en muchos países alimentaron un fuerte nacionalismo y sentimientos de resentimiento en todas las clases sociales, pero muy especialmente en las obreras que son siempre las que más padecen, al menos en lo económico, la pobreza. La derrota de los imperios centrales y el surgimiento de nuevas repúblicas no lograron estabilizar el panorama, sino que generaron una sensación de inseguridad que facilitó el ascenso de ideologías extremas: el fascismo y el comunismo.
El Tratado de Versalles de 1919 puso fin a la Primera Guerra Mundial y lo que se creía una buena solución, puso la semilla del nacimiento de un fuerte resentimiento en Alemania, el gran perdedor de la contienda. Por si todo esto fuera poco, el colapso económico desencadenado por la Gran Depresión en 1929 sumió a Europa en una crisis estructural que afectó a millones de personas. Altas tasas de desempleo, pobreza y desesperanza que descompusieron lo más importante: el tejido social. En medio de ese caos surgieron movimientos que prometían orden y recuperación: el fascismo en Italia, bajo Mussolini, y el comunismo en la Unión Soviética, con Stalin consolidando un régimen que prometía igualdad y justicia social.
Según el historiador Juan Carlos Reyes, profesor de historia contemporánea en la Universidad Complutense de Madrid, «la Primera Guerra Mundial dejó heridas abiertas en la mentalidad europea que, tras la crisis de 1929, se convirtieron en un caldo de cultivo para radicalizaciones. La pérdida de confianza en las instituciones democráticas fue uno de los factores que facilitaron la ascensión de regímenes totalitarios».
La emergencia de los totalitarismos
Los totalitarismos tenían el mejor caldo de cultivo para prosperar: pobreza, desilusión, resentimiento y la gran promesa de un mundo mejor, todo ello adornado con muy buenos eslóganes y mejor propaganda.
El fascismo italiano exaltaba el Estado, el militarismo y el nacionalismo, promoviendo una cultura de obediencia y disciplina. Mussolini aprovechó el descontento social y la crisis económica para instaurar un régimen que promovía la fuerza estatal y la supresión de la falta de acuerdos. Alemania eligió por mayoría democrática a Adolf Hitler en 1933, todo ello impulsado por el resentimiento nacional, el miedo a la pérdida de identidad y una economía claramente golpeada. En ambos casos, tres condicionantes que, humanamente, son comprensibles, sobre todo cuando en aquella época no se sabía lo que vendría después. El nazismo se fundamentó en el racismo, el nacionalismo extremo y un proyecto de pureza racial que culminaría en el Holocausto.
Pero es que en el lado opuesto, la cosa no mejoraba. Stalin, en la URSS, implementó una dictadura de partido único, basada en la lucha de clases y el control absoluto de todos los aspectos de la vida social y económica bajo un régimen comunista. Ambos sistemas promovieron una genialísima propaganda masiva, movilizaron a las masas y eso que no existía internet y, lo más representativo, ejercieron una brutal represión sobre el opositor y, lo que es peor, fomentaron que los ciudadanos se delataran entre sí, entre otras cosas para tener la mitad del trabajo hecho.
El historiador Timothy Snyder, autor de Bloodlands, señaló que «el ascenso de estos sistemas totalitarios mostró cómo la crisis social y económica puede ser manipulada por líderes que buscan consolidar un poder absoluto, eliminando cualquier forma de disidencia y deformando la realidad en beneficio del Estado».
Consecuencias sociales y el control social
El impacto social de estos sistemas fue profundo y largo en el tiempo. La institucionalización del miedo, la censura y la persecución de disidentes fragmentaron a las sociedades europeas. La sociedad era el perfecto escenario de vigilancia y los gobiernos controlaban no solo las calles, también las mentes de los ciudadanos. La censura artística, la propaganda y el control de los medios alteraron la percepción pública, restringiendo las libertades y consolidando un clima de sospecha y miedo.
El sociólogo e historiador François Furet describió aquel ambiente como «la creación de una cultura del miedo, donde la confianza en las instituciones democráticas quedó completamente erosionada, dejando vía libre a soluciones autoritarias que prometían estabilidad pero a costa de libertades fundamentales». La familia, la educación y los medios se convirtieron en herramientas para consolidar estos regímenes, que promovían un orden artificial basado en el adoctrinamiento.
La construcción del miedo y sus huellas en el presente
Hace más de setenta años del fin de la Segunda Guerra Mundial y, si bien Europa no vive en su territorio ningún conflicto bélico, sí que participa de una manera u otra en algunos, bien sea con la venta de armas, bien sea posicionándose de forma diplomática. Una nueva polarización heredera ideológicamente de aquellos totalitarismos, aunque con sus matices actuales, claro está, llena las páginas de los actos ciudadanos, las discusiones, los debates. Y, por si fuera poco, se añade un tercer actor que entreguerras no estaba: el islamismo y las diversas amenazas de colonizar Europa imponiendo sus costumbres.
Hay pensadores, analistas, historiadores y expertos en relaciones internacionales que, de una manera u otra, vienen advirtiendo del caldo de cultivo actual, que muestran una honda preocupación porque todo termine estallando y, las palabras mayores, que estalle una tercera guerra mundial. Personas como Ian Bremmer, presidente del Euroasian Group, el gran filósofo Noam Chomsky (que vivió la Segunda Guerra Mundial), llevan tiempo advirtiendo que la posibilidad de una tercera guerra mundial. El problema es que ahora las armas de las grandes potencias y su alcance harían que un conflicto de tales características no tuviera, ni de lejos, el mismo resultado que en las anteriores grandes guerras. En lo que todos se ponen de acuerdo es en dos cosas, la primera, que la tensión es más que evidente y, la segunda, que es imposible adivinar el futuro, pero sí se sabe que una gran guerra puede ser evitada con diplomacia y acuerdos de paz que faciliten que las zonas más tensas tengan otras expectativas. Especialmente los acuerdos de paz por la fuerte disuasión nuclear. Ahora mismo, las grandes zonas «tensionadas» son Oriente Medio, Ucrania y las distintas disputas en Asia. Y, en Europa, una sociedad fragmentada que participa de los conflictos con banderas en las calles, generando más odio si cabe.