The Objective
Leyendo y escribiendo

Otra educación, otra infancia

«Me pregunto qué pensarían ciertos líderes políticos y económicos si leyeran ese libro o vieran esta película»

Otra educación, otra infancia

La película 'Totto-Chan, aventuras desde la ventana'.

La película que más me ha conmovido en los últimos tiempos, las dos veces que la he visto, ha sido Totto-Chan, aventuras desde la ventana (dirigida por Shinnosuke Yakuwa, 2023). En el cine, como en los libros, buscamos la belleza, lo auténtico, el conocimiento y la sabiduría, pero aún más los sentimientos. Todo el mundo debería ver esta película y leer el libro en el que se basa (he leído la versión inglesa; hay traducción española, aunque de difícil acceso: Tetsuko Kuroyanagi, Totto-chan: la niña asomada a la ventana, Sociedad Hispánica del Japón, 2011). Me pregunto qué pensarían ciertos líderes políticos y económicos si leyeran ese libro o vieran esta película, incluso solo cinco minutos de ella, en un descanso de sus juegos de poder en medio del polvorín global. ¿Cómo eran de niños? ¿Por qué hemos terminado así?

Totto-chan, el apodo que tenía en su infancia Tetsuko Kuroyanagi, la autora del libro, es una niña pequeña que vive en Japón poco antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial. Es inquieta, incontrolable, le cuesta concentrarse. En un colegio que parece formar futuros soldados o funcionarios para la administración nipona, cuerpos dóciles del poder, molesta en clase continuamente, se levanta, hace ruido, choca con el carácter severo de su maestra y es expulsada. Entonces su madre la lleva al colegio Tomoe, una escuela con clases pequeñas de unos diez niños situadas en viejos vagones de tren. Ese colegio aplica un método pedagógico distinto, más libre. Inspirándose en la nueva pedagogía que ha estudiado en Europa, su fundador y director, Sosaku Kobayashi, comprende y acepta a cada niño en su individualidad, sin querer limar sus aristas ni pretender que todos sean iguales. Los maestros dejan a los niños libertad para hacer sus tareas en el orden que desean. Si todo el mundo ha terminado, por la tarde salen a dar un paseo y absorben sin darse cuenta conocimientos de fauna, flora, historia, geografía. A menudo hacen ejercicios rítmicos, música y danza. Se privilegia la relación directa con el medio, no mediada por el lenguaje.

Ver todo eso me recordó lo que me contaba mi abuelo sobre el tipo de educación que recibió como alumno interno del Instituto Escuela en Madrid en los años 20 y 30 del siglo pasado, un experimento pedagógico de la misma época ligado a la Institución Libre de Enseñanza que quedó truncado, como tantas cosas, por la Guerra Civil, y que no tuvo continuación en la España democrática.

En el colegio Tomoe, Totto-chan estudia lengua y matemáticas, pero aprenderá más de la observación de la naturaleza, la música, los baños en la piscina o su amistad con un niño enfermo de polio al que ayuda a subir a un árbol. En esa escuela es esencial la empatía y la solidaridad entre los niños. Así, indirectamente y sin esfuerzo, Totto-chan irá madurando poco a poco.

Entonces llega la guerra y todo se tuerce. Los niños pasan hambre. Las familias sufren. El nacionalismo y el odio al enemigo lo invaden todo. Un día la escuela salta por los aires. Incluso entonces, entre bombas y ruinas, Totto-chan mantiene su buen humor, su imaginación, su sonrisa. El director, Sosaku Kobayashi, ve cómo la escuela arde hasta las cenizas y dice: «¿Qué tipo de escuela construiremos después?».

Al final de la película y del libro, Totto-chan aparece como una niña responsable que cuida de su hermano pequeño, nada que ver con la chiquilla indisciplinada del principio. Su desarrollo se debió a la confianza que le había inspirado Kobayashi, que siempre le decía: «Realmente eres una niña muy buena». En una escena, la niña le dice al director que de mayor quiere ser profesora en el colegio Tomoe. En el fondo, la meta de toda pedagogía es convertir al alumno en maestro y permitir que el maestro aprenda del alumno. Aprender a aprender y enseñar a enseñar: esa es la clave de la educación.

La niñez es el periodo de la vida en la que todo es posible, en la que los sentimientos son más vivos, menos filtrados por las ideas que luego nos meten en la cabeza y que más tarde nos tocará desaprender. Es la época, también, en la que todo puede lastrarse o arruinarse si el niño no encuentra un ambiente propicio para su desarrollo, cariño, seguridad, reconocimiento, espacio para soñar y explorar sus intereses, su imaginación. Hay mucha gente con la imaginación dañada o anulada, y eso tiene consecuencias nefastas en muchos ámbitos.

La niñez la llevamos siempre dentro, como los periodos sucesivos de la vida. Es fiel y no nos abandona. La abandonamos nosotros, a veces. Dejamos de tener acceso a su gracia, a su gozo, al juego, a la risa inocente, a lo que de veras vale la pena, y nos perdemos, desde la adolescencia y más aún en la edad supuestamente madura, en el deseo y la ambición de cosas que valen poco. La mirada de la infancia queda obturada por la vileza, la rigidez, la codicia. Nunca debimos perderla. Si la perdimos, urge recuperarla.

¿Qué está pasando hoy con la pedagogía? No sigo la investigación actual sobre esa disciplina. Percibo que la educación que reciben mis hijos es muy parecida a la que yo recibí hace décadas. Todo se centra en las matemáticas y la lengua, como si nuestro mundo se redujera a números (economía) y discursos (ideología). Son disciplinas importantes, sin duda, pero no las únicas. Y se tiende a enseñarlas de un modo mecánico y poco inspirado. Los años se suceden con monotonía. Siempre se repiten las mismas cosas, con pequeñas variaciones. Las disciplinas artísticas reciben cada vez menos atención y se valoran muy poco. En vez de saber bailar o tocar un instrumento, los niños aprenden informática… Se estudia filosofía o historia, pero no se enseña a los alumnos a pensar por sí mismos ni a concebir su lugar en el tiempo y en la cultura. Se destripan las frases en clase de lengua, algo perfectamente inútil para hablar y escribir correctamente, pero no se estimula a usar el lenguaje con libertad y creatividad. ¿No habría que dedicar más tiempo a la danza, a la música, a la poesía, a la horticultura, al dibujo, a los paseos, a la observación de la naturaleza y el paisaje, y a la conversación?

El sistema educativo está orientado hacia los procesos productivos. Desde el jardín de infancia, se están formando futuros trabajadores. En la enseñanza secundaria y la universidad, lo que importa son las salidas profesionales. Con frecuencia, la escuela parece un lugar donde se aparca a los niños mientras sus padres trabajan. La enseñanza se ve como una actividad secundaria y no como un fin en sí mismo. En la universidad hay alumnos que están varados en el hastío y la indecisión, sin ganas de aprender ni posibilidad de incorporarse al mundo laboral. En una escuela como Tomoe, los niños disfrutaban y no querían volver a casa al final del día. En los colegios convencionales, a menudo los niños se aburren. La semana es rutinaria, como la jornada de trabajo de sus padres, y solo cabe esperar la tarde, para ver pantallas, y el fin de semana, para ver más pantallas.

En mi niñez, las tareas escolares eran pocas y al menos tenía tiempo libre para seguir mis intereses y sueños. Más adelante tuve la suerte de conocer a ciertas personas que me dieron mucho con generosidad. Algunos profesores, también, en el instituto, enseñaban de otro modo. Se notaba su vocación, sus ganas de transmitir algo.

En todas las escuelas se usan los mismos métodos. La uniformidad es pasmosa. No se forman ciudadanos. Se invierte en capital humano, de forma utilitarista, y a veces ni eso. Se busca una masa maleable, trabajadores y consumidores que cumplan su función. La escuela es también el lugar en el que se transmiten identidades, mitos, leyendas nacionales. Se forma un grupo que se distingue de otros grupos. Es difícil que una identidad grupal de ese tipo no acabe en oposición e incluso odio hacia otras identidades. Es la oposición lo que la vuelve significativa. Se impide así que los niños vean algo evidente: que todos los humanos y no humanos, lo vivo y lo inerte, formamos parte de un sistema planetario en la que todo afecta a todo, en el que las separaciones son artificiales e impiden cualquier progreso en la capacidad de la especie para organizarse de forma eficaz, legítima, justa y sostenible.

Otro enorme reto de la educación actual, en las escuelas y las familias, es proteger a los niños de la peste digital, las «aplicaciones», las supuestas redes (a)sociales, los «contenidos» dañinos, la llamada «inteligencia artificial» que ya se está usando por niños y jóvenes como atajo o autoengaño cognitivo, o de videojuegos en los que se dispara a matar como si fuera un deporte más. Esas realidades digitales incontroladas, tan difíciles de regular, que exceden los medios de cada familia, de los docentes y de las organizaciones políticas, están reduciendo la capacidad intelectual de generaciones enteras, y minando las condiciones que permiten sociedades libres y democráticas.

Sorprende, en nuestros sistemas educativos, que los profesores de niños y jóvenes estén tan mal remunerados. Es muestra de que nuestras sociedades no valoran lo que realmente vale y aprecian y pagan mucho por cosas que en realidad no valen nada. La vocación de enseñar es la más hermosa. Un buen maestro es capaz de encauzar la vida del niño o del joven menos favorecido, más descarriado. Cientos de miles, millones de buenos maestros aplicando otros métodos de enseñanza, podrían cambiar la faz del mundo.

Hace unos días, tras dejar a mis hijas en el autobús escolar, me he cruzado con alguien que llevaba a su hija al colegio. La niña llevaba unas gafas y uno de los ojos tapados para tratar un ojo vago. He pensado: También nosotros deberíamos ponernos un parche en el ojo interior que solemos usar, para aprender a ver el mundo de otra manera, con el ojo que no usamos normalmente, y recuperar aquella confianza de la niñez que permite mantener la esperanza. Al dar la vuelta a la esquina para entrar en la avenida, he mirado a lo alto. Un arcoíris difuminado se levantaba sobre edificios grises de oficinas grises. Dentro, personas más o menos grises administran un mundo a la deriva en el que tal vez ya no creen. El arcoíris no llegaba a formarse del todo, pero fue suficiente para hacerme sonreír. A Totto-chan le habría encantado.

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