Manuel Sacristán, el regreso de un marxista antidogmático
El Viejo Topo edita un conjunto de fragmentos del pensamiento del filósofo titulado un tanto irónicamente ‘M.A.R.X.’

El filósofo Manuel Sacristán. | El Viejo Topo
En este mes de septiembre que acaba de terminar Manuel Sacristán, uno de nuestros pensadores más solventes del siglo pasado, hubiera cumplido cien años. Con tal motivo, algunas editoriales, en particular El Viejo Topo, se han animado a reeditar algunas sus obras más significativas, entre la cuales, me atrevo a destacar este conjunto de fragmentos titulado un tanto irónicamente M.A.R.X. (Máximas, Aforismos, Reflexiones y algunas otras Variables). Por dos razones: en primer lugar, porque su carácter misceláneo y omniabarcante permite tomar contacto con la ingente cantidad de intereses y preocupaciones que compusieron el pensamiento de Manuel Sacristán. En segundo, y como consecuencia de ello, porque nos ofrece una imagen bastante completa del filósofo y de la que, en mi opinión, constituye su principal cualidad: la insobornable voluntad de honestidad intelectual.
A Sacristán suele presentársele con la etiqueta de filósofo marxista. Aunque ello no constituya en absoluto una inexactitud (probablemente él no se hubiera sentido en absoluto incómodo con esa vestimenta) sí implica una cierta forma de reduccionismo, por no hablar de los inevitables equívocos que dicha asignación puede suscitar en lectores poco familiarizados con su filosofía: ¿tiene algún sentido a estas alturas –podrían preguntarse- leer a un pensador que se declara marxista? Pues depende de lo que entendamos por tal cosa, habría que contestarles. Si con ello aludimos a la interminable caterva de escoliastas que a lo largo del siglo pasado convirtieron a Marx en un mero trasunto laico de la Biblia, pues obviamente no, aunque el rechazo, en este caso, se derivaría más del hecho de no ser pensadores en sentido alguno, que de su condición de marxistas.
Como cualquier otra forma de pensamiento filosófico, el marxismo deja de tener valor cuando pierde su carácter tentativo y autocrítico (y en ello incide insistentemente Sacristán) y se convierte en un conjunto de verdades autoevidentes a partir de la cuales se aspira a explicar, sin contrastación empírica de ningún tipo, la totalidad del mundo. Y, sin embargo, no creo que haya nadie medianamente informado sobre la evolución de las ciencias sociales, entendidas éstas en su sentido más riguroso y exigente y no en la versión banal que de ellas nos ofrecen a menudo las universidades en las últimas décadas, que se atreva a negar las decisivas aportaciones que en ellas ha depositado la tradición marxista. Negarse a leer, por tanto, a un pensador por el simple hecho de ser marxista implica una forma de dogmatismo no demasiado discordante con la de los que convirtieron a Marx en un pretexto inmejorable para ahorrarse el esfuerzo que supone tener que pensar por uno mismo.
El marxismo de Manuel Sacristán, por otra parte, tal vez como consecuencia de su formación inicial como lógico y filósofo de la ciencia, es tan perfectamente antidogmático que resulta recurrente encontrar en estas reflexiones y fragmentos críticas desacomplejadas y sagaces con respecto a muchas de las ortodoxias más arraigadas en el marxismo de la época. Para empezar, la de su presunta condición científica. Para Sacristán, al contrario, por ejemplo, que para Althusser, un gurú intelectual por el que el pensador español no oculta su desdén, el marxismo es, sobre todo, una creación cultural que lleva inseparablemente aparejado un ideal moral de emancipación: «Me parece menos falso –llega a afirmar con una rotundidad que haría que el propio Marx se revolviera en su tumba– decir que el marxismo es una religión que el marxismo es una ciencia». Ello no quiere decir, sin embargo, que no considere a Marx un clásico de las ciencias sociales, es decir, «un autor, por un lado, irrenunciable y, por otro, no actual en todos sus detalles».
Sea como fuere, por más ricas que puedan ser estas disquisiciones en algunos momentos (no en todos, ni mucho menos), hay que reconocer que se han quedado un tanto al margen de las preocupaciones nucleares de nuestro presente: ¿Quién le iba a decir al pobre Marx que iba a ser la propia historia la que, sin mayores alharacas dialécticas, prescindiría un día de gran parte de su retórica? Afortunadamente, tal y como hemos apuntado, los intereses teóricos de Sacristán son múltiples y muy amplios. En este libro, del que hay que destacar la fina labor de recopilación llevada a cabo por su editor, hay capítulos que versan sobre gnoseología, sentido y práctica de la filosofía, el lenguaje, la política, la ética o sabrosas confrontaciones con los pensadores más dispares en las que siempre destaca el brillo del razonamiento invariablemente despojado del recurso a la descalificación.
Magisterio de Ortega
En cada una de dichas áreas temática volvemos a encontrar esa cualidad de imprevisibilidad y sorpresa que es, sin duda, uno de los signos por los que puede reconocerse el verdadero pensamiento. Sacristán, por ejemplo, no esconde su respeto por Popper o por Heidegger (sobre el que hizo su tesis doctoral), por no hablar del magisterio que le concede a Ortega («ha cumplido respecto a los españoles una función tan decisiva como la que cumplió Sócrates respecto a los griegos»), mientras que se muestra desdeñoso con otras corrientes presuntamente más próximas a su forma de pensar, tales como la Escuela de Frankfurt (a los que acusa de dar una apariencia de ciencia a algo que no lo es en absoluto) o el marxismo estructuralista de su tiempo.
Hay, sin embargo, un aspecto cuanto menos sorprendente que vincula curiosamente a Sacristán con Popper: su comprensión, en mi opinión, a menudo deficiente cuando no decisivamente sesgada del pensamiento de Hegel, algo, por lo demás, en lo que suelen incurrir muchos marxistas, y que tal vez tenga que ver, por un lado, con la necesidad de matar al padre y, por otro, con la voluntad de otorgarle al hijo una mayor relevancia filosófica. Sacristán le achaca a Hegel, con razón, algunos de los lastres gnoseológicos que encuentra en Marx, pero también le asigna a este último hallazgo de valor que, en puridad, son descubrimientos estrictamente hegelianos. En ningún asunto se ve mejor esta distorsión apreciativa que en las reflexiones, por lo demás, interesantísimas, acerca de la dialéctica.
Sea como fuere, estas reflexiones, como decimos, impresionan por la mirada indefectiblemente profunda y personal que exhiben en cualquiera de los temas que abordan, pero también muchas veces por su sorprendente actualidad: «La nacionalización de la política –advertía ya, por ejemplo, hace varias décadas– es uno de los procesos que más deprisa puede llevarnos a la hecatombe nuclear». Tampoco se acomoda Sacristán al papanatismo cientifista tan en boga que desprecia toda forma de conocimiento que no sea el que la ofrecen las llamadas ciencias positivas, ni concibe, por ejemplo, un ecologismo, del que fue uno de los pioneros en nuestro país, que no contemple la alianza con la técnica: «No hay antagonismo –afirma– entre tecnología y ecologismo, sino entre tecnologías destructoras de las condiciones de vida de nuestra especie y tecnologías favorables a largo plazo a ésta».
Por todo ello, se agradece, entre tanta filosofía divulgativa y frecuentemente banal que inunda los anaqueles de las librerías, el regreso de este pensamiento exigente y honesto que se despliega, además, en una prosa elegante a fuer de singularmente precisa. En tal sentido, aquellos que, como decíamos al principio, albergan prejuicios, derivados en gran parte de la inanidad que exhiben quienes se han arrogado en la actualidad el papel de intelectuales de izquierdas, podrán encontrar en estos textos apasionantes una invitación seria a confrontar y repensar muchas ideas que se dan por supuestas, pero me atrevo a afirmar que a quienes más podría beneficiar la lectura de esta M.A.R.X. es, precisamente, a esa izquierda pizpireta que hace ya mucho tiempo perdió el contacto, no sólo con su propia tradición intelectual, sino, simple y llanamente, con el nefando vicio de pensar. A ellos, con todo mi cariño, les dejo esta última perla: «Me complace traer a colación a un conservador tan redomado como Popper para ejemplificar que para entender las cosas hay que estudiarlas, y que el creerse de izquierdas no da automáticamente compresión al que no se molesta en estudiarlas».