La Europa mínima
El respeto a la soberanía de estados insignificantes es una característica de la cultura política europea

El poderío que desprende este gran maestre, retratado por Caravaggio, explica como frenó a los turcos la Orden de Malta. | Wikipedia
En el otoño de la Edad Media comenzó ya la melancolía, la añoranza por las glorias que en el pasado podía alcanzar un caballero. El Quijote no será más que una elaboración intelectual –y genial– de este sentimiento. La empresa caballeresca por excelencia de la Edad Media habían sido las Cruzadas para liberar Jerusalén y la Tierra Santa del dominio musulmán, y cuando el duque de Borgoña Felipe el Bueno creó la orden de caballería más prestigiosa de la Historia, el Toisón de Oro, tenía como objetivo ideal repetir una Cruzada liberadora de Tierra Santa.
Ya en plena Edad Moderna el tataranieto de Felipe el Bueno, Carlos I de España y V de Alemania, el monarca más poderoso del mundo, que había heredado de sus antepasados borgoñones la soberanía del Toisón de Oro, capitaneó dos expediciones militares contra los musulmanes que llamó cruzadas. En 1535 fue a la conquista de Túnez y venció. En 1541 intentó lo mismo en Argel y fue derrotado.
Como si se tratara de un asunto familiar, sería un nieto de Carlos V, el joven rey de Portugal Don Sebastián, quien repetiría la empresa de lanzar una cruzada contra el Islam en el Norte de Africa, Marruecos en su caso. El duque de Alba le advirtió a Don Sebastián que no tenía fuerzas suficientes para aquella ofensiva, pero el joven e imprudente monarca le afeó su cobardía al mejor sodado de Europa y partió a su cruzada. Nunca volvería de ella, desapareció en la batalla de los Tres Reyes, obviamente muerto, aunque daría origen a la leyenda del rey desaparecido pero que retornará algún día.
Estos hechos histórico-familiares explican la generosa decisión de Carlos V de regalarle un país a una orden religioso-caballeresca. En el siglo XVI el único vestigio que quedaba vivo de las auténticas Cruzadas era la Orden del Hospital de San Juan Jerusalén. Fundada en 1113 –poco después de la conquista de Jerusalén por la Primera Cruzada–, su primitiva función era atender a los peregrinos enfermos en un hospital que había junto al Santo Sepulcro, pero pronto se militarizaron y los caballeros hospitalarios se convirtieron, junto a los caballeros templarios, en el pilar de la defensa del Reino Latino de Jerusalén, el estado cristiano fundado por los cruzados.
A finales del siglo XII el sultán Saladino conquistó ese Reino Latino, y los hospitalarios se instalaron, mediante conquista, en la isla griega de Rodas adoptando el nombre de caballeros de Rodas. Pero en 1522 los turcos conquistaron Rodas, y los caballeros hospitalarios se quedaron de nuevo sin sede. Los templarios ya habían desaparecido, disueltos por el Papa en 1312, de modo que los hospitalarios eran los únicos herederos de los cruzados, y Carlos V, que dominaba tanto el Norte como el Sur de Italia, les otorgó un mini-estado, la isla de Malta y los islotes de Gozo y Comino.
La mínima entidad territorial –316 kilómetros cuadrados– quedaba compensada por la enorme importancia estratégica que tenía Malta, pues situada al sur de Sicilia controla el paso por el estrechamiento que une el Mediterráneo Oriental y el Occidental. Carlos I sabía lo que hacía: instalándose allí los caballeros hospitalarios, Malta se convertiría en una fortaleza que impediría la expansión turca hacia Occidente. En 1565 los otomanos intentaron conquistarla y la sometieron a un asedio que duró cuatro meses, hasta que llegó el llamado ‘Gran rescate’ de la flota española. En 1571, la Soberana Orden de Malta fue una de las potencias cristianas que tomaron parte en la definitiva victoria de Lepanto sobre los turcos.
Lo que no logró el Gran Turco lo consiguió un general de la Revolución Francesa llamado Bonaparte, que cuando iba camino de Egipto en 1798 se apoderó de Malta y expulsó a los caballeros. Curiosamente, aunque se quedó sin territorio, la Orden de Malta siguió teniendo la consideración internacional de Soberana y actualmente mantiene relaciones diplomáticas con un centenar de estados, emite pasaportes, moneda y sellos, y forma parte de organismos internacionales.
Cundo se derrumbó el imperio napoleónico en 1814, Malta pasó a poder de los ingleses, que conscientes de su valor estratégico la convirtieron en cuartel general de su flota en el Mediterráneo. Durante la Segunda Guerra Mundial esa Malta británica se enfrentó a las fuerzas del Eje con el mismo valor que los caballeros habían combatido a los turcos. Inglaterra le concedió la independencia en 1964, aunque mantuvo bases militares hasta 1979. Su retirada definitiva se celebra en Malta como «el Día de la Libertad». En 2004 la República de Malta se convirtió en el socio más pequeño de la Unión Europea.
La República más antigua del mundo
Geográficamente, Malta es una isla italiana, aunque durante la dominación británica se erradicase la lengua italiana. Y es que Italia, con su compleja Historia, es la principal contribuyente a esa mini-Europa que constituye una de las peculiaridades de nuestra cultura política.
El caso más extraño es el de la República de San Marino. Otros pequeños estados como Luxemburgo, Andorra o Liechtenstein tienen fronteras con varios países, Mónaco tiene salida al mar, Malta es una isla, pero San Marino es una mota perdida dentro del mapa del estado italiano.
Su origen tiene explicación histórica. Hacia el año 300, durante las persecuciones de cristianos en el Imperio Romano, algunos fugitivos buscaron refugio en el Monte Titano, un lugar difícilmente accesible de la cordillera de los Apeninos. Allí vivieron de forma autónoma, se dieron sus propias leyes y formaron lo que se considera la República más antigua de Europa. Luego, en la Edad Media, proliferarían en Italia las ciudades-estado que se proclamaban Repúblicas, favorecidas porque Italia formaba parte de la más compleja estructura política que ha conocido la Historia, el Sacro Imperio Romano Germánico, formado por cientos de entidades de muy distinta categoría desde el Báltico al Mediterráneo.
Los enfrentamientos a lo largo de siglos entre las dos cabezas del Sacro Imperio, el Papa y el Emperador, favorecieron la autonomía de estas ciudades-estado. El Papa Nicolás IV reconoció formalmente la independencia de la República de San Marino en 1291, y en el siglo XV, gracias a entrar en una alianza con el Papa Pío I en una guerra, San Marino se anexionó varias poblaciones vecinas, hasta alcanzar los 61 kilómetros cuadrados de extensión que ha conservado hasta ahora.
El mosaico de soberanías italianas se mantuvo hasta el siglo XIX, y desapareció por el movimiento de unificación llamado Risorgimento, que entre 1848 y 1870, mediante varias guerras, logró la unidad de Italia en forma de monarquía parlamentaria. ¿Cómo logró escapar San Marino de este proceso? Porque en un momento difícil dio asilo a Garibaldi, el héroe indiscutible de la unidad italiana, y este le dio su palabra de respetar su independencia.
Mónaco, en cambio, es el producto de la ambición de una familia genovesa, los Grimaldi. La República de Génova era en la Edad Media un emporio comercial, llena de gente emprendedora, capaz de sacarle dinero al mismo diablo. Los Grimaldi amasaron una fortuna con la industria de la anchoa, se vieron envueltos en repetidas luchas por el poder entre los notables genoveses, y en el siglo XIII dieron el golpe definitivo, se apoderaron del territorio de Mónaco, que pertenecía a la República Genovesa, y se proclamaron príncipes.
En su origen el Principado de Mónaco era mucho más grande: 24 kilómetros cuadrados, pues incluía una zona de la costa que llegaba casi hasta la actual frontera italiana, pero cuando estalló la Revolución de 1848 en Francia, los habitantes de Menton y Roquebrune se rebelaron contra su príncipe y se declararon pueblos libres, posteriormente absorbidos por Francia. Mónaco quedó reducido a la ridícula dimensión de 2 kilómetros cuadrados, aunque es evidente que ese terreno es muy valioso.
Los Grimaldi han demostrado su capacidad de supervivencia, han permanecido pese a ocupaciones de las distintas potencias, desde España en el siglo XVII hasta la Italia fascista en la II Guerra Mundial, y en los tiempos recientes han jugado las bazas de paraíso fiscal y capital del glamur mundial, a lo que contribuyó el casamiento del príncipe soberano Rainiero con la estrella de Hollywood Grace Kelly. Mónaco es el lugar donde todos los supermillonarios quieren fondear su yate, acudir al casino más famoso del mundo y ser invitados a sus exclusivos bailes de gala.
Si ridícula es la superficie de Mónaco, ¿qué decir de la Ciudad del Vaticano, el último de los microestados que han florecido en Europa? Ocupa menos de medio kilómetro cuadrado, pero es sin duda no ya el más poderoso de los microestados, sino una potencia mundial, por la influencia espiritual que tiene el Papa sobre el mundo católico.
El Vaticano actual es un pálido reflejo de lo que fueron los Estados de la Iglesia desde la Edad Media. Aquel poder temporal que hacía que llamasen al Sumo Pontífice «Papa-rey», se vino abajo en 1870, cuando el ejército italiano asaltó Roma, proclamada capital del Reino de Italia. Al Papa le permitieron que siguiera viviendo en el palacio del Vaticano, y se convirtió en «el prisionero del Vaticano». Su revancha fue excomulgar a la dinastía de los Saboya, que reinaba en Italia.
Cuando en 1922 Mussolini tomó el poder con un golpe de Estado de opereta, uno de los ases que llevaba escondidos en la manga era un compromiso con la Iglesia católica para liberar al «prisionero del Vaticano». Con esa oferta consiguió que la Iglesia no condenara la toma del poder por el fascismo. Mussolini cumplió su promesa, y en 1929 se firmó el Tratado de Letrán, que creó el más pequeño de los estados del mundo.
Comparados con los casos anteriores, la existencia de Andorra o Liechtenstein parece normal. Ambos eran países montañosos, sin riquezas y situados en el límite entre dos estados. Andorra es el producto del acuerdo entre un señor feudal francés y otro español, el conde de Foix y el obispo de Urgel, que en 1278, para evitar disputas entre ellos, acordaron compartir la soberanía como copríncipes, lo que supuso la independencia de hecho para el Principado de Andorra.
En cuanto a Liechtenstein, es el último vestigio que queda del Sacro Imperio Romano Germánico. En realidad fue uno de los últimos territorios en formar parte del Imperio, pues fue creado en 1719. Una importante y rica casa aristocrática, los Liechtenstein, querían entrar en la Dieta, el Parlamento Imperial. Para ello necesitaban un territorio de cierta entidad, así que compraron dos feudos en los Alpes, entre las actuales Suiza y Austria, y los unieron con el visto bueno del Emperador, que lo aceptó como Principado de Liechtenstein.