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Cultura

Julian Barnes, contra el dogmatismo

El novelista británico defiende en el ensayo ‘Mis cambios de opinión’ el derecho a la disidencia y la tolerancia

Julian Barnes, contra el dogmatismo

El novelista británico Julian Barnes. | Wikimedia Commons

Vivimos en tiempos de lo absoluto. En épocas en que campean lo extremo y lo indiscutible. Las ideas radicales y unilaterales copan todos los terrenos y no parece haber mayor espacio para moderaciones de ninguna especie. Soplan vientos tristes para la razón y para las divergencias de opinión.

Los políticos y los poderosos compiten por llamar la atención del público con malabares y trucos de baja estofa. Mientras tanto, nos movemos entre ciudadanos sobreexcitados y adictos a las pantallas, votantes aborregados a la vez que empachados de los sistemas políticos. Y, claro, las ideas extremas son necesariamente divisorias, fragmentan entre buenos y malos, alineados y no alineados, comprometidos y no comprometidos. Si no estás conmigo, simplemente estás contra mí, en el lado desafortunado de la historia.

Es posible que la causa de todo lo anterior esté en la quiebra de los acuerdos mínimos que heredamos, como sociedad, de la Ilustración. Para empezar, la idea de que el origen y el límite del poder político están dados por la dignidad humana, concepto que ha sido puesto a prueba por los avatares de la migración –dolorosa, las más de las veces– y por el cada día más grande desafío de la convivencia pacífica en comunidades heterogéneas.

También está el apolillamiento del concepto de la división y adecuada distribución del poder, como condición necesaria para la vida en democracia. Hay pocos principios más sabios que el incorporado en el artículo 16 de la Declaración del Hombre y del Ciudadano: «Una sociedad en la que no esté establecida la garantía de los derechos, ni determinada la separación de los poderes, carece de constitución». Es la maestría de la simpleza y de la concreción: si el poder se desboca, no hay democracia posible. Si los derechos no están garantizados, reinarán los lobos.

Así mismo están en entredicho instituciones hasta hace poco sólidamente consensuadas, como el derecho a la divergencia de opinión, la premisa de la libre circulación de ideas –sin perjuicio de su origen o condición– o la necesidad de que el ciudadano cuente con unos espacios en los que ni el Estado ni terceros puedan arbitrar. Me parece que la sociedad deriva hacia lo opuesto, es decir, hacia el escarnio de la opinión ajena, hacia la administración de la información por parte del poder y hacia la censura de las ideas supuestamente peligrosas. Supuestamente peligrosas, claro, por contrarias. No se admite el disenso.

‘El derecho de los tigres’

Más que tiempos iliberales, nos han tocado en suerte tiempos antiilustrados. Claro que no es nueva la intransigencia, ni sorprendente el retorno de las supersticiones. Ya Voltaire, en 1763, había advertido en el Tratado sobre la tolerancia que: «El derecho a la intolerancia es, por tanto, absurdo y bárbaro; es el derecho de los tigres, y es mucho más horrible, porque los tigres sólo desgarran para comer, y nosotros nos hemos exterminado por unos párrafos».

Y por supuesto que Voltaire fue tributario de Michel de Montaigne, en esta y en múltiples facetas. A su vez, un par de siglos antes que Voltaire, Montaigne había defendido el necesario efecto del tiempo en nuestras opiniones, la deseable mutabilidad de las ideas, conforme variasen también las circunstancias: «Hay que acomodar mi historia al momento. Acaso cambiaré dentro de poco no sólo de fortuna sino también de intención. Esto es un registro de acontecimientos diversos y mudables, y de imaginaciones indecisas y, en algún caso, contrarias, bien porque yo mismo soy distinto, bien porque abordo los objetos por otras circunstancias y consideraciones. Es muy cierto que tal vez me contradigo, pero la verdad, como decía Demades, no la contradigo. Si mi alma pudiera asentarse, no haría ensayos, me mantendría firme; está siempre aprendiendo y poniéndose a prueba», sentenció el ensayista bordelés, en lo alto de su torre y debajo de las vigas labradas con las máximas de los pensadores clásicos.

Acerca del regreso del derecho de los tigres, el recalcitrante afrancesado Julian Barnes ha firmado un ensayo (Mis cambios de opinión, Editorial Anagrama) en el que argumenta, como sus precursores, a favor de la potestad de variar de ideas, en caso de que las circunstancias cambien. En estas estaciones de turbulencia, las reflexiones de Julian Barnes nos devuelven a los territorios de la medida justa, a una especie de puerto seguro. Honra Barnes la sabiduría del arrepentimiento, como lo hizo el viejo Montaigne: la posibilidad de variar de opinión justificadamente y si las condiciones así lo permiten, a la vez que deja entrever, por las mismas razones, la incongruencia del dogmatismo.

Julian Barnes, conocido principalmente como narrador, es un novelista que reflexiona sobre su propio arte y que a menudo especula (ensaya) acerca de su materia prima: el decurso del tiempo, el truculento papel de la memoria y los puentes que unen lo escrito y lo representado. En Con los ojos bien abiertos. Ensayos sobre arte, Barnes recorre con agudeza los entresijos de la pintura moderna y contemporánea; en El hombre de la bata roja construye y quizá salpimienta la vida de un conocido médico en el París de la Belle Époque, sobre la base de una pintura de John Singer Sargent; y en Nothing to declare (no sé si hay una traducción al español) Barnes destila todavía más sus afrancesamientos.

La corrosión de la memoria

En línea con lo anterior, Mis cambios de opinión, un ensayo de menos de 80 páginas constituye una cámara de resonancia de sus trabajos prenombrados, en cuanto también inquiere en el cogollo de lo literario: la corrosión que suele generar el recuerdo, la opacidad de las evocaciones o la búsqueda de la palabra precisa para poder cincelar una frase. Un ensayo en apariencia inocente e inocuo, pues, resulta en una deliberación de tremenda actualidad.    

Son varios los argumentos de Julian Barnes para sostener la licitud del derecho a cambiar de opinión. Como quedó mencionado, el principal es el efecto distorsionador que el tiempo suele tener sobre la memoria: los recuerdos necesariamente se transforman con el paso de los años y es, justamente, esa zona incierta la greda del creador literario. «Sabemos que los recuerdos se deterioran. Que cada vez que sacamos un recuerdo de su taquilla y lo exponemos, lo alteramos un poquito», sostiene el inglés. La memoria varía con el paso del tiempo y esa alteración, subraya, puede hacer que también cambien nuestras opiniones acerca de las cosas.

En algunos pasajes de Mis cambios de opinión sí que puede haber un registro otoñal, el tono del pensador que cree haberlo visto y experimentado casi todo, que ha trasegado galerías, museos, bibliotecas y sobremesas por décadas. Destaca Barnes, entre los placeres de la madurez, el de la relectura, no en sentido de un mero repaso formal de lo ya leído, sino como el goce de confirmar sensaciones y entendimientos distintos; el agrado de interpelar sensaciones previas. Sostiene, sobre las lecturas posteriores: «La relectura de un libro sería un acto insulso y autocomplaciente si resultara ser siempre una mera confirmación de lo que uno piensa. Y equivocarse puede suponer un auténtico placer». Tiene la sinceridad Barnes, por ejemplo, de admitir que en su juventud pudo haberse equivocado respecto de sus gustos sobre el novelista E.M. Forster, por ejemplo.

Es necesario entender las recientes páginas de Julian Barnes casi como un ejercicio de resistencia, en estas épocas de verdades reveladas e indiscutibles. Y en este sentido, Mis cambios de opinión es un libelo –en la acepción antigua de la palabra– que busca cañonear la línea de flotación de los pensamientos cerriles y fanáticos. Es bueno que su alma todavía no se haya asentado, para que pueda seguir ensayando.

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