Isabel Clara Eugenia, la hija más querida de Felipe II que pudo ser reina de España
Fue una soberana prudente y culta que logró la paz donde su padre solo había encontrado guerra

Retrato de Isabel Clara Eugenia por Peter Paul Rubens (ca. 1625, Museo del Prado)
Se acerca el final de octubre y los días son cada vez más cortos. Una mujer de 67 años pasea por los jardines del Palacio de Coudenberg. Viste el hábito de terciaria franciscana y camina con la mirada triste, resignada. No sabe cuánto de vida le queda, pero intuye que su final está próximo. Lo acepta con serenidad, porque sabe que, tras ese último paso, la espera su amado Alberto.
Estamos en el año 1633, y esa mujer es Isabel Clara Eugenia, gobernadora de los Países Bajos —otrora su soberana—, viuda del archiduque Alberto de Austria, hija de Felipe II e Isabel de Valois, nieta de Carlos I y Isabel de Portugal, bisnieta de Juana I de Castilla y Felipe el Hermoso, tataranieta de los Reyes Católicos.
Ha llevado una vida intensa, llena de responsabilidades, y ha conocido el amor y la dulzura del afecto, pero sobre ella pesan los recuerdos de quienes más quiso. Han pasado ya 36 años desde la muerte de su hermana Catalina Micaela, su gran compañera de juegos, 35 de la de su padre y 12 de la de su esposo. Ella aún no lo sabe, pero esos paseos otoñales acabarán por resfriarla. De ahí a una gripe y, finalmente, a la muerte, el 1 de diciembre de ese mismo año.
El destino quiso que fuera una pieza esencial en la política europea, aunque haber nacido mujer en el siglo XVI no fuera la mejor antesala para reinar. No era imposible —mucho menos para una hija de Felipe II, en un imperio donde no regía la Ley Sálica—, pero la preferencia recaía siempre en los varones. Antes que ella estuvo su hermanastro Felipe III, y después su sobrino, Felipe IV.
La hija favorita del rey más poderoso
Felipe II la adoraba. La educó personalmente y confió en ella como en pocos. Tanto, que se resistía a casarla. Cuando Isabel Clara Eugenia cumplió treinta años, había pasado de ser «la hija favorita del rey más poderoso del mundo» a convertirse en una pieza clave del tablero diplomático de la monarquía hispánica.
Desde joven, su padre la había mantenido cerca: la hacía partícipe de la correspondencia y de los asuntos de Estado. En la corte madrileña era admirada por su cultura, su religiosidad y su prudencia política.
La princesa más deseada de Europa
Que Felipe II se resistiera a separarse de su hija no significó que le faltaran pretendientes. Todo lo contrario: la hija mayor del monarca más poderoso del planeta era una pieza codiciada en las alianzas europeas. Además, el heredero, Felipe III, tenía salud frágil, y no pocos cortesanos imaginaron que el trono podría pasar algún día por Isabel.
Tal y como narra en su libro Isabel Clara Eugenia Magdalena Velasco Kindelán, en 1568 se barajó un matrimonio con el duque de Saboya, sin éxito. Más tarde, se pensó en el emperador Rodolfo II, su primo, pero él rehusó casarse. Hubo contactos discretos con príncipes italianos y alemanes, pero ninguno prosperó. Europa estaba dividida entre católicos y protestantes, y Felipe II era el gran defensor de la fe católica; un enlace con un príncipe reformado habría sido impensable.
Así llegó Isabel Clara Eugenia a los 30 años sin haber contraído matrimonio —algo insólito para una infanta española—, lo que alimentó los rumores de que su padre la reservaba como posible heredera de los Países Bajos. Y, en parte, tenían razón.
La solución flamenca
A finales de la década de 1590, los Países Bajos españoles seguían siendo un foco de guerra y rebelión. Felipe II, envejecido y enfermo, necesitaba garantizar su estabilidad sin perder su carácter católico. La solución fue doble: nombrar soberana a su hija y casarla con su primo, el archiduque Alberto de Austria, entonces gobernador de Bruselas.
El acuerdo se formalizó en 1598 y la boda se celebró en Ferrara el 18 de abril de 1599. Felipe II les cedía los Países Bajos como señorío propio, con la condición de que, si no tenían descendencia, el territorio regresaría a la Corona española.
Una unión política y sincera
La pareja llegó a Bruselas y entró solemnemente en la ciudad el 5 de septiembre de 1599. Contra lo habitual en los matrimonios políticos, el suyo fue profundamente afectuoso. Las cartas y testimonios de la época describen una relación devota y equilibrada: ella aportaba inteligencia y diplomacia; él, prudencia y carisma.
Durante más de 20 años gobernaron juntos, instaurando una corte católica y refinada que impulsó el arte barroco flamenco con nombres como Rubens o Brueghel, y lograron una etapa de relativa estabilidad tras décadas de guerra.
A pesar de las tensiones con las Provincias Unidas, su política de diplomacia prudente y fe católica dejó huella. Años después, bajo su gobierno en solitario, Isabel Clara Eugenia presenció uno de los episodios más emblemáticos del siglo: la rendición de Breda (1625), inmortalizada por Velázquez en Las lanzas.
Aunque no participó directamente en las operaciones militares —dirigidas por Ambrosio de Spínola—, la victoria reforzó el prestigio de la Monarquía Hispánica y de su propia figura como gobernadora. En Bruselas, la archiduquesa supo convertir aquel triunfo en una victoria moral y simbólica: la prueba de que el orden que ella representaba aún podía imponerse a la rebelión.
Sin hijos, pero con legado
El único fracaso de ese matrimonio fue la falta de descendencia. Isabel Clara Eugenia sufrió algunos embarazos frustrados, pero nunca tuvo hijos vivos. Cuando Alberto murió en 1621, ella asumió el gobierno en solitario como representante de Felipe IV, vistiendo hábito de monja clarisa y dedicando el resto de su vida a la política y a la religión.
En sus últimos años, Bruselas fue también refugio de otra reina desterrada: María de Médici, viuda de Enrique IV de Francia, que halló en Isabel Clara Eugenia amistad y consuelo. Las dos mujeres, separadas por sus destinos, pero unidas por la fe y la melancolía del poder perdido, compartieron confidencias y rezos en el palacio de Coudenberg.
Y fue precisamente María quien la acompañó en sus últimos días, cuando la fiebre del otoño de 1633 apagó la vida de la archiduquesa. María estuvo en la cabecera de su cama sin separarse de ella, cogiéndole de la mano, dándole las tisanas que pensaba le harían bien, rezando con ella y dándole su ánimo hasta el último suspiro que fue en paz.
Pudo haber sido otra Isabel de Castilla, una nueva Isabel de Trastámara, capaz de reinar con la misma firmeza que su tatarabuela, la Católica. Compartían nombre, fe y sentido del deber; solo las separaron el tiempo y la voluntad de un padre que, aun admirando su inteligencia, no quiso concederle una corona.
Murió en 1633, en Bruselas, dejando la imagen de una soberana culta, prudente y piadosa, que encarnó mejor que nadie la paradoja de su tiempo: una mujer con alma de reina en un mundo que no estaba preparado para dejarla reinar. Y quizá por eso, siglos después, su figura sigue recordándonos que el poder y la inteligencia femenina no nacieron con la modernidad, sino que sobrevivieron —silenciosamente— en los márgenes de la historia.
 
        