El hijo de la emperatriz
Eugenia de Montijo tuvo un hijo, un magnífico príncipe con muy mala fortuna

La muerte del príncipe imperial, por Paul Jamin (Musée du Second Empire, Chateau de Compiègne).
El momento culminante del reinado de Eugenia de Montijo fue la inauguración del Canal de Suez. El Canal era una empresa francesa gracias al interés personal que se tomó en ello la emperatriz, que era prima de Lesseps, el constructor de la magna obra. Eugenia se había enfrentado con energía a los intentos de boicot de Inglaterra y del sultán de Turquía, teórico soberano de Egipto.
A finales de 1869 se embarcó con todo el fasto de la corte parisina en el yate imperial L’Aigle (el Águila), llevando en el séquito a sus sobrinas «las niñas de Alba», hijas de su querida hermana Paca, ya fallecida, y del XV duque de Alba, y al viejo amigo de la familia Montijo Prosper Merimée, el famoso autor de Carmen. Fue un recorrido triunfal por el Mediterráneo, con escala en Constantinopla, donde el irresistible encanto de Eugenia de Montijo apaciguó al sultán.
La culminación del viaje fue la primera travesía de la historia por el Canal de Suez. El yate de la emperatriz encabezaba una flota de 67 navíos, y llevaba a bordo, como invitados y acólitos de Eugenia, al emperador Francisco José de Austria, los príncipes herederos de Prusia y Holanda, o el jedive Ismael, soberano de facto de Egipto, que parecía haber cedido su cetro a la bella española.
Por su parte, el emperador Francisco José, un hombre muy apuesto en la flor de la vida, se convirtió en el más rendido admirador de Eugenia, totalmente seducido por ella. Este romance, llegara a donde llegase, tendría nefastas consecuencias para el Segundo Imperio francés.
Eugenia de Montijo no era solamente una mujer deslumbrante que dictaba la moda en Europa, era también una política de fuertes convicciones y con capacidad de influencia. Extremadamente católica, era Eugenia quien había fijado la política del II Imperio en Italia, el apoyo incondicional al Papa como soberano de los Estados Pontificios, manteniéndolo con la presencia de un potente ejército francés, lo que suscitaba la hostilidad de los italianos que luchaban por la unidad.
También había sido Eugenia quien embarcó a Francia en la aventura del Imperio de Méjico. Con el apoyo de un ejército expedicionario francés, había puesto en el trono de ese país al archiduque Maximiliano de Austria, casualmente hermano de Francisco José.
Y llevada de sus simpatías, había hecho también suya la ofensa sufrida por Austria en su reciente guerra contra Prusia, tan humillante para Francisco José, que dejó de ser considerado el primero de los soberanos alemanes y además perdió Venecia. Por eso, cuando surgieron tensiones entre Francia y Prusia por respaldar a distintos candidatos a la corona de España, vacante porque la Revolución del 68 había destronado a Isabel II, Eugenia instó a Napoleón III a no claudicar ante los prusianos.
En realidad, la emperatriz le estaba haciendo el juego al primer ministro prusiano, Bismark, llamado «el Canciller de Hierro», que buscaba una guerra con Francia para demostrar que había una nueva potencia continental. Así se llegó a la Guerra Franco-prusiana de 1870. Napoleón III, creyéndose imbuido del espíritu de su legendario tío, el gran Napoleón, se puso al frente de su ejército y marchó contra «los bárbaros prusianos». Terminaría de forma bochornosa, rindiéndose en Sedán junto a 85.000 soldados franceses.
Esa catástrofe militar acarrearía otra catástrofe política, la desaparición del Segundo Imperio francés. Dos días después de la rendición de Sedán, el 4 de septiembre de 1870, fue proclamada en París la Tercera República.
El príncipe imperial
En su optimista soberbia, Napoleón III se había llevado a la campaña contra los prusianos al príncipe imperial, como se designaba al heredero. Napoleón Eugenio Luis Bonaparte tenía solo 14 años, pero se consideraba que con esa edad ya se podía ir a la guerra. Recibió el grado de subteniente y marchó al frente, aunque su padre tuvo el acierto, a la vista de cómo iban los acontecimientos, de mandarlo a Bélgica antes de entregarse prisionero.
Era el único hijo de la pareja imperial y había costado mucho traerlo al mundo. La emperatriz había tenido dos abortos antes de lograr un embarazo fructífero, pero el parto fue largo y problemático. Después no vendrían más hermanos porque Eugenia de Montijo no soportaba que Napoleón III tuviese otras amantes y la relación conyugal se enfrió mucho.
El príncipe imperial pasó de Bélgica a Inglaterra, adonde también había llegado la emperatriz tras una auténtica odisea, pues la tuvo que ayudar a escapar su dentista norteamericano. La travesía del Canal de la Mancha la hizo en un pequeño yate, y duró 12 horas en medio de una fuerte tormenta. Napoleón III permaneció prisionero durante siete meses en un castillo alemán, rodeado de todas las comodidades, e incluso recibiendo visitas de Eugenia de Montijo, que viajaba de incógnito a Alemania. Finalmente, fue liberado en 1871 y la familia se reunió en Inglaterra, aunque el emperador, que se había venido abajo por su derrota, moriría pronto.
Siguiendo una costumbre de las familias reales exiladas, el príncipe ingresó en la Real Academia Militar de Wolwich y se convirtió en oficial de artillería del ejército británico. Era un joven apuesto y de muy buena conducta, y se le atribuían enamoramientos con hijas de la reina Victoria o de Isabel II. Era sin duda un buen partido y los bonapartistas franceses pensaban que volvería a ser emperador, pero en enero de 1879 llegaron a Inglaterra terribles noticias. En un recóndito lugar de Zululandia llamado Isandlwana, un cuerpo expedicionario británico de 2.000 hombres había sido exterminado por una horda de zulús armados con lanzas. Para el público inglés fue el equivalente a nuestro Desastre de Annual, hubo una reacción nacionalista, todos los jóvenes querían ir a combatir a Zululandia aunque no supieran donde estaba, y entre ellos estaba, naturalmente, el teniente Bonaparte, de 22 años.
El gobierno inglés rechazó de plano su petición de ir voluntario a la Guerra Zulú. Tener un personaje de esa alcurnia solo daría trabajo extra y disgustos, opinaban acertadamente en el gabinete de Disraeli, pero el príncipe acudió a mamá, y como Victoria Eugenia no era una mujer corriente, sino una auténtica emperatriz, en vez de disuadir al hijo de ir a la guerra le pareció que ese era el lugar que le correspondía a un Napoleónida. Victoria Eugenia habló con la reina Victoria, y esta le indicó a Disraeli que el príncipe debía ir a vengar el honor británico.
En su equipaje Napelón Eugenio llevaba una espada que había pertenecido a su tío abuelo, Napoleón el Grande, pero las instrucciones que recibió Lord Chelmsford, general en jefe de la campaña contra los zulúes, fue que no expusiese lo más mínimo la vida de su incómodo subordinado. Lo destinaron al Estado Mayor y, como el príncipe reclamaba acción, le permitían salir de patrulla, pero solo por territorio que estuviese previamente asegurado.
Sin embargo, Chelmsford y sus subordinados seguían sin conocer al enemigo. La matanza de Isandlwana se había producido porque un ejército de más de 20.000 zulúes había avanzado durante días sin ser detectado por las patrullas británicas. Además, la velocidad a la que ser movían los guerreros zulúes era legendaria, se dice que llegaban a hacer marchas de 70 kilómetros en un día.
El 1 de junio de 1879 el príncipe salió de patrulla a caballo con un grupo de 10 hombres por un terreno que se consideraba «limpio» de zulúes. Pararon a almorzar en una aldea abandonada, y al cabo de una hora el guía indígena que los acompañaba dijo que había visto un zulú. El príncipe dio orden de montar, pero ya era demasiado tarde, un grupo de zulúes, que se había arrastrado entre la hierba, surgió y comenzó a disparar, pues en Isandlwana se habían apoderado de muchos fusiles ingleses.
Uno de los soldados murió allí mismo, el resto huyó a la desesperada, pero el caballo del príncipe se espantó y no le permitió montar. Napoleón Eugenio era un excelente jinete, se agarró a una correa de la silla y habría logrado montar en plena carrera, pero la correa se rompió, cayó al suelo y encima le pisó el caballo, rompiéndole el brazo derecho.
En un instante se encontró solo, abandonado y manco frente a una docena de zulúes que se le echaban encima. Décadas atrás, un rey zulú llamado Shaka había sido capaz de crear una formidable máquina militar basándose en el uso del arma blanca. A Shaka no le gustaban las lanzas arrojadizas, que permitían luchar desde lejos, exigía que el guerrero llegase al cuerpo a cuerpo con el enemigo, y para ello le dotó de un arma letal, una azagaya de un metro, del que 30 centímetros eran una hoja ancha, casi una espada corta. Tenía el tétrico nombre de iklwa, una onomatopeya del ruido que hacía cuando se extraía del cuerpo del enemigo.
El príncipe no pudo desenvainar la espada de Napoleón con su brazo roto, aunque llegó a desenfundar el revolver con la izquierda. Llegó hacer dos disparos antes de que un guerrero llamado Xamanga le clavase su iklwa. El resto del grupo también lo acuchilló sin piedad. Cuando los ingleses encontraron su cadáver desnudo presentaba 18 heridas mortales de necesidad, dos le habían atravesado de pecho a espalda, otra se había clavado en un ojo.
Cuando terminó aquella guerra, con victoria total inglesa, por supuesto, los británicos habían cobrado un gran respeto y admiración por los zulúes, y Victoria Eugenia tuvo el cuajo de viajar hasta África del Sur para conocer a aquellos bravos guerreros que habían matado al descendiente de Napoleón, a su hijo.
