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Frankenstein, el monstruo que llevamos dentro

El director cinematográfico Guillermo del Toro recupera al monstruo más canónico de la literatura gótica

Frankenstein, el monstruo que llevamos dentro

Frankenstein, el monstruo que llevamos dentro. | X

Para Mary Shelley, Frankenstein o el moderno Prometeo (1818) fue el resultado de una competición. Un reto propuesto nada menos que por Lord Byron, de quien la autora escocesa fue vecina durante una de sus estancias en Suiza, acompañada de su marido. Recogiendo el guante que el casquivano y romántico poeta le lanzó, Shelley se volcó en la escritura de un cuento fantasmagórico que estremeciese las gónadas de su competidor. Un cuento sobre la naturaleza humana, desollada, avergonzada en un peliagudo vis a vis, con sus miedos e inconfesables deseos.

Su marido —el también escritor Percy Shelley— y Byron mantenían vivaces charletas vespertinas sobre lo mundano, lo divino y demás filosofadas que, imagino, se producían con la cordialidad británica que desprenden los cuadros de Gainsborough. Mientras tanto, como confesó Mary, ella escuchaba con algo en la cabeza que, más que a las bucólicas estampas de Gainsborough, debía parecerse a las pesadillescas ensoñaciones pictóricas de Heinrich Füssli (el de esos ceñudos íncubos sentados sobre el pecho de damas despatarradas).

Por aquella época, la reanimación de cadáveres era un tema candente con el que la ciencia decimonónica trasteaba. Los estudios del galvanismo —la teoría de que un fluido eléctrico nervioso, producido por el cerebro, conducido por los nervios y almacenado en los músculos, da vidilla al ser humano— estaban frescos tras los experimentos de Erasmus Darwin (el abuelo del Charles que todos conocemos). Y aunque acabó por demostrarse una idea sin potencial, por entonces la mera posibilidad de fabricar las partes componentes de un menda e insuflarles fuerza vital sonaba, si no desafiante, al menos aterradora. No olvidemos que la herejía pisaba fuerte en aquellos mojigatos lares.

Y así, con esa espeluznante premisa, Mary Shelley concibió a Víctor Frankenstein y a su heresiarca criatura: una amalgama de cadáveres juzgada por su creador como cuna de vida… antes de su arrepentimiento. Un arrepentimiento que condena, irremediablemente, al monstruo de Frankenstein a una vida de tinieblas, amargor, ostracismo y olor diurético, de la que no puede escapar, empujado hacia la profecía autocumplida de su propia deshumanización. «Yo era afectuoso y bueno: la desdicha me convirtió en un malvado. ¡Hacedme feliz y volveré a ser bueno!», grazna con su herrumbrosa voz a su padre. Pero el sufrimiento, la soledad y el resentimiento divino son la piedra angular de Frankenstein o el moderno Prometeo. De ahí su atractivo, además de la gótica atmósfera —irónicamente encantadora— que diseña Shelley.

La de Frankenstein es una historia que se ha canonizado hasta la saciedad porque es demasiado fácil de entender para el ser humano. Somos criaturas espeluznantes con la pasmosa habilidad de dar a luz a las fechorías más vomitivas. Eso sí, con estrategias de una originalidad insondable. Nuestra lucidez, tan luciferina ella, siempre viene acompañada de antagonismos y reproches, egoísmo y culpa, provocando que en nuestros actos el narcisismo se imponga al buen juicio. Que es lo que, evidentemente, le sucede al bueno de Víctor Frankenstein en la novela.

Eso explica que, más de dos siglos después de su publicación, visionarios esteticistas como Guillermo del Toro sigan queriendo darle una vuelta de tuerca al relato. El Frankenstein del director mexicano (que provocó una larguísima ovación en Cannes y llegará a España en noviembre), no es simplemente una nueva adaptación del clásico gótico; es una resurrección del espíritu con el que Mary Shelley concibió a su criatura: una exploración feroz y compasiva del monstruo como metáfora del desamparo humano. 

Fiel a su fascinación por los seres desplazados, Del Toro no ve en la criatura un amasijo de cadáveres revivido por la ciencia, sino un espejo oscuro y triste en el que todos, alguna vez, podemos vernos. Aunque más que un reflejo, su Frankenstein sigue la línea estética de todo su cine: una devoción minuciosa por el claroscuro, por ese juego de luz y sombra que recuerda a los interiores de Rembrandt y los rostros de Van Dyck, donde lo tenebroso no oculta, más bien revela. Como en El espinazo del diablo, cuando uno de los personajes pregunta: «¿Qué es un fantasma? Una tragedia condenada a repetirse una y otra vez»; o en La forma del agua, donde la monstruosidad se confunde con la ternura al decir: «Cuando él me mira, no sabe lo que me falta». Del Toro, como Shelley, ha utilizado los monstruos para hablarnos de lo que nos hace humanos. Su criatura, encarnada por Jacob Elordi, se verá confrontada con un Víctor Frankenstein interpretado por Oscar Isaac. Completan el reparto Mia Goth, Lars Mikkelsen y Felix Kammerer, en una versión que promete belleza, pavor y desconsuelo a partes iguales.

A lo largo de la historia del cine, Frankenstein ha sido invocado en registros tan distintos como el horror, la sátira y el melodrama. En El jovencito Frankenstein (1974), Mel Brooks se mofa con ternura del mito, convirtiendo al monstruo en un adorable bailarín de claqué que solo quiere ser amado, mientras honra visualmente el legado expresionista de James Whale. Aquel Whale que, en 1931, dirigió Frankenstein, una obra que cimentó la imagen popular de la criatura con la inolvidable interpretación de Boris Karloff, cuya mezcla de inocencia y furia aun estremece. Más adelante, Kenneth Branagh intentó recuperar la fidelidad al texto con su Mary Shelley’s Frankenstein (1994), un pastiche neorromántico con Robert De Niro en el papel del monstruo, que, aunque desbordado de exceso, logra captar el núcleo trágico de la historia: la criatura que quiere amar y no puede, porque su creador se lo impide.

Más allá de las adaptaciones directas, el espíritu de Shelley ha persistido en múltiples novelas que, sin mencionar a Frankenstein, indagan en los mismos abismos. Pienso, por ejemplo, en La carretera (2006), de Cormac McCarthy, donde padre e hijo caminan por un mundo descompuesto, calcinado, cubierto por una ceniza permanente, donde la humanidad ya no es un valor, sino un estorbo. En ese paisaje lóbrego y silencioso, la lucha del padre adquiere una grandeza trágica: defiende al hijo con una mezcla de visceralidad y ternura animal, sabiendo que su destino final será matarse antes de que los atrapen. La suya es una misión sin gloria, sin esperanza, sostenida únicamente por la obstinación de transmitirle al niño —como quien pasa el testigo— valores que ya no tienen sentido en ese mundo, pero que aún lo justifican todo. El hijo, por su parte, aún demasiado joven para la contradicción, oscila entre una compasión profunda y un terror existencial que lo empuja a aferrarse a ese amor como único refugio. Estos dos seres, unidos por el miedo y el afecto, encarnan la criatura de Shelley: abandonada, sola, hecha de retazos de lo que una vez fue humano. Tanto McCarthy, como Shelley y Del Toro, hablan de lo mismo: del miedo a que nuestras criaturas —sean hijos, proyectos o monstruos— nos superen, nos acusen y nos recuerden el dolor o la culpa. Porque en el fondo, y ya siento la perogrullada, el monstruo de Frankenstein no es el otro: somos nosotros.

Y tal vez esa sea la ironía más inquietante de nuestros tiempos: que, dos siglos después, el sueño de Shelley siga siendo más lúcido que cualquier discurso de cumbre climática o foro tecnológico. Nos preocupan —con razón— los algoritmos autónomos, los vehículos sin conductor y los generadores de texto que escriben con una soltura alarmante, pero seguimos ignorando que, como advirtió Del Toro durante la presentación de su película en Cannes, «el verdadero peligro no es la inteligencia artificial, sino la estupidez humana». Esa que, con apariencia de sentido común, sigue creando monstruos sin preguntarse si puede —o si debe— hacerse cargo de ellos. La criatura de Frankenstein, al final, solo pedía calor, compañía, un poquito de ternura. Que su facha de peperoni y su naturaleza herética no lo condenaran a la marginación total. Pero vivimos en un mundo que ofrece rendimiento y eficiencia, no consuelo. Tal vez por eso su historia nos sigue hablando, no como una advertencia sobre el futuro, sino como una crónica del presente.

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