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Cultura

Ni racismo ni miedo: la batalla de Lepanto, la historia como advertencia

La victoria supuso un hito decisivo al frenar la expansión musulmana en Europa Occidental

Ni racismo ni miedo: la batalla de Lepanto, la historia como advertencia

Cuadro que representa la Batalla de Lepanto.

El 7 de octubre se cumplieron 454 años de la batalla de Lepanto, un hecho histórico no siempre reivindicado y que, sin embargo, supuso un hito decisivo al frenar la expansión musulmana en Europa Occidental. De haber perdido aquella batalla, quizás hoy el continente sería musulmán. Una afirmación que, en historia, jamás puede hacerse con certeza —pues esta disciplina no trabaja con futuribles—, aunque sí permite imaginar las posibilidades de lo que pudo o no haber ocurrido.

Marcelo Gullo, doctor en Ciencia Política por la Universidad del Salvador (Buenos Aires), acaba de publicar Lepanto, cuando España salvó a Europa (Espasa), un título tan elocuente como su tesis: sin la intervención de la entonces Monarquía Hispánica, junto a Venecia (por entonces una república) y los Estados Pontificios, el mapa político y religioso del Viejo Continente habría cambiado por completo.

Si hubo un siglo convulso en materia religiosa, ese fue el XVI. De un lado, la Reforma protestante y la posterior Contrarreforma agitaban Europa; del otro, el dominio del mar Mediterráneo se disputaba entre las grandes potencias cristianas y el avance imparable del Imperio Otomano. Más de ciento cincuenta años antes, en 1453, había caído Constantinopla. Mehmed II entró a caballo el 29 de mayo en la entonces basílica cristiana de Santa Sofía, convertida desde aquel día en mezquita. El islam, fiel a su hoja de ruta expansionista, no renunció a su gran sueño: hacer lo mismo con la basílica de San Pedro del Vaticano.

El Imperio Otomano representaba una gravísima amenaza para la Europa cristiana que, para colmo, se desmembraba como unidad religiosa tras el nacimiento del protestantismo y sus derivaciones. Era, sin duda, la gran oportunidad que el enemigo esperaba y que supo aprovechar. El Mediterráneo se convirtió en el escenario perfecto —y decisivo— de un auténtico choque de civilizaciones. Piratas berberiscos, asedios a Viena y presiones constantes sobre las repúblicas italianas, incluida Roma, mantenían a los cristianos en permanente estado de alarma. Nada nuevo bajo el sol: siglos atrás, las cruzadas habían librado batallas similares.

Un hombre, Pío V, comprendió el peligro real y alertó al entonces adalid del cristianismo europeo, Felipe II. Sin embargo, el monarca —más preocupado por sus conflictos en Flandes— no reaccionó hasta que estalló la rebelión de las Alpujarras (1568-1571). Fue el detonante que le llevó a aceptar una alianza con los Estados Pontificios y con Venecia: la Liga Santa. Inglaterra, por su parte, estaba ocupada en sofocar a los rebeldes católicos bajo el férreo gobierno de Isabel I, mientras que Francia jugó un papel ambiguo, al anteponer sus intereses comerciales a la defensa de la cristiandad. No sería ni la primera ni la última vez que lo hiciera a lo largo de la historia.

La batalla de Lepanto, librada el 7 de octubre de 1571 en el golfo del mismo nombre, frente a las costas de Grecia, marcó el punto culminante del enfrentamiento entre la Monarquía Hispánica y sus aliados de la Liga Santa —Venecia y los Estados Pontificios— y el Imperio otomano, que aspiraba a dominar el Mediterráneo. Fue la mayor batalla naval de su tiempo: más de 400 galeras y galeazas y cerca de 200.000 hombres participaron en un combate que se prolongó durante cinco intensas horas.

Dirigida por Don Juan de Austria (hermano bastardo de Felipe II y triste e inexplicablemente olvidado), la flota cristiana logró una victoria decisiva: unas 200 galeras otomanas fueron hundidas o capturadas, 30.000 turcos murieron y 12.000 cautivos cristianos fueron liberados. Aunque el Imperio otomano no quedó destruido, su prestigio sufrió un golpe irreparable. La noticia del triunfo se celebró en toda Europa, y el papa Gregorio XIII instituyó la festividad de Nuestra Señora del Rosario en recuerdo de aquel 7 de octubre. Lepanto pasó a la historia como un acontecimiento que cambió el equilibrio de poder en el Mediterráneo y reforzó la idea de una cristiandad unida frente a un enemigo común.

El significado profundo de la batalla que salvó a Europa

Las razones que Marcelo Gullo desarrolla a lo largo de las más de trescientas páginas de su libro no pueden ser más elocuentes. Entonces, como ahora, el Islam no ha renunciado a su gran propósito histórico: islamizar Europa. La diferencia es que hoy no necesita un ejército ni se enfrenta a una civilización dispuesta a dar la vida por la defensa de sus valores.

Como explica el autor, «la España de entonces, la que combatió en Lepanto, era premoderna; una nación en la que la religión desempeñaba un papel preeminente en la vida de sus habitantes». Eso en Occidente ha dejado de suceder, pero en el mundo islámico no. ¿Supone una ventaja para ellos? Sin duda, afirma Gullo. ¿Significa que Europa deba volver a ser profundamente creyente y a formar caballeros cristianos dispuestos a morir por la fe? No, en absoluto. Europa —dice— ya ha vivido su transición, pero necesita reconocer y proteger su raíz civilizatoria, lo que denomina la «fe fundante»: no despreciar aquello que nos ha vertebrado como cultura.

No se trata de regresar a la misa diaria ni de revivir la espiritualidad del siglo XVI, sino de rescatar valores esenciales como la familia, la natalidad y la cohesión social. Europa, advierte el autor, envejece y se apaga: en algunos países ya se venden más pañales para ancianos que para niños. La excepción, subraya, está en una población: la musulmana, mucho más joven y fértil. No necesitarán una armada ni armas; bastará —ironiza Gullo— con que sigan teniendo hijos mientras Europa se refugia en la soledad y los perros como compañía.

Según los datos más recientes del Instituto Nacional de Estadística (INE), casi uno de cada cinco residentes en España ha nacido fuera del país: unos 9,8 millones de personas sobre un total de 49,4 millones. La mayoría procede de América Latina, especialmente de Colombia, Venezuela, Perú y Ecuador, mientras que el Magreb —fundamentalmente Marruecos y Argelia— concentra el principal flujo de inmigración de origen musulmán. En conjunto, los nacidos en países de mayoría musulmana representan hoy alrededor del 4–5 % de la población, una proporción que ha crecido de forma sostenida desde los años noventa.

A ello se suma una tasa de natalidad mucho más alta que la española —una de las más bajas de Europa—, lo que explica que el peso demográfico de estas comunidades aumente año tras año. En este contexto, la advertencia de Gullo no busca reavivar viejos miedos, sino invitar a una reflexión sobre el declive interno de Europa: una civilización que, al perder la conciencia de lo que la fundó, corre el riesgo de disolverse no por invasión, sino por desgaste moral y demográfico.

Pero el autor no se queda en el diagnóstico. Su tesis encierra también un mensaje de esperanza: el futuro de España —y en buena medida de Europa— podría residir en la migración hispanoamericana, joven, fértil y culturalmente afín. Con ella nos unen la fe cristiana, el idioma y una misma raíz histórica que se remonta a la España imperial y al mestizaje que definió medio mundo. En esa comunidad espiritual y cultural, dice Gullo, está la verdadera alternativa: reconstruir puentes con quienes comparten nuestra lengua, valores y destino común, y entender que la defensa de una civilización también puede hacerse desde la unidad de lo hispánico.

Lepanto como alegoría frente a la ceguera

En última instancia, Lepanto, cuando España salvó a Europa no es solo una lección de historia, sino una advertencia sobre la ceguera de las civilizaciones cuando olvidan sus raíces. Gullo invita a mirar el presente con perspectiva y a entender que no todo aviso sobre el cambio demográfico o cultural nace del prejuicio. Tal vez, cuando algunos partidos alertan del desafío que plantea la inmigración islámica, no lo hacen por racismo, sino porque conocen bien la historia y saben que, a veces, los imperios no caen por una derrota militar, sino por haber bajado la guardia frente a su propia identidad.

Quizá ha llegado el momento de rebajar el tono de los insultos y la polarización para centrarnos en los hechos objetivos: el islam sigue creciendo —numérica y culturalmente— mientras Europa se apaga, envejece y duda de sí misma. No se trata de fomentar el miedo ni de idealizar el pasado, sino de reconocer una realidad demográfica y espiritual que debería invitarnos a pensar. El islam conserva intacta su vocación de expansión; nosotros, en cambio, hemos renunciado incluso a transmitirnos.

Lepanto fue, en su día, una batalla por la supervivencia de una civilización. Hoy, sin galeras ni cañones, la batalla es otra: la de la conciencia, la de recordar quiénes somos y qué valores estamos dispuestos a defender. Y quizás, como sugiere Gullo, entender que todavía estamos a tiempo de salvar Europa, pero solo si empezamos por salvarnos a nosotros mismos.

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