El arco del tiempo (amarillo) o la vida, según Fernán Gómez
Las memorias del dramaturgo, cineasta y actor, reeditadas por Debate, atraviesan la historia de España en el siglo XX

Fernando Fernán Gómez.
En narrativa existe una figura —el «arco del personaje»— que describe el proceso de cambio que experimenta una criatura de ficción al transitar desde un estado psicológico a otro. Se asemeja a un viaje: hay un origen y, tras una serie de vicisitudes, se alcanza un destino, no necesariamente feliz. La fórmula no está sometida al tiempo lineal —la historia puede comenzar por el final o iniciarse in media res, como decían los preceptistas clásicos— pero exige, a efectos dramáticos, una alteración sustancial de la posición de partida. Ya sea mediante una caída en desgracia, la voluntad de redención o el viejo mito del regreso al hogar perdido, como le sucede al astuto Ulises en la Odisea. Novalis lo condensó en apenas dos líneas de su Heinrich von Ofterdingen: «¿A dónde vamos? Siempre a casa».
El tránsito, claro está, no es inocuo. Hay quien concibe este retorno a la semilla como un ejercicio místico de indagación vital y otros —es el caso de los nacionalistas— que convierten esta aspiración natural del hombre en un destino identitario. Otra variante es la que Cervantes usa para clausurar el Quijote —Alonso Quijano regresando a su aldea para dar el espíritu— o la que, en sus portentosas memorias, ejecuta el dramaturgo, guionista, cineasta y actor Fernando Fernán Gómez (1921-2007), que se sube al atrio de El tiempo amarillo con la narración de la mañana en que Madrid se levantó republicano, tras un largo periodo como capital de la monarquía.
Esta escena ya denota la atmósfera general del libro, que por supuesto es una sabrosa colección de recuerdos y experiencias subjetivas, pero también una de las estampas más logradas de la historia de España que discurre entre los años veinte del pasado siglo y el crepúsculo de la última centuria. La editorial Debate acaba de reeditar la obra en una versión definitiva, tras la primera edición —publicada hace ya más de 35 años— y la ampliación posterior, consumada ocho años después, antes de la muerte y del entierro (amenizado con el tango Cambalache) de su autor.
En sus páginas aparece, expandido, todo el arco dramático, a veces angustioso; en otras ocasiones, cómico, del gran personaje que fue Fernán Gómez, un misántropo con unas asombrosas dotes sociales —recuérdense las tertulias que retransmitía por televisión, con personajes de toda laya y condición, donde se fumaba y se bebía más whisky que en el Congreso de la Santa Transición— y, a su manera, un artista mayúsculo y consumado.
Pelirrojo y nacido en Lima, capital colonial consagrada a Santa Rosa, casi en un barracón de cómicos y sin padre cierto, Fernán Gómez contó en este libro su trayectoria pública y nos descubrió —con indudable maestría— parte de su vida secreta. Lo hizo al modo de Dalí: asombrando al mundo como el magnífico escritor que, además de muchas otras cosas más, siempre fue.
El viaje de un antihéroe
El tiempo amarillo es un hermoso viaje al pasado, pero quien lo hace es un antihéroe que, justo por esta condición, vive experiencias emocionales y morales en todos los grados posibles, desde la felicidad a la amargura, sin olvidar el estado más habitual: la irrelevancia. Dicho con sus palabras (aquí habla un actor): «Mi gran miedo es que un día el teléfono deje de sonar».
Fernán Gómez decía que no hay que fiarse de las memorias y que no le gustaban los libros extensos, pero dedicó 620 páginas (en esta edición, sin contar el útil índice onomástico) a desmentirse por escrito. No era cinismo, sino una sinceridad espontánea y contradictoria. Dedicó incluso un capítulo a las calamidades de esta porfía de recordar —u olvidar, según fuera el caso— cosas vividas, como su paso por la escuela de Arte Dramático.
Se trata de una más de las abundantes ironías que convierten este libro en una obra memorable. Es la odisea de alguien obsesionado con tener éxito, triunfar, ser alguien —así se decía entonces— y descubrir que, al cabo, todo esto es absurdo y consecuencia del azar. Fernán Gómez repasa con espíritu goliardesco su carrera, desde los teatros a la dirección de algunas de las mejores películas de la España del franquismo —donde la falta de libertad no impidió la creación y hasta la innovación—, y cuenta sus años salvajes, obsesionado (como toda su generación) con el amor de las mujeres.
Escribe desde la vejez, como un sabio griego, pero también muestra una infinita ternura y una inseguridad patológica que contrasta con su prestigio, y que es toda una enseñanza sobre los vaivenes y naufragios del mundo del espectáculo. Aparece también, claro es, el intelectual secreto y casi se diría que involuntario: la escritura de sus obras dramáticas —reeditadas hace poco tiempo por Galaxia Gutenberg en una versión integral de su teatro—, los guiones de sus películas y sus excelentes artículos de prensa, hijos de un tiempo en el que —en determinados periódicos— no escribía cualquiera.
Humildad irónica
Fernán Gómez leyó mucho y escribió bastante a lo largo de su vida, pero fue cuando encalló en dique seco —en el tramo final de su vida— cuando, desde su desordenado estudio en la sierra madrileña, geografía de tantos fríos de la posguerra, se desataría su grafomanía. Recuperó obras antiguas, como los cuentos de La escena, la calle y las nubes y una novela, El vendedor de naranjas, una sátira del mundo del cine en la España de los cincuenta. La farándula taparía durante mucho tiempo esta faceta literaria suya, de la que estas memorias vienen a ser algo así como la cúspide.
Entreveradas con el relato de sus acciones y sus anhelos, aparecen también sus recurrencias: las apariencias sociales, la dificultad de saber la verdad, las relaciones imposibles con los demás, su alta pereza, el precio de la libertad, la picaresca, la vocación libertaria o la indignación iracunda ante las injusticias. Todo teñido con una melancólica tristeza y lleno de compasión con los desvalidos, que en la posguerra fueron casi todos. Igual que en las tablas de un teatro o delante (y detrás) de una cámara, el Fernán Gómez escritor logra crear ese raro milagro de la emoción perdurable.
El tiempo de los retratos, en efecto, es ya amarillento, igual que el verso de Miguel Hernández que le sirvió de inspiración para encabezar su particular oficio de vivir. Nadie se acuerda ahora de Jardiel Poncela. Ni del capitán Veneno, ni de Balarrasa. Donde un día hubo manchas de color, aunque fuesen negras, ahora crece el musgo. El hombre que fatigó las pensiones de provincias y los escenarios de Madrid en busca de un aplauso casi siempre avaro supo mirar hacia atrás y contarse a sí mismo con la humildad irónica de los antiguos sabios. Así escribió su mejor libro, que, más de tres décadas después de su primer alumbramiento, continúa lleno de vida, aunque sus personajes (y su protagonista) habiten ya en la otra orilla de la Estigia.
