El amor, según Fernando Savater
Savater y Jaume reflexionan en este capítulo sobre uno de los temas centrales en la obra del filósofo español
En esta séptima entrega de las conversaciones que Fernando Savater mantiene con Andreu Jaume sobre los grandes asuntos de su obra, se aborda el enigma del amor y su transformación en la filosofía y la literatura, desde el Eros griego, un vendaval que todo lo sacude, pasando por adaptación del amor platónico en el imaginario medieval y en la lírica provenzal hasta llegar a las múltiples transgresiones del siglo XX.
El concepto de amor también está ligado de raíz con la propia práctica filosófica, que Ortega y Gasset definió como una «ciencia general del amor», dedicada sobre todo a restituir el asombro ante las maravillas del mundo. No faltan en esta charla las consideraciones personales acerca de la experiencia amorosa del propio Savater, sobre las que ha reflexionado con lucidez en sus últimos libros sobre la pérdida y el duelo.
A continuación, la conversación al completo:
PREGUNTA.- Bueno, querido Fernando, vamos a hablar de otro asunto universal y bastante difícil de conceptualizar como es el amor. Hay unos versos de Emily Dickinson que me gustan mucho, que dicen que «amor es cuanto hay. Es todo lo que de amor sabemos». Sabemos que existe, que es algo que nos afecta a todos, pero ha sido y ha resultado muy difícil de reducir por la filosofía, por el pensamiento.
RESPUESTA.- La palabra «amor» ahora se aplica a cualquier cosa. La expresión misma «hacer el amor» es verdaderamente sospechosa, ¿no? El amor se ha convertido en una cosa un poco que se compra y que se vende. Yo intento guardar la palabra para algo que no es precisamente ni una simpatía, ni una relación física, sino una cosa que trasciende, que de alguna manera da sentido a la vida. Yo creo que por lo menos el sentido de la vida es el amor.
P.- Y abundando en eso, quizá mucha gente no sabe que el amor o el concepto de amor no ha significado lo mismo algo del tiempo. Es decir, el eros griego no es el amor tal como nosotros lo entendemos, ¿verdad? El eros griego era más bien una especie como de vendaval que lo dejaba todo patas arriba.
R.- En la antigüedad existía la pasión, entendida de una manera física. El amor es una idea moderna. Se decía que la felicidad era una idea moderna y yo creo que el amor es también casi contemporáneo. Es una idea de probablemente el siglo XVIII, cuando empieza realmente a convertirse el amor en algo significativo para la vida, no una cosa más de las que uno hace en la vida. Los griegos tenían la palabra «philia» que les servía un poco para cubrir todo el espectro. Podía ser el amor de una pareja, pero también la amistad e incluso el amor ciudadano, el amor a la patria, por decirlo de algún modo.
P.- Incluso para Homero.
R.- Claro. La «philia» era un poco toda la relación humana que tenían los hombres unos con otros a través de una serie de mediaciones eróticas, cívicas, etcétera.
P.- Es un concepto que luego en Roma tampoco se altera demasiado porque los poetas latinos más o menos mantienen la noción griega un poco más sofisticada, quizá.
R.- Introducen ese elemento paradójico de que el amor no es un sentimiento puramente positivo. Es un sentimiento que te arrebata lo suficiente para ponerlo a veces en contradicción contigo mismo.
P.- Que despierta lo peor de uno mismo.
R.- Exactamente, por supuesto.
P.- Y luego ya hay una transformación con el cristianismo y la Edad Media. Y el amor ya empieza a hablarse. Cuando habla San Agustín, por ejemplo, es el amor al mundo, es el amor a través de la divinidad. Hay una transformación también cultural muy importante.
R.- En la Edad Media sobre todo,, se lanza esa idea de un amor cortés, de un amor que no se tiene por qué expresar carnalmente, sino que es una devoción, pero una devoción espiritual por otra persona. A mí me parece que la definición más adecuada es que cuando cuando amas, dejas de vivir para algo y vives para alguien. Yo creo que ese es el punto fundamental. O sea que normalmente la persona carente de amor está siempre viviendo para cosas, para los objetos, para poder, para tener un estatus, mientras que el enamorado ha dejado todo eso de lado y solo vive para alguien. Se desvive por alguien. Esa es la idea del amor, ese desvivirse por alguien.
P.- Y de alguna manera eso es un invento de los trovadores en el siglo XII, porque fueron los que secularizarón un culto mariano y elevaron a la mujer a esa categoría de amante trascendental que ha pervivido prácticamente intacta hasta el siglo XX.
R.- Que además está muy ligada a la tradición cristiana. El cristianismo es el que ensalza a la mujer. Existen poemas eróticos, por ejemplo de Omar Jayam en el mundo musulmán, pero no es esa idealización de la mujer. O sea, la mujer no está idealizada. El concepto de la idealización femenina yo creo que es una idea ligada directamente al cristianismo.
P.- Y eso es curioso porque ha pervivido a lo largo del tiempo, se ha ido transformando los géneros literarios en la poesía trovadoresca, después en la poesía de Dante y Petrarca, en el Renacimiento, luego en el teatro también de Shakespeare. Shakespeare es el primero que problematiza eso, porque ya empieza a dibujar un amor más egoísta, también más moderno en un sentido ya desacralizado.
R.- Y está ligado además a apetencias familiares. Romeo y Julieta, que es una obra prototípica del drama amoroso, pero es un drama amoroso que de alguna manera también envuelve no solamente los dos personajes principales, sino a lo que cada uno de ellos arrastra familiarmente. Cada uno de ellos, de alguna forma, representa un mundo en ese enfrentamiento que tiene el amor. Y luego esa idea de que al final, efectivamente, los personajes se desviven porque creen que el otro ha muerto y entonces no merece la pena seguir vivo.
P.- De hecho, Romeo, al principio, se suele olvidar que está herido de mal de amores, pero es otra mujer, otra chica. Entonces no quiere ir a la fiesta donde conoce a Julieta. No tiene ningún interés. Y luego, finalmente, va a esa fiesta y pasa todo.
R.- Se da cuenta de que merecía la pena.
P.- Esa idea del amor atraviesa todos los géneros. Luego está ya en la novela. Stendhal es uno de los autores que mejor representa al amor. Pero luego sufre una especie de extinción en el siglo XX.
R.- En el XIX hay un enfrentamiento entre amor y matrimonio. El adulterio es el amor que rompe el matrimonio.
P.- Es curioso eso, porque lo que decías del matrimonio luego es algo que se agota y en el siglo XX ya las últimas grandes historias de amor son transgresiones que no tienen que ver con el matrimonio.
R.- Ya no es una institución tan seria o sagrada. En el XIX, el matrimonio es una cosa que hay que saltarse, pero que tiene mucho peso, tiene mucha entidad, mientras que en el siglo XX se va diluyendo la importancia del matrimonio y se va convirtiendo en una convención más que uno puede salirse de ella sin especial trauma, y es muy difícil entonces hacer un relato dramático en torno a la idea del matrimonio.
P.- Y curiosamente dos de los mitos más potentes amorosos que se crean en el siglo XX son Tadzio, de Thomas Mann [La muerte en Venecia] y Lolita de Nabokov [Lolita], que son como el agotamiento de eso. Y de alguna manera, enlaza con lo que es el efebo platónico.
R.- El caso de Thomas Mann, por supuesto. Es decir, es una especie de intento de volver a la sensación clásica. Por eso se busca ese decorado mágico de Venecia, porque ahí lo que se trata es de recuperar un amor que ya no fluctúa como lo hacía todavía en Grecia. Mientras que, en cambio, la Lolita es el el vínculo que va más allá del matrimonio. Enamorarse de la hija es la forma más perversa de salir del matrimonio.

P.- Es el agotamiento del tema del adulterio. Como no da mas de sí todo eso…
R.- La relación importante que tiene Nabokov con Lolita es precisamente dejando al margen el matrimonio. El matrimonio ha sido un pretexto para acercarse a Lolita.
P.- Decía Lacan que era bastante sorprendente un mito como el que crea Platón en El banquete. Al fin y al cabo, es un grupo como de homosexuales allí que ha dado de comer, por así decirlo, a todo el espíritu amoroso a lo largo de siglos. ¿Por qué crees que es tan importante?
R.- Es la primera reflexión filosófica sobre el tema del amor. Porque es que en realidad los filósofos se preocupan muy poco del amor. Hay un ensayo de Montaigne que habla de eso, de lo poco que se han ocupado los filósofos del amor. Lucrecio dice que enamorarse de alguien es querer apropiárselo, entonces parece que es querer meter al otro dentro, cuando en el fondo lo que uno quiere es echar algo fuera. Todo eso es una visión totalmente masculina del amor.
P.- El mito que crea Platón en El banquete se ha ido transformando a lo largo de los siglos y cada siglo lo ha interpretado a su manera, ¿no?
R.- La idea platónica es la idea de que hay una especie de predestinación, que hay que buscar una complementariedad esencial, que los seres no estamos completos; que el ser humano no está completo hasta que se redondea su existencia por la vía del amor. Uno busca ese complemento que va a reforzar nuestra identidad. En el fondo, el que ama, ama para completarse, no ama tanto por el otro, sino que ama por sí mismo, porque no se siente completo hasta estar con la media naranja.
P.- Y luego es curioso lo poco que se han ocupado los filósofos del amor, porque luego la palabra «eros», los cristianos en el evangelio tienen que encontrar otra palabra que es «ágape», que es otro tipo de otro tipo de amor que se diferencia radicalmente del eros.
R.- El ágape es un amor de alguna manera sublimado y desinteresado. La última cena, por ejemplo, ahí está el amor. No hay el erotismo. El erotismo es la búsqueda de una singularidad. Uno cuando se enamora de alguien le pasa aquello que decía Bernard Shaw: «Enamorarse es exagerar enormemente la diferencia que hay entre una persona y otra».
P.- Y luego hay una fuerte sublimación medieval a través de la mística, que desemboca también en los poetas renacentistas. Y España tiene una tradición muy potente en ese sentido, en San Juan de la Cruz, en Santa Teresa. Y ahí hay una idea radicalmente distinta que, de alguna manera, influirá también en la secularización del amor.
R.- La paradoja del amor sublime, del amor que predica Spinoza; del amor a Dios. Amar es estar pendiente de otro, estar con miedo a perder al otro. El amor es, entre otras cosas, una preocupación por la existencia del otro. Dar gracias por que el otro existe y, a la vez, preocuparse porque pueda dejar de existir.
P.- «Quiero que seas», decía San Agustín.
R.- Exactamente. Entonces, claro, Spinoza, lo que termina diciendo es: el amor de Dios es el más auténtico, el más sublime, pero no tiene que esperar reconocimiento de Dios. Tiene que amar a Dios sin esperar que Dios le tenga usted ningún amor especial. Borges dice eso: «El más sublime amor me fue otorgado / El amor que no espera ser amado». La mística es amar algo que no puede dejar de ser, pero por lo tanto, es un amor contrario al amor que sentimos por los seres vivos.
P.- Y esa es la metáfora entre el esposo y la esposa de San Juan, que es la búsqueda de Dios. Hay una idea muy potente de la Edad Media que está en varios autores. Nunca he encontrado exactamente el origen, pero que dice que el amor es la ausencia de movimiento, es decir, la contrapone al deseo. El deseo es movimiento y el amor sería la ausencia de movimiento, y eso es una idea que nos cuesta mucho entender a los modernos, porque somos hijos de la subjetividad absoluta y del movimiento.
R.- Somos concupiscientes. Confundimos el amor con la concupisciencia. Yo creo que la verdadera condición del amor y la condición, por otra parte, beatífica y dramática que tiene el amor es cuando lo perdemos, cuando uno pierde a la persona amada, la persona que ha sido el sentido de su vida. Claro, el amor no desaparece y desaparece la persona amada, pero el amor continúa. Y eso es el drama. La gente que te dice: «Bueno, eso ya pasó hace mucho, ya estás acostumbrado». No, no, no, no. Para mí cada momento es como si lo estuviera perdiendo la persona a cada momento. No puedes decir: «Ya se me pasará dentro de 15 días».
P.- Esa es una idea que sale en alguno de tus libros que has dedicado a la muerte de Sara. Eso de que el tiempo lo cura todo es un tópico insoportable.
R.- Eso es indignante, porque el tiempo cura tan pocas cosas como el espacio. Ni el tiempo ni el espacio curan nada. Te acostumbras. Es verdad que uno no se muere de pena, vive de pena, pero no se muere de la pena. Te acostumbras a penar y a la tristeza, pero eso no quiere decir que deje de haberla, sino simplemente que no te da esa especie de sorpresa. Las personas que hemos sido ingenuamente alegres durante buena parte de nuestra vida, cuando de pronto te despiertas en plena tristeza y te das cuenta de que tu destino va a ser la tristeza, lo primero es como una gran sorpresa, que no lo sabías. Yo creo que había que vivir alegre.
P.- Se vive de pena, no se muere de pena.
R.- Te das cuenta de que continúas vivo y de que el deseo de vivir y el de morir no son vasos comunicantes, o sea, un momento en que pierdes el gusto la vida, pero eso no quiere decir que te apetezca la muerte. Eso es lo que tiene de descubrimiento epistémico el amor. El amor te revela un poco cómo funciona de verdad el corazón humano.
P.- Has escrito páginas muy intensas al respecto. Pero antes quisiera repasar, aunque sea brevemente, esa cuestión de la filosofía y el amor, porque un poco después de Platón y después de todos los teólogos de la Edad Media y de los poetas místicos, casi todos los grandes filósofos modernos muestran una especie de rechazo muy sintomático y elocuente al amor, al sexo y a la mujer.
R.- Kant, en la Antropología, en el capítulo que dedica al matrimonio, dice: «El matrimonio es el mutuo alquiler de los órganos sexuales».

P.- Y Schopenhauer también fue muy violento.
R.- Schopenhauer introduce una reflexión sobre de qué va eso del amor. Él es conscientemente contrario porque considera que el amor es una trampa. La máxima trampa de la voluntad.
P.- Una especie de humillación.
R.- El pesimismo schopenhaueriano es que estamos hechos los seres humanos de voluntad, pero la voluntad es mucho mayor que nosotros. Tenemos dentro una voluntad infinita, de ahí esa especie de desasosiego permanente. Estamos deseando un infinito, mientras que nosotros somos absolutamente reducidos. De ahí que haya que aprender a renunciar, a decir: «No, no quiero caer en la trampa de desear, porque sé que lo que deseo es mucho mayor que yo y nunca me va a satisfacer». Pero él hace una reflexión curiosa sobre el amor, por ejemplo, sobre la homosexualidad. Dice que la homosexualidad es un mecanismo que tiene la voluntad para cuando hay demasiada gente, empezar a bajar un poco.
P.- Hay un pequeño paréntesis en ese camino del idealismo y de la filosofía moderna que es Kierkegaard, que sí habla mucho del amor, pero vuelve un poco al amor sublimado, divino, por el fracaso.
R.- Él relaciona el amor con la angustia. El concepto de un amor que no puede realizarse como tal. Probablemente, eso expresa una dificultad fisiológica. Esa frustración, él le da una entidad de respuesta a lo que el hombre es. La angustia es el deseo imposible de realizar. Kierkegaard es un personaje totalmente hiperromántico, que está romantizado constantemente toda la vida. Y por otra parte, la frustración.
P.- Kierkegaard sostenía que había tres grandes estadios en la vida humana. Uno empezaba por el estadio estético, y luego por el ético, y terminaba en el religioso. Y él identificaba el religioso con el amoroso. No se podía amar a nadie si no se amaba bajo el paraguas divino.
R.- Lo que da sentido a todos los demás amores es el gran amor, el amor divino. Lo que pasa es que siempre eso es una especie de trampa, porque el que lo ve con más claridad en ese sentido es Schopenhauer que dice: «Bueno, eso que llama usted amor divino es la voluntad universal y eso es lo que va en contra suya. No solamente no tiene usted posibilidad de acceso al amor a la divinidad, sino que esa voluntad es aciaga, es negativa». Schopenhauer es el único que convierte a lo infinito y universal en lo malo. La mayoría de los filósofos piensan que los malos somos nosotros, que vamos en contra de las leyes divinas, pero que lo divino es bueno y bello. Schopenhauer dice que en un ser humano cabe una especie de bondad, de renuncia, mientras que el infinito es completamente negativo.
P.- Y luego está el caso de Nietzsche, que tampoco tuvo mucha suerte en cuestiones amorosas, pero también dejó reflexiones importantes.
R.- Hay una permanente brusquedad frente al amor.
P.- Y también hay en Nietzsche una afirmación de la mujer. Esa frase: «La vida es una mujer».
R.- Para él significa la variabilidad, significa el no poder definirla en un par de palabras. Para él la mujer es ese centelleo que tiene la vida, que no se puede atrapar, que no se puede fijar.
P.- En el siglo XX, por el camino que sigue cierta filosofía existencialista, el amor desaparece durante bastante tiempo. Por ejemplo, en Ser y tiempo, Heidegger hace una sola referencia al amor, en una nota al pie. Eso es todo lo que tenía que decir sobre el amor. Pero Ortega ya en 1914, es Meditaciones del Quijote, ya introduce el amor como algo esencial en la filosofía y dice que «la filosofía es la ciencia general del amor». Remitiendo un poco al amor de intelectuales de Spinoza.
R.- En la modernidad se escribe del amor sin una distinción entre el amor en el sentido más carnal del término y el amor en el otro sentido, en el sentido que trasciende lo carnal. Si uno decide hacer el amor es lo contrario del amor, porque el amor precisamente es lo que te hace a ti y no puedes hacerlo tú a él. Ortega tiene páginas muy bonitas sobre el amor.
P.- Y es curioso porque a Ortega le gustaba mucho Stendhal, pero le discute la famosa imagen de la cristalización, y esa es la proyección que hace el enamorado sobre la amada, que todos los defectos se vuelven como cristalitos.
R.- Pero la imagen es muy bonita.
P.- Decía Ortega que esa imagen o que el concepto del amor en Stendhal es un poco el fruto del idealismo. Como Ortega formula una crítica contra el idealismo, considera que es un amor pasión, un amor egoísta.
R.- Es un amor a la francesa.
P.- En cambio, dice Ortega, que el amor, el verdadero amor, si ha nacido bien, no puede morir.
R.- Ese es el problema y la dificultad que tiene uno para explicar cuando ha conocido el amor hay gente que no lo conoce nunca. Hay gente que se enamora los fines de semana de una señorita o un señorito y ya está… Julian Barnes tiene páginas muy bonitas. La mujer de Julian murió de lo mismo que Sara. Él tuvo la suerte de que en un mes se resolvió el asunto mientras que yo tuve nueve meses de agonía. Pero Julian se pregunta qué es mejor. Ya visto que el amor le arrastra por la posibilidad de la ausencia más definitiva. Entonces dice: «¿Qué es mejor haber conocido el amor aun a riesgo de perderlo, o vivir sin conocerlo y ahorrarse ese disgusto?». La idea de que todo amor verdadero acaba en drama, porque se rompe esa relación, podría uno decir: «Mejor entonces no me enamoro y me ahorro ese disgusto definitivo». Julián Barnes dice que no. Él cree que merece la pena enamorarse aunque haya que pagar el precio de la ausencia. Y yo también pienso eso, a pesar del dolor que traigo.
P.- Está ese mito tan bello, clásico, que Ovidio recrea las metamorfosis de Baucis y Filemón, que una pareja de ancianos reciben a unos vagabundos y lo reciben muy bien y les dan de comer lo poco que tienen. Y resulta que esos vagabundos son Zeus y Hera, disfrazados. Y entonces, cuando se revela que son los dioses, les dicen por vuestra generosidad y hospitalidad os concedemos el deseo. Y ellos piden el deseo de morir al mismo tiempo. Y entonces les convierte en árboles y están para siempre juntos, transformados. Sería, digamos, el sueño de toda verdadera pareja.
R.- Exactamente. Que no se rompa. Por eso te digo que es un poco difícil de hacer compatible con el amor a Dios, porque el amor a Dios sabes que no va a faltar nunca. Lo primero es un amor con trampa.
P.- Sí, porque no tienes que comprometerte con algo.
R.- Es poner el amor sobre seguro. Aquello de nunca volveré a enamorarme de algo que se pueda morir. El amor divino te libra de eso. Pero por otra parte, también te quita ese desasosiego permanente, que eso es lo que constituye el amor. El amor es ese desvivirse por el otro. El otro está amenazado por la vida y uno quisiera exponer al otro resguardado de todos los males que la vida le puede traer.
P.- Si es un amor mucho más arriesgado.
R.- A mí me parece que aplicar eso, salvo que sea un amor metafísico como el de Spinoza, que responde poco al nombre de amor que nosotros damos al verdadero amor. Más se parece eso, por ejemplo, en el barroco, los versos de Quevedo.
P.- Vamos a la cuestión de la de la pérdida. Has hablado mucho de ello en tus libros, en la peor parte, ese libro que dedicaste a la experiencia de la muerte de Sara. ¿Cómo te cambió, no digamos en términos absolutos existenciales en tu vida, que es una cuestión muy dramática y difícil de concretar, pero sí lo que es la experiencia del amor?
R.- Primero, me reveló el alcance del amor. Yo sabía que estaba enamorado de Sara, pero la tenía ahí. Había una recompensa permanente para el amor que uno tenía. Pero claro, en el momento en que sigues sintiendo amor, pero ya no existe la persona que te lo despierta, verdaderamente uno encuentra la vida sin propósito. Es como si tienes un catarro muy fuerte que te priva del gusto, entonces sigues teniendo hambre y sigues queriendo comer, pero nada te sabe nada, porque por el catarro ya no tiene sabores. Lo mismo ocurre con la ausencia de amor. Uno sigue viviendo y sigues teniendo deseos y sigues de alguna manera vinculándose con el mundo como siempre. Pero ya no te sabe como te sabía. Hay una especie de insipidez permanente en el mundo.

P.- Y es una reflexión en la peor parte. de alguna manera lo has lo has dicho, que dice: «¿Qué otra cosa es el amor, sino lo que nos hace irreemplazables? ¿Y qué mayor desolación que la de saber que seguiremos amando por siempre a quien hemos perdido y nada sustituirá? Y lo más paradójico es que se trata de una desolación a la que el verdadero amante no quisiera renunciar por nada del mundo».
R.- El verso, muy sencillo pero bonito de Machado: tiene una espina en el corazón, pero cuando le libran de la espina ya no siente su corazón. Es decir, para que sientas el corazón tienes que tener clavada esa espina amorosa de la ausencia.
P.- Y hay una diferencia, incluso diría que literaria, entre lo que es el enamoramiento, que suele ser intenso, muy apasionado, pero más bien breve, y el amor largo, sostenido en el tiempo. «Un amor de muchos días», por decirlo con un verso de Jorge Guillén.
R.- Ahí me parece que hay una fascinación física. Eso que se dice del amor a primera vista, bueno, eso existe, pero es simplemente como una especie de cristalización del deseo. Mientras que el amor es un hábito. Te cambia la vida. Cuando tienes un amor eso te convierte en otra persona. No es el mismo el que conoce el Amor con mayúscula, por decirlo de algún modo. El amor te cambia tu identidad. Yo creo que habría que ver cuando te has enamorado, cuando te pregunten usted qué es, habría que decir: «Yo enamorado», porque eso verdaderamente te cambia la identidad.
P.- Shakespeare, en una de sus tragedias más representativas que es Antonio y Cleopatra, representa a dos amantes que están cegados el uno por el otro pero que no se escuchan nunca. Eso es extraordinario porque se están hablando, pero el otro le da una imagen de sí mismo. Y eso pasa muchas veces en el enamoramiento, que no ves al otro.
R.- Eso también está muy bonito en La Celestina, los monólogos de Calixto diciendo «Melibeo soy». Esa idea de decir: «Ya no sigo siendo Calixto. Es un amor que ha sustituido mi identidad». A mí me parece que de las obras literarias en castellano, la verdadera obra erótica más profunda es La Celestina. Me parece que es una de las obras literarias más profundamente eróticas que se han escrito.
P.- Tú has hablado también de la fidelidad como una virtud canina, no humana.
R.- El amor no es una fidelidad en el sentido de que tú renuncies. Es lo mismo que si ya como te gusta la cocina que te hacen en casa, entonces ya no fueras a un restaurante. Hay una fidelidad de espíritu. No puedes librarte de esa lealtad. En cualquiera de los momentos en que estaba enamorado de Sara, lo que nunca podría era decirle a otra mujer es «te quiero». «Te deseo, ven p’acá»… pero lo que nunca podía era decir era un «te quiero», porque estaba reservado.
P.- Entonces estarías de acuerdo con el poema de Gil de Biedma, Pandémica y celeste, que es un poema que, como él decía, intentaba demostrar que se puede estar muy enamorado de alguien y serle infiel constantemente. Esa doble dimensión de Afrodita pandémica y Afrodita celeste.
R.- El amor necesario y el amor contingente, que les llamamos amores, pero en el fondo son encaprichamientos, deseos, vicios… Pero el amor es otra cosa.
P.- Y también es escrito en tu último libro, Carne gobernada, de un amor crepuscular o un amor final. ¿Qué te ha revelado eso?
R.- Hay un momento en que uno todavía sigue amando cuando el cuerpo no es el que amaba antes. Antes uno tenía un cuerpo que amaba por sí mismo. Cuando eres joven prácticamente el cuerpo ama por sí mismo, casi no tienes ni que ayudarle. Mientras que luego ya después se convierte en una especie de tarea, de proyecto. No dejas de amar y no dejas de tener esa necesidad de buscar un complemento, algo que termine tu vida y que no te deje en la soledad.
P.- Y en cuanto a la amistad, ¿la considerarías una forma de amor también?
R.- Yo creo que, a pesar de las páginas tan bonitas que dedica Aristóteles, la amistad es otra cosa. La amistad es una especie de compañerismo trascendente que verdaderamente es importante. Todos queremos vivir con amigos, pero ninguna pérdida de amistad te lleva a lo que te lleva el amor. Puedes tener muchos amigos, pero si no tienes amor, siempre te va a faltar algo. La queja esa sobre los amigos, de que cuando se enamoran, nos dejan. Es que es natural. Verdaderamente, el amor vale por muchos amigos.
P.- Es curioso que los griegos, por ejemplo, reconocieran la amistad, casi en términos que podemos seguir compartiendo y el amor no.
R.- El amor no vive para todos. Hay que ser muy poco empático para no tener amigos de ningún tipo nunca en la vida. Pero puedes no conocer el amor. No es una de esas cosas que está garantizada, como la muerte, por ejemplo. No hay que preocuparse porque te vas a morir, quieras o no. En cambio, el amor no está garantizado. Puede venirte con todo su parte buena y su parte mala. Puede ser, pero puede no venir.
P.- En su crítica a la cristalización de Stendhal, Ortega hace una reflexión muy lúcida y compara el enamoramiento con una palabra que inventa el «enodiamiento». El enamoramiento reduce el mundo al ser amado. Y el odio tiene un mecanismo parecido, pero en su reverso ¿no?
R.- Quizás el odio puede tener una fuerza. El odio es una forma de parentesco. Unamuno señalaba eso, que el odio puede ser un parentesco que tienes con alguien, pues de alguna manera, estás atado a la persona que odias realmente. No he conocido nunca lo que es el odio. Conozco antipatía y todo eso. Pero el odio en el sentido fuerte del término, no lo he conocido nunca.
P.- Te ha salvado el amor.
R.- Puede ser. A lo mejor tengo un carácter más dado a lo positivo del amor que a lo negativo del odio. Pero yo no lo entiendo. Los relatos que existen de los grandes odiadores… no lo veo. Me impresiona. Creo que es también una forma de estilo, casi como el amor, pero no, no lo he experimentado nunca.
P.- ¿Cómo crees que se está transformando hoy en día la cuestión amorosa con toda esa emergencia del cuerpo de una forma tan radical, con los géneros, con el deseo de transgredir el propio género? Toda esa cuestión que ha puesto el cuerpo como un agotamiento del espíritu.
R.- Los cuerpos siempre han sido mucho más flexibles y mucho más variados. Una cosa es que la biología, en contra de todo lo que dicen los ideólogos antibinarios, la biología deja bien claro que los sexos son dos y están relacionados con la procreación. Ahora, siempre han tenido una flexibilidad y una capacidad de transformismo. Desde la época clásica, y los pueblos primitivos tienen una cantidad de transgresiones del binarismo estricto enormes, lo que ahora se ha convertido en una especie de obligación. O sea, hay que estar preocupado por las diversas variedades. Una cosa es que uno respete las identidades, eso entra dentro simplemente del respeto a los derechos del ciudadano. En una democracia, lo importante es la igualdad en la ley y la libertad del ciudadano. Y la libertad del ciudadano es poder ser distinto sin temor, pero tampoco sin convertirlo en una especie de proclama permanente que haya que estar haciendo reverencias ante un señor.
P.- Es la idea de Judith Butler, que el cuerpo es el último reducto de la revolución. Hay que hacer la revolución en el cuerpo porque no queda nada más.
R.- Se ha perdido ya un poco las ideas de clases y de los aspectos económicos, que son los verdaderos aspectos revolucionarios. Realmente, la revolución estaba basada en el reparto económico y entonces en lo que se ha convertido es en un poco la mitificación de la extravagancia personal. Me parece que cada uno tiene derecho a hacer con su cuerpo con lo que le dé la gana, pero no tiene por qué estar imponiendo a los demás como una especie de «fíjese usted lo que hago». Es un poco la idea de esos niños pequeños que siempre están reclamando la atención de su papá o de su mamá. A mí me parece que es un poco igual, ¿no? Hacen una extravagancia de género que uno tiene que poner cara de asombro y aplaudir y en realidad no le importa un pimiento.
