El malestar social como nueva pandemia
«El malestar contemporáneo ha alcanzado cotas que lo convierten en inmune a las buenas palabras»

Gente triste. | Freepik
«España: un país triste y enfermo». Ese titular, que pueden consultar en Internet, pertenece a un reciente artículo (10 de noviembre de 2025) del historiador y politólogo Miguel Ángel Cerdán Pérez. La entradilla precisa: «España es líder en consumo de ansiolíticos y cocaína, en operaciones de cirugía estética y en divorcios. Un alto índice de la ciudadanía sufre problemas de salud mental y está empobrecida». El dictamen resulta sorprendente, no solo por su contundencia sino por el contraste con el tópico comúnmente admitido de que este es un país hedonista, incluso en su versión más acentuada, el país de la diversión, la fiesta y, en suma, la alegría de vivir.
Los primeros párrafos del mencionado artículo son un compendio de datos estadísticos que ilustran y respaldan el diagnóstico antedicho. De ellos se desprende que «la epidemia de individualidad, de fomento del yo, del supuesto empoderamiento personal en detrimento de los sentimientos comunitarios» causa no más felicidad, sino «desasosiego, ansiedad y tristeza». La atomización social propiciada por «el sistema económico existente, destruyendo lazos, comunitarios o familiares, ha provocado que nuestro país se haya convertido en un país triste y enfermo». Sostiene el autor que el «neoliberalismo», con su sistemático ataque a la familia y los lazos comunitarios y con la implantación de una precariedad generalizada –trabajo, salarios, vivienda-, nos sume «en el aislamiento atroz, en la desesperanza y en la soledad más absoluta».
Incluso aceptando ese retrato en sus más negras tintas, lo primero que chirría en dicho diagnóstico es por qué, siendo la situación descrita algo global –inherente al sistema capitalista de nuestros días- se saca una conclusión particular: «algo no va bien en la salud mental de los españoles». ¿Qué peculiaridad tenemos que no sufran también otras naciones con la misma o parecida organización económica y política? Conviene por lo pronto abandonar el látigo -el masoquismo- al que somos tan propensos. No es cuestión de nuestro país, sino de la sociedad y el mundo que vivimos. Magro consuelo, por otra parte. El hecho de que no sea un problema específico de nuestros lares no le resta un ápice de gravedad. Casi al contrario, me atrevería a decir.
La prueba está en que en los últimos tiempos sociólogos, psicólogos, economistas, médicos y ensayistas en general vienen indagando en las raíces del fenómeno, sus rasgos principales, sus consecuencias y los posibles remedios, sin compartimentar esas reflexiones en coordenadas nacionales. Reitero que, como tantas otras cosas de nuestra vida presente, se trata de un fenómeno global. Una nueva pandemia. Y nosotros, como afectados, por una parte, y como lectores, por otra, sentimos la necesidad de recapacitar sobre esta deriva, para tratar de hallar algún remedio o acaso solo para comprenderlo mejor. El fenómeno tiene además múltiples caras, con sus correspondientes aristas y no pocas derivadas.
Una de ellas es la desconfianza, que a la veterana ensayista Victoria Camps le sirve para caracterizar en su conjunto esta sociedad y el tiempo que vivimos. Su último trabajo lleva por título La sociedad de la desconfianza (Arpa). El largo subtítulo constituye de por sí una diáfana declaración de intenciones y enfatiza el aspecto edificante que anima a su autora, de principio a fin: Cómo recuperar la confianza en un mundo sin dimensión moral de la política y la vida cotidiana. Su punto de partida es el reconocimiento de los numerosos males de toda índole que atenazan al ser humano del siglo XXI. «El descontento de la civilización» es el expresivo epígrafe del primer capítulo, en la línea de constatación de un creciente malestar como rasgo característico de nuestra teórica sociedad opulenta. «Hoy vivimos el colapso del demos y el ethos», escribe Camps, o sea, una doble crisis, de democracia y sistema de valores. En consecuencia, «no hay un “nosotros” dispuesto a luchar por un bien común».
Hay una impresión generalizada de que la política o los partidos «no nos representan», ni sirven para solucionar nuestros problemas. Pero la desconfianza no afecta solo a ellos, ni mucho menos. Desconfiamos de la inteligencia artificial (¿terminará por anular o, como mínimo, desplazar al ser humano?), recelamos de los medios (trufados de fake news), hemos perdido la fe en la educación como ascensor social, no nos fiamos de un sistema sanitario incapaz de prestar un servicio eficiente y desconfiamos, en fin, de las empresas, las instituciones y hasta las personas que nos rodean. No digamos ya cuando esas personas vienen de fuera de nuestras fronteras y hay diferencias en el color de piel, la lengua, la religión o la cultura. En suma, nos sentimos amenazados e inermes. De este miedo cerval procede buena parte de nuestros males.
¿Es posible a estas alturas «restablecer la confianza»? Concedamos que solo desde el cinismo más frívolo o el nihilismo apocalíptico puede arrumbarse ese propósito con desprecio o reputarse sin más de ingenuo, aunque eso no tenga que suponer, naturalmente, que se suscriban sin más todos los planteamientos y consideraciones que despliega Camps. El problema está más bien en si ese tono mesurado, genérico o incluso abstracto es el más apropiado para abordar los problemas que se plantean. Hoy por hoy da la impresión de que ese tren ya lo hemos perdido. El malestar contemporáneo ha alcanzado cotas que lo convierten en inmune a las buenas palabras. Y quizá también a las buenas intenciones, si son solo eso.
El concepto de malestar, que tan bien describe el estado de ánimo imperante, se presta a los juegos de palabras. El más fácil es contraponer el idealizado «estado del bienestar» al mucho más real y pedestre «estado de malestar» que se extiende por doquier. Otra posibilidad es la invención de una nueva forma verbal a partir del susodicho término, como hacen Javier Padilla y Marta Carmona: Malestamos, que lleva el subtítulo de Cuando estar mal es un problema colectivo (Capitán Swing). Los autores son médico y psiquiatra, respectivamente, y realizan en esta breve obra –algo más de cien páginas- una encomiable tarea de divulgación, asequible a todo tipo de público, que puede servir de punto de partida para una ulterior profundización.
Ello es así porque la tesis de los autores –la dimensión social, económica y política del extendido malestar contemporáneo- constituye la clave fundamental que comparten la mayoría de los especialistas. Dicho así puede parecer casi una obviedad, pero por ello se impone una aclaración. Hay muchos intereses en juego. Es fácil instrumentalizar el problema con fines espurios o tratar de extraer rentabilidades sectoriales (sanitarias, en un sentido restrictivo) o corporativas (industria farmacéutica). La tentación de privilegiar la dimensión individual o psicológica se ha disparado en las últimas décadas y, lejos de constituir una solución, ha agravado el cuadro social hasta el punto de hacer de él un cuadro clínico.
Me refiero a lo que se conoce como medicalización del malestar y, por extensión, tratar este como una patología individual necesitada de una específica atención sanitaria o incluso psiquiátrica. Este es el tema que aborda críticamente Suzanne O’Sullivan en La era del diagnóstico. Cómo la obsesión médica por etiquetar nos está enfermando (Ariel, traducción de Mª Dolores Ábalos Vázquez). O’Sullivan, especialista en neurología, se revuelve aquí contra los intereses de su gremio y lanza una crítica durísima de las tendencias imperantes en los países occidentales. A partir de múltiples casos concretos, la autora dictamina que es falso que estemos de por sí menos sanos física y psíquicamente que antes. El problema es otro, el malestar de nuestras sociedades tiene otras raíces: «no enfermamos cada vez más, sino que calificamos de enfermedad cada vez más cosas».
En definitiva, no es un tratamiento médico lo que se precisa, pero, en todo caso, si proseguimos con la metáfora sanitaria, es innegable que este virus también contagia. Se extiende, imparable. Si en verdad estamos ante una nueva pandemia, convendría al menos que no nos cogiera tan inermes como la anterior.
