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Lo que hay que oír

Prodigioso Tchaikovsky de Karina Canellakis

«¿Tienen las mujeres una forma peculiar o distinta de tocar o dirigir?»

Prodigioso Tchaikovsky de Karina Canellakis

Karina Canellakis en una imagen de archivo. | Karina Canellakis

Uno de los tópicos más idiotas que se defendían en el siglo pasado era que las mujeres no podían ser buenas directoras de orquesta. Había habido y habría siempre grandes solistas y sopranos, pero la batuta era algo reservado para los varones con capacidad de mando e imperio. El paso del tiempo, sobre todo en lo que llevamos de siglo, ha pulverizado ese lugar común, sacándole además los colores. Desde las veteranas Marin Alsop –una de las pioneras– o JoAnn Falletta –excelente el trabajo que está haciendo con música francesa en la Filarmónica de Buffalo, of all places– hasta las más jóvenes, como la lituana Mirga Gražinytė-Tyla –magistrales sus grabaciones del redescubierto compositor ruso Mieczysław Weinberg con la orquesta de Birmingham– o la mexicana Alondra de la Parra, al frente de la Orquesta Sinfónica de las Américas, todas han demostrado que no hay nada en la condición femenina que impida subirse a un podio.

Claro que la evidencia también pone en duda, al menos, otro supuesto, según el cual el sexo imprime carácter en la creación o en la ejecución artística. ¿Tienen las mujeres una forma peculiar o distinta de tocar o dirigir? Si nos atenemos a los diversos casos que podemos analizar, la respuesta sería negativa. Marin Alsop ha contado cómo su maestro, Leonard Bernstein, después de oírla le dijo un día: «¿Sabes? Cierro los ojos y no consigo apreciar nada femenino en tu forma de dirigir». Pero acto seguido deducimos de ello que tampoco oiríamos nada masculino. Y si tomamos, por ejemplo, a dos pianistas excelentes como Maria Joao Pires y Marta Argerich, resulta muy difícil decidir cuál de las dos es más o menos femenina. Pires transmite una gran intensidad emocional, en cambio Argerich es mucho más casta. ¿Pero a qué obedece? No lo sabemos. 

Tampoco, por supuesto, hay homogeneidad entre los hombres. Karajan, sí, tenía una manera prusiana e imperial de dirigir, a veces de una violencia insoportable. Klemperer era tremendamente sobrio y frío, pero en cambio emocionaba de un modo inexplicable. (Era la emoción que procura siempre la verdad). Su condiscípulo y rival Bruno Walter era mucho más lírico, pero también muy exacto y emocionaba en lo epidérmico como en lo más hondo. Aunque es evidente que nuestras particularidades, ya sean sexuales, culturales o étnicas, influyen en todo lo que hacemos, parece que la cuestión tiene que ver sobre todo con la capacidad para interpretar una partitura y dejar que se haga en el tiempo, de acuerdo con sus propias leyes, lejos de lo que Celibidache llamaba las «neurosis personales». Y para eso da igual sin uno es hombre o mujer, basta atender al «puro centro anónimo» del que siempre, al decir de Rilke, surge el arte. 

Todo esto no es sino la excusa para hablarles de una maravillosa directora joven, Karina Canellakis (1981), neoyorquina de ascendencia griega y rusa. Hija de músicos –su padre era director y su madre pianista–, se formó como violinista y llegó a formar parte de la Orchester-Akademie de la Filarmónica de Berlín, donde Simon Rattle se fijó en su talento inaudito y la animó –bendito sea– a dedicarse a la dirección. Después de estudiar dirección en la Juilliard School de Nueva York, Canellakis empezó como guest conductor en diversas orquestas americanas y europeas. En 2015 sustituyó de urgencia a Nikolaus Harnoncourt al frente de la Orquesta de Cámara de Europa. Y en 2018 fue nombrada directora titular de la Radio Filharmonisch Orkest, una importante orquesta holandesa con la que empezó a hacer un trabajo admirable. Y ya en 2020, la Filarmónica de Londres la nombró principal directora invitada –la primera mujer en alcanzar la dignidad–, cargo que desempeña en la actualidad. 

Canellakis acaba de publicar un disco excepcional y asombroso con la Filarmónica de Londres que incluye la quinta y la sexta de Tchaikovsky, dos de las obras sagradas del canon. ¿Es posible sorprenderse aún con partituras que hemos oído mil veces en las mejores versiones y que uno incluso se creería capaz de dirigir a ciegas? ¿Se puede decir todavía algo nuevo con un autor que ha sonado en todas partes hasta la saciedad? Karina Canellakis demuestra que sí y además nos obliga a volver a conocer esas sinfonías como si las oyéramos por primera vez. Tchaikovski fue un autor muy interpretado en el siglo pasado, en el que tuvo a grandes especialistas, empezando por los rusos, sobre todo Yevgueni Mravinsky, el mariscal de la Filarmónica de San Petersburgo –entonces Leningrado– o Yevgueni Svetlánov, director de la orquesta sinfónica de la URSS. Ambos supieron conjugar al Tchaikovsky más eslavo, con esa inimitable mezcla de gravedad y melancolía propia de la sonoridad palatal de su idioma. La música es también muchas veces cuestión de acento y hay una determinada pronunciación que solo consiguen los nativos. 

Pero eso no es óbice para que esa misma música pueda viajar a otras culturas, como la germánica, donde Tchaikovsky hizo fortuna como Spätromantik, como romántico tardío. Furtwängler grabó una gran e imbatible Patética –reconocida incluso por su adversario Toscanini–. Klemperer, con la Philarmonia, hizo una quinta modélica, seguida de una sexta menos lograda o quizá «desmitificadora», como ha observado agudamente Luis Gago. Karajan endulzó la aspereza original del compositor con sus cuerdas densas y sedosas. El húngaro y malogrado Férenc Fricsay dirigió la sexta más asombrosa que se haya grabado jamás, probablemente, con la Deutsches-Symphonie Orchester, perfecta, exacta, con el grado justo de expresividad, trabada hasta el último detalle en una textura tersa y limpia. Y Leonard Bernstein grabó al final de su vida dos de sus hitos como director, una Patética magistral, testamentaria, en 1987, con la Filarmónica de Nueva York, y con la misma orquesta, en 1990, una quinta sobrenatural. Nadie, ni siquiera Celibidache, ha mostrado la complejidad del Andante de la quinta con esa morosidad en la que se iluminan todos los detalles. El conjunto es de una lentitud extrema, pero sin que se pierda nunca la tensión. Bernstein sabe declinar el tono más íntimo, lírico y recitativo –qué belleza infinita el solo de trompa– con los pasajes más violentos y rasgados, metiéndose sin miedo en la piel del ruso. El contraste es abrumador. Hay que volverla a escuchar para darse cuenta de la extrema radicalidad que ahí se juega. Hats off.

En este siglo, en cambio, Tchaikovsky, después de la sobreactuación pasada, había quedado un tanto relegado. No ha dejado de programarse, por supuesto, porque sigue siendo favorito del gran público, pero su interpretación había entrado de alguna forma en vía muerta, sin que ningún director le hubiera dado hasta ahora una lectura especial o sorprendente. Y eso es lo que ha hecho Karina Canellakis con la Filarmónica de Londres, tanto en la quinta como en la sexta, un doble salto mortal. Es casi inverosímil el grado de dominio, sabiduría, gusto y decisión que la directora ha adquirido a su edad. Su compenetración con la orquesta es absoluta, casi umbilical. Su gestualidad a la hora de dirigir es de una depurada matización, una danza manual de giros rotundos y suaves.

Desde los primeros compases de la quinta, la sinfonía sobre el destino, según su autor, ya adivinamos la seriedad y la seguridad del tempo firme con el que se presentan los instrumentos, del viento a la cuerda y la madera, mediante el tema del fatum que gobierna todo el movimiento. La ejecución es pausada sin dejar de ser briosa, expresiva y a la vez sobria, maravillosamente conducida hasta el clímax wagneriano que alcanzan todos los motivos desplegados. Luego el Andante cantabile, una de las grandes creaciones melódicas del repertorio clásico y un reto para cualquier orquesta, es sencillamente prodigioso. El solo de trompa, que uno escucharía una y otra vez sin cansarse nunca, se desenvuelve con una naturalidad incontestable, perfectamente acompañado por las maderas y al final por el despliegue acompasado de las cuerdas. Y qué bien modulado el tono confesional, melancólico y alegre a la vez, con ese aire de resignada aceptación que transmite el movimiento, como si el autor, al final de su vida, fuera capaz de ver los tiempos, más allá de sí mismo. No hay detalle que se le escape. El fraseo es siempre persuasivo, convincente, fluido y memorable. Y, como los mejores, Canellakis sabe combinar la aspereza de los pasajes más duros con la serenidad más luminosa. El scherzo con el trio y el andante maestoso con el allegro vivace completan la sinfonía con la misma contundencia y armonía. Lo fascinante es comprobar cómo la dirección está llena de ideas propias, pensadas, conseguidas.

La sinfonía sexta en si menor, la Patética, compuesta en 1893, se considera habitualmente la autobiografía de su autor, el drama de su vida, quizá la más subjetiva del género. El Adagio del primer movimiento es uno de los más populares, citados, imitados y sobados de la historia de la música. Y al mismo tiempo se trata de uno de los más difíciles, por la construcción tan delicada del crescendo inicial hasta el estallido que da paso al desarrollo y la coda en la que los vientos presentan la coral. Desde el sombrío solo de fagot del inicio, el tema agitado del allegro ma non troppo y el de las cuerdas en forma de sonata, todo en el movimiento requiere de una capacidad especial para el ensamblaje, el ritmo y el balanceo. Canellakis conduce el lento ascenso con virtuosismo, sin esfuerzo aparente, como si solo pudiera hacerse de esa manera, señal de la autoridad que es capaz de transmitir a la orquesta. El célebre tema lírico de las cuerdas que se compone y descompone a lo largo del movimiento está moldeado con elegancia y finura, sin excesos, lo mismo que el acompañamiento de las maderas. Y qué bien preparado el estallido, así como el subsecuente sviluppo, con sus transiciones de lo triunfal a lo elegíaco, todo fundido en la apoteosis final. Gracias a la pericia de la orquesta y a la mano sabia de su directora, no hay ningún fonema que no volvamos a oír fresco y como recién emitido. Luego el Allegro con grazia, escrito en forma de lied, en puridad un vals que representa el amor alcanzado, y el Allegro molto vivace, un scherzo en forma de marcha, se resuelven con una gracia mágica, leve, ingrávida. Y el final, el Andante lamentoso, un adiós a la vida –Tchaikovsky murió pocos días después del estreno de la sinfonía–, está resuelto con un conocimiento profundo. La música parece ampliarse por dentro –breit und immer breiter, como diría Celibidache–, en círculos concéntricos que van ahondando en esa simultánea experiencia de despedida y reencuentro que cerca al protagonista hasta la última exhalación.

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