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'La mujer de Tchaikovsky': obsesiones y tabúes

El director ruso Kiril Serébrennikov presentó la película en Cannes 2022 y hubo gran polémica porque en plena guerra de Ucrania hubo quien pidió su retirada

‘La mujer de Tchaikovsky’: obsesiones y tabúes

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En la vida de Piotr Ilich Tchaikovsky (1840-1893), máximo representante del romanticismo musical ruso, hubo dos mujeres importantes. La primera fue la mecenas Nadezhna von Meck, una aristócrata rica y viuda, que había estado casada con un magnate del ferrocarril de origen alemán. Fascinada por la obra del compositor, le ofreció una asignación anual de 6.000 rublos para que pudiera dedicarse a su arte. Solo puso una condición: que su relación fuera siempre epistolar y no se conocieran en persona. Se llegaron a ver de lejos, en algún concierto, pero mantuvieron siempre la distancia. La mecenas puso además a disposición del músico las casas que tenía por varios lugares de Europa. Si él anunciaba que iba a pasar una temporada en una de ellas, la viuda se marchaba el día antes de su llegada. Esta peculiar relación entre admiradora e ídolo se mantuvo durante quince años. Cuatro años antes de morir, la benefactora informó a su protegido por carta de que debido a problemas financieros se veía obligada a retirarle la asignación. No está claro si este fue el motivo real, más bien se sospecha que, ante los insistentes rumores que le llegaban sobre la homosexualidad del artista, la dama sintió ofendida su moralidad y le dio la espalda al genio. 

La otra mujer relevante en la vida de Tchaikovsky era también una admiradora, en este caso muy joven, que lo idolatraba: Antonina Miliukova. Ella le pidió que la tomara por esposa y él aceptó precisamente para acallar los crecientes murmullos sobre su orientación sexual. El matrimonio no tardó en convertirse en un infierno. Los intentos de consumación sexual de ella eran rechazados con violencia por él, que sentía atracción por los hombres jóvenes. Antonina pertenecía a la nobleza venida a menos y su familia era lo que hoy llamaríamos disfuncional, con una madre agresiva y amargada. Antes de casarse, le prometió a Tchaikovsky una dote que lo sacaría de apuros económicos (la viuda rica todavía no había hecho su aparición), pero el dinero nunca llegó, lo cual tensó más la convivencia. El compositor, víctima de crisis depresivas, decidió abandonar a su cónyuge, pero ella se negó a firmar el divorcio, pese a lo cual jamás volvieron a vivir juntos. Sin embargo, cuando él murió, ella era su viuda oficial. Para entonces la vida de Antonina ya había iniciado un camino descendente que la llevó a la locura. Su historia -y de refilón la del músico- se cuenta en La mujer de Tchaikovsky, del polémico director ruso Kiril Serébrennikov. 

Tráiler de la película

Cineasta y director teatral y de ópera, en su país fue un enfant terrible y sus películas han generado más de un escándalo. Entre ellas destaca Leto (2018), biopic de Viktor Tsoi, un rockero de Leningrado en los años 80, en plena Perestroika, convertido en leyenda cuando falleció en un accidente automovilístico con solo 28 años (la pueden ver en Filmin).  En 2017 Serébrennikov fue detenido por una supuesta malversación de fondos públicos de ayuda a las artes y estuvo bajo arresto domiciliario. Para sus partidarios, se trató de un juicio político, que acabó con el pagó una multa y la prohibición de abandonar el país mientras duró el periodo de libertad condicional. Con todo, obtuvo financiación para La mujer de Tchaikovsky, rodada en Rusia en coproducción con Francia y Suiza. La presentó en Cannes 2022 con polémica, porque en plena guerra de Ucrania hubo quien pidió su retirada. El director dejó Rusia y se instaló en Alemania, desde donde ha criticado la invasión de Ucrania y también las leyes antigays de Putin. 

La suya no es la primera película sobre el desastroso matrimonio del compositor. En 1970 se rodaron dos, un biopic soviético que esquivaba el tema de la homosexualidad y la británica La pasión de vivir que sí lo abordaba. Esta última la dirigió Ken Russell, gran iconoclasta que en los sesenta y setenta cosechó éxitos y escándalos con sus desaforadas propuestas (si el lector tiene una edad, seguro que recuerda Mujeres enamoradas, Los demonios y la opera rock Tommy). Los protagonistas eran Richard Chamberlain como Tchaikovsky y Glenda Jackson como la esposa despechada. El director, adicto a la desmesura, expresaba los tormentos del músico por su sexualidad mediante el predominio del rojo en los decorados y los continuos bamboleos de la cámara (hay una escena mareante en la que la esposa intenta infructuosamente consumar el matrimonio en el compartimento de un tren que no para de dar sacudidas). 

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Serébrennikov tiene también un punto iconoclasta, pero más sosegado. Su cámara se mueve con una elegante cadencia y el cromatismo imperante son los tonos grises. Su película tiene un aire mucho más clásico en la puesta en escena, salvo por la incorporación de algunos momentos oníricos, surreales o grotescos, que probablemente desconcertarán a algunos espectadores, pero cuya incorporación contribuye a expresar la locura de la protagonista. Por ejemplo, en la primera escena, cuando Antonina acude al velatorio de Tchaikovsky, el cadáver se incorpora y le recrimina lo infeliz que lo ha hecho. No tarda en entenderse que es una proyección de la mente enferma de la viuda y el director no abusa de estos giros. En esta línea destacan una bellísima escena en la que ambos posan para una foto en un extraño paisaje nevado y otra en la que a ella se le ofrecen varios hombres desnudos (aquí el cineasta visualiza la supuesta ninfomanía de Antonina, que en realidad parece ser más producto de los chismes malintencionados del entorno del compositor que de la realidad). Hay otro detalle interesante por inusual: la insidiosa presencia del zumbido de una mosca en varias escenas, que aporta tensión al drama. 

La ambientación de época está muy cuidada, y la puesta en escena es pictórica, con un uso preciosista de la luz en escenas visualmente portentosas como el fúnebre convite de la boda o un viaje en tren de la pareja. Serebrennikov logra atrapar la atormentada relación de Tchaikovski y su esposa. No estamos ante una desesperada historia de amor imposible en tiempos del romanticismo, sino ante la historia de una obsesión enfermiza: la de una mujer que, cuando descubre que su marido es homosexual, se niega a aceptarlo y la empecinada negación la conduce a la autodestrucción y la locura. 

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En cuanto al hipersensible Tchaikovsky, el secretismo con que se vio obligado a vivir su sexualidad le provocó diversas crisis depresivas, y dedicó su energía creativa a una producción musical exultante que en su época no siempre fue bien comprendida. Desaparecido el torturado ser humano, nos queda su legado: la música para los tres ballets del coreógrafo francés al servicio del Ballet Imperial ruso Marius Petipa –El lago de los cisnes, El cascanueces y La bella durmiente-, el arrebatado Primer concierto para piano, las sinfonías Quinta y Sexta, el concierto para violín, la Obertura 1812… 

De Serébrennikov esperamos con impaciencia su próxima película, todavía no estrenada: Limonov, producida ya fuera de Rusia, con capital francés e italiano y un reparto internacional que incluye a Ben Whishaw y Sandrine Bonnaire. El personaje, real, es, por si no lo recuerdan, ese escritor y activista político radical y estrambótico al que Emmanuel Carrère dedicó un libro impresionante: Limonov (Anagrama). 

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