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Cultura

'Rusia contra Napoleón' o la venganza del Antiguo Régimen

Dominic Lieven relata en un vibrante ensayo histórico la victoria del zar Alejandro frente al emperador francés

‘Rusia contra Napoleón’ o la venganza del Antiguo Régimen

'Retirada de Napoléon de Rusia' (1851), óleo sobre lienzo de Adolph Northen. | Wikimedia Commons

Que la historia no se repite, pero tiende inevitablemente a la rima, que no es sino una más de las formas artísticas de la recurrencia —«History doesnt repeat itself, but it often rhymes»— lo dejó dicho Mark Twain, periodista, escritor y consumado humorista norteamericano que, entre otros hallazgos de ingenio, definió al hombre como «el único animal que come sin tener hambre, bebe sin tener sed y habla sin tener nada que decir». Cabría añadir que la raza humana incurre sin descanso en otra repetición: librar guerras. De las batallas antiguas nace la épica —la primera forma narrativa— y el culto a los héroes. También crean los grandes imperios.

Ninguna conquista de la historia ha sido pacífica, incluyendo, por supuesto, todas aquellas que adoptan la máscara de las rendiciones por anticipado. En lo que no siempre se repara es que en estas réplicas de determinadas batallas las analogías históricas no se cumplen de forma idéntica. A veces aparecen como una marcha atrás en la línea del tiempo. Acaso ninguna muestre esta contradicción con tanta intensidad como la guerra entre la Francia imperial de Napoleón y la Rusia de Alejandro I. Un conflicto que precede a la Europa de los nacionalismos, que comenzaría justo después, y que se saldó con una rotunda y categórica derrota francesa.

La invasión napoleónica de la Rusia anterior a la revolución esconde en su interior un desajuste temporal. En cierto sentido puede leerse como una regresión cronológica. Un país basado en la servidumbre de la tierra, propiedad de un haz de familias entrelazadas —el zar y sus correspondientes aristocracias— derrota y persigue por toda Europa, con la ayuda de otros ejércitos, a una milicia que se consideraba invencible. No deja de ser una ironía del destino que una nación feudal acabe sometiendo a otra donde este mismo régimen político, tras cortarle la cabeza al rey e instaurar (por la sangre) la primera gran revolución moderna, ya había fenecido. Es tan asombroso como que la muerte del Antiguo Régimen, parteaguas en la Historia de la Humanidad, desembocase en el absolutismo de Napoleón.

A estudiar a fondo este episodio histórico ha dedicado el escritor británico Dominic Lieven (1952), historiador emérito en Cambridge, un vibrante, robusto, documentado y perspicaz ensayo —Rusia contra Napoleón. La batalla por Europa (1807-1814)—, editado por Acantilado con traducción al español de José Manuel Álvarez Flórez. Se trata de un libro originalísimo porque —como explica su autor— el relato de la guerra entre Bonaparte y los zares se ha transmitido en Occidente a partir de los lugares comunes —y las excusas— de la literatura escrita por los franceses (perdedores de la contienda), con ciertos añadidos de la historiografía alemana y británica.

Rara vez, sin embargo, se ha enfocado esta guerra desde la mirada documental rusa. Ni siquiera por parte de Tolstói, cuya novela Guerra y paz termina en 1812 (antes de la prolongación de la contienda a través de los campos de Europa y la entrada de los rusos en París) o de una parte de la historiografía soviética. Lieven arranca su relato en esta enorme laguna, que es como un océano. Recurre a los desconocidos archivos rusos, pone en cuestión las interpretaciones de los nacionalismos europeos —sobre todo la idea de que Bonaparte perdió contra el invierno y los elementos— y hace una pormenorizada narración del contexto cultural, las batallas y los personajes de este fresco bélico en el que se dirimieron los vínculos de la Gran Rusia con Europa, una cuestión que, en nuestros días, afecta tanto a la interpretación de la figura de Putin como a la guerra de Ucrania.

Contra el relato de Tolstói

La tesis del historiador británico es que, lejos de deberse a los imponderables climáticos, el triunfo ruso fue fruto de una táctica política muy inteligente por parte de Alejandro I. Consistió en dejar avanzar a los ejércitos de Napoleón para acelerar su agotamiento y, acto seguido, hacerles frente para, tras su huida, perseguirlos por Europa hasta su derrota en París, antes de la huida a Elba de Bonaparte. Lieven distingue entre las distintas etapas de la contienda —el año clave de 1812, completado con las batallas de 1813 y 1814, menos estudiadas— y llama la atención sobre el hecho de que la ambición de dominio gala obligase a Rusia a actuar como garante de la existencia de Europa frente al absolutismo imperial.

El libro deslumbra al lector con una descripción eficaz de las batallas. Cuenta la guerra en sus distintos frentes y, aunque habla sobre todo de los mariscales de campo, los generales y el poder de los ejércitos, no se olvida de otras cuestiones trascendentes, como la importancia de la red de suministros y abastecimiento —eficaz en el caso ruso; deplorable en el lado francés—, el papel de la caballería, que Bonaparte perdió sin remedio al comienzo del conflicto, la furia de los cosacos o las batallas diplomáticas.

La visión de la guerra del historiador británico desmonta —sin cuestionar su talento como novelista— el relato artístico de Tolstói, que fue el Homero de esta epopeya rusa pero, igual que hiciera el poeta griego, concentró su relato en un periodo concreto y con unas coordenadas limitadas para presentar el triunfo ruso como un acto de resistencia popular. Lieven cuenta otra guerra: el hundimiento de Bonaparte fue obra de la aristocracia zarista gracias al espionaje, al talento de los generales de su Estado Mayor zarista —Kutuzov y Barclay de Tolly—, a la colaboración de significados militares alemanes que se pasaron al bando ruso y, en último término, a la coalición (Austria, Prusia, Suecia) que salvaría a Europa de Napoleón.

El cuadro general podría, por tanto, resumirse así: el Ancien Régime imponiéndose al absolutismo moderno que nace tras el ocaso histórico en Francia de esta misma forma de soberanía. El colofón es la conquista rusa de París, sin la cual no hubiera cesado el conflicto. Sin duda es el episodio supremo de esta colosal paradoja. «El zar Alejandro» —escribe Lieven— «estaba convencido de que la seguridad rusa y la europea eran mutuamente dependientes, algo que sigue siendo cierto a día de hoy. Tal vez pueda extraerse alguna lección de ese momento en el que mayoritariamente se vio al ejército ruso que avanzaba a través de Europa en 1813-14 como un ejército de liberación cuyas victorias significaban el final de las extorsiones de Napoleón y de una época de constantes guerras, y el reestablecimiento del comercio y la prosperidad europeos».

Parece una suerte de impugnación de la perspectiva europea acerca de la guerra de Ucrania. Con una salvedad: la Rusia totalitaria de Putin, más que una mímesis zarista, es la máxima expresión del nacionalismo exacerbado que, una centuria más tarde, causaría la Gran Guerra de 1914 y desembocaría, varias décadas después, en la Segunda Guerra Mundial.

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