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Tiempo de mirar

Jacques-Louis David, retratos de un cambio de era

El Louvre dedica al pintor una retrospectiva imprescindible con motivo del 200 aniversario de su muerte

Jacques-Louis David, retratos de un cambio de era

Marat asesinado. GrandPalaisRmn (Museo del Louvre) | Mathieu Rabeau

En penumbra y recogimiento, como encendidas tenuemente por las velas de un altar, las tres versiones del cuadro la Muerte de Marat, aparecen en el Louvre como si fueran mártires de una religión laica. Es la sala central de la exposición Jacques-Louis David (1748-1825), el pintor de la Revolución francesa y del primer cuarto de siglo de la Edad Contemporánea. 

Este museo, que posee la colección más importante de sus obras, le dedica una retrospectiva imprescindible con motivo del 200 aniversario de su muerte. La versión original de Marat asesinado, de los Museos Reales de Bellas Artes de Bélgica, es uno de los importantes préstamos que enriquecen el brillante centenar de obras que conforman esta exposición.

David representa a su amigo, el político y editor del periódico L’Ami du peuple, Jean-Paul Marat, después de ser asesinado por Charlotte Corday, una simpatizante girondina de Rouen. El pintor fue uno de los últimos en verlo con vida y, al día siguiente, uno de los primeros en verlo muerto. En el cuadro, Marat esboza una sonrisa y tiene los ojos casi cerrados, David lo sumerge en un sueño eterno. La herida de su costado está en sombra, pero la sangre que mancha la sábana está a plena luz, al igual que la mano que sostiene la carta de Charlotte Corday. Esa sombra acentúa los pliegues, en particular el que parte de su oreja derecha hacia el turbante, sigue la caída del brazo hasta la pluma que se encuentra junto al cuchillo y refuerza la impresión de abandono del cadáver, cuyos labios, del mismo rojo intenso que el del agua que llena la bañera, parecen seguir palpitando.

La sencillez del escritorio hecho con un bloque de madera toscamente claveteado o las hojas sobre la sábana contrastan con el brillo del algodón almidonado. La colcha en un verde especialmente intenso transforma la bañera en sepulcro.

A pesar de que el artista reconocía no haberse sentido nunca conmovido por ningún sentimiento religioso, esta escena tiene el aire de un descendimiento de la Cruz, en esa inclinación de la cabeza tan similar a la de Cristo o en la herida de la lanza que atravesó su costado. 

La obra transmite los años de estudio en Roma de David y su admiración por el dibujo miguelangelesco: Marat asesinado, retoma explícitamente la pose del Cristo en la Piedad, un préstamo que sacraliza aún más la escena y santifica a Marat, que ya no es un cadáver, sino un icono laico y el cuchillo una metáfora de la guillotina.

En el contexto muy tenso de las semanas posteriores a la ejecución de Luis XVI -el 21 de enero 1793-, la Convención, consciente del vacío dejado por la muerte del soberano y temerosa de que este apareciera como un mártir, redobla su esfuerzo por instituir una religión cívica capaz de unir a la nación y de llamar la atención acerca de los peligros de la contrarrevolución. David se convierte en uno de sus grandes artífices. No solo ejecuta tres obras maestras: El peletero de Saint-Fargeau en su lecho de muerte, Marat asesinado y, más tarde, La muerte del joven Bara, si no que también organiza las fiestas de la República y los funerales solemnes de los mártires.

La Mort du jeune Bara © Ville d’Avignon, Musée Calvet.

Habla David, -intervención en la Convención, 15 de julio de 1793-: «La víspera de la muerte de Marat, la Sociedad de Jacobinos nos envió a Maure y a mí para informarnos de sus noticias. Lo encontré en una actitud que me llamó la atención. Tenía junto a él un bloque de madera sobre el que había colocado la tinta y el papel, y su mano, fuera de la bañera, escribía sus últimos pensamientos para la salvación del pueblo. Ayer, el cirujano que embalsamó su cuerpo mandó preguntarme cómo lo expondríamos a la vista del pueblo en la iglesia de los Cordeliers. No se puede descubrir ninguna parte de su cuerpo, porque, como sabéis, tenía lepra y su sangre estaba quemada. Pero pensé que sería interesante mostrarlo en la postura en la que lo encontré, escribiendo por la felicidad del pueblo». 

El lienzo falta a la verdad, un principio incondicional del retrato: David suaviza los rasgos de la cara, atenuando la fealdad conocida de Marat y borrando su enfermedad de la piel que le mantenía postrado en la bañera. También son falsos el texto manipulado de la nota que Charlotte Corday hizo entregar a Marat para que la dejara entrar y que él todavía sostiene en la mano o las paredes de la habitación donde se bañaba, empapeladas con motivos arquitectónicos, y que David pinta en un negro que irradia el brillo de los fondos dorados del Trecento.

Desde una esquina de la sala de la exposición asoma el Autorretrato de David, desde donde contempla a sus protagonistas de la Revolución. Fue pintado en 1794, Robespierre había sido guillotinado y él fue encarcelado por ser uno de sus hombres de confianza y por haber llegado hasta la presidencia del Club de los Jacobinos e incluso hasta el Comité de Seguridad General. Pero David se ausentó oportunamente durante los fatídicos días del 9 y 10 de Termidor del año II (27 y 28 de julio de 1794) alegando estar enfermo. 

En la prisión del antiguo Hôtel des Fermes, había obtenido permiso para instalar un pequeño taller. Gracias al material que le proporcionó un antiguo alumno y con la ayuda de un espejo, se representó a sí mismo, no como un robespierrista, sino como un artista, agarrando con determinación sus pinceles. Tenía entonces 46 años y, en cierta medida, se idealiza, pues, un antiguo tumor de mandíbula le desfiguraba la mejilla izquierda. La mirada es franca como si, en ese instante, contemplara toda su vida pasar por delante.

Había nacido en el seno de una familia burguesa, era hijo de un comerciante y su padre había muerto en un duelo cuando él tenía nueve años. Su madre estaba lejanamente emparentada con François Boucher, primer pintor del rey, y gracias a ello entró en el taller de Joseph-Marie Vien, un artista menor que le abrió nuevos caminos, alejándolo del rococó, iniciando un retorno a la Antigüedad y aconsejándole seguir su formación en Italia. En 1774, tras tres intentos fallidos, ganó finalmente el Premio de Roma. No se contentó con asimilar las lecciones de la pintura de Pompeya o copiando y recopiando indefinidamente los modelos del Capitolio, del Vaticano o de Villa Medici, además inventó un estilo en el que hizo plenamente suya la Antigüedad. Desde El juramento de los Horacios (1785), a La muerte de Sócrates (1787), Bruto (1789), o Las Sabinas (1799) sus cuadros le convirtieron en «el regenerador de la escuela francesa».

A pesar de simbolizar los acontecimientos que provocaron el cambio de una era, la pintura de David fue tejiendo un hilo paralelo, más sutil pero quizá más verídico, con sus retratos: «Confieso que durante mucho tiempo envidié a los grandes pintores que me precedieron por las oportunidades que yo nunca creí que tendría. ¡He pintado a un emperador y, por fin, a un papa!», diría David tras sus visitas a Pío VII para fijar sus rasgos.

David, Les Sabines © GrandPalaisRmn (musée du Louvre), Mathieu Rabeau, Sylvie Chan-Liat

El artista puso su pincel al servicio de las personalidades asociadas al triunfo de la Ilustración. Uno de sus retratos más famosos es el de Antoine Lavoisier y su esposa. Representa al famoso científico, pero la modernidad del cuadro reside en el protagonismo de su esposa, hacia la que convergen la mirada del químico y la del espectador. Seis años después, David no hará nada por evitar la guillotina a Lavoisier.

A principios de la década de 1790, mostró un renovado interés adentrándose en una tipología del retrato femenino cortado por encima de las rodillas en el que el traje ocupa un lugar destacado. Salvo contadas excepciones, pintaba a sus modelos en interiores, sobre un fondo neutro, a veces vibrante o esbozado, como en el Retrato de Louise Trudaine (1791-1792), donde una pared en un rojo intenso le permite evaluar el poder expresivo del non finito

Al mismo tiempo que Las sabinas, David realizará uno de sus cuadros más famosos: el Retrato de Juliette Récamier (1800), donde representa a una de las mujeres más influyentes de París durante el Directorio. En el Imperio, la obra maestra será el Retrato de Charlotte Pécoul (1813), su mujer. La opulencia del tocado de plumas de Madame David la convierte en una burguesa algo disfrazada, tampoco elude el tamaño de su nariz que da carácter al rostro, al igual que los ojos ligeramente alargados que dejan entrever una mirada de extraordinaria intensidad. 

Portrait de Juliette Récamier © GrandPalaisRmn (musée du Louvre), Adrien Didierjean, Sylvie Chan-Liat.

En esta época, con sus «retratos pictóricos», como él los llamaba, David dio forma a la imagen de Bonaparte, quien le encargó un gran retrato propagandístico. La petición era precisa: debía ser inmortalizado con su traje de Primer Cónsul, «tranquilo sobre un caballo fogoso». Este retrato, que cuelga en la exposición de un panel del que el caballo y el emperador parecen salir al galope arrollando al espectador, inaugura la sección dedicada a la gesta imperial.

En 1811, David recibió el encargo de un lord escocés. Contra todo pronóstico, el pintor entregó Napoleón I en su estudio: vestido con el uniforme azul de los coroneles de los granaderos de la Guardia, está de pie frente a su escritorio, junto a un sillón que se encontraba en el gran gabinete de las Tullerías. En la pared del fondo, el reloj que marca las 04:15 horas y las velas casi consumidas, muestran que el emperador ha trabajado toda la noche y se dispone a enfundar la espada para pasar revista a sus tropas.

Napoléon dans son cabinet de travail © Courtesy National Gallery of Art, Washington.jpg

David reproduce con precisión sus rasgos: el pelo revuelto, los ojos enmarcados por ojeras, la corpulencia resaltada por la blancura de los bombachos y pinta también los pliegues de la alfombra bajo los pies del emperador y el gesto de su mano en el chaleco. Los accesorios aportan parte de la narración simbólica exigida por el mecenas: el uniforme, la espada y el mapa en el que David ha estampado su firma. La pata de la mesa con forma de león en un realismo insistente puede aludir a su signo astrológico o un juego de palabras con el nombre Napoleón. Sobre el escritorio, la pluma atestigua su noche trabajando en la redacción de leyes, mientras que en el papel enrollado se lee «Código». En su descripción del cuadro, David lo identificará con el Código Civil, publicado en 1804 y bautizado en 1807 como Código Napoleónico.

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