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Grünewald y el Cristo crucificado más aterrador de la historia del arte

Ramón Andrés dedica un ensayo a explorar una obra maestra de la pintura renacentista y el misterio de su autoría

Grünewald y el Cristo crucificado más aterrador de la historia del arte

Detalle del 'Retablo de Isenheim', del pintor conocido como Matthias Grünewald. | Wikimedia Commons

Dice Gombrich en su imprescindible Historia del arte: «Un hecho raro y enigmático es que el único pintor alemán que puede ser comparado con Durero por su grandeza y poder artístico ha sido olvidado hasta el punto que ni siquiera podemos estar seguros de su nombre». Se refiere a quien conocemos, erróneamente, como Matthias Grünewald, que ha pasado a la posteridad por el Retablo de Isenheim. Ahora Ramón Andrés, uno de los ensayistas más exquisitos del panorama español, le dedica un librito de poco más de cien páginas, basado en una conferencia pronunciada en el Museo del Prado: Los no llamados por su nombre. Matthias Grünewald, el pintor (Temporal), primorosamente editado y con abundantes ilustraciones a color. 

Ramón Andrés (Pamplona, 1955), Premio Nacional de Ensayo en 2020 y Premio Nacional de la Crítica de Poesía en 2021, aplica su escritura poética al lenguaje del ensayo, campo en el que se ha centrado sobre todo en la música y la filosofía que reflexiona sobre lo espiritual y lo ético. Ahora explora una obra maestra de la pintura renacentista en un libro que se divide en dos partes. La primera centrada en el retablo conservado desde 1919 en el museo de Unterlinden, en Colmar, en Alsacia, no lejos de la frontera con Alemania. Y la segunda está dedicada al enigma del pintor de rastro difuso, al que se le atribuyeron a lo largo de la historia diversas personalidades y nombres. 

El Retablo de Isenheim es un políptico que tiene no una sino dos aperturas, y fue encargado para la iglesia de un convento de la orden de los antonianos que hacía funciones de hospital, por el preceptor Guy Guers, cuyo nombre verdadero era Guido Guersi y era siciliano. La obra se completó en 1516. 

Cerrado, muestra una crucifixión, flanqueada por dos imágenes de santos —Sebastián y Antonio Abad— y con una predela dedicada a la lamentación por el Cristo muerto. Al abrirse aparecen una anunciación, una natividad y una resurrección, todo pintado por Grünewald. Y al abrirse por segunda vez, se descubren en los paneles laterales —también obra del pintor— dos escenas de la vida de San Antonio (la mejor, la que muestra al santo atacado por los demonios, con ecos de El Bosco) y en el centro unas piezas escultóricas presididas por San Antonio, sanador y patrón del hospital, en su trono. Este conjunto escultórico, previo a las pinturas, es de Nicolas de Haguenau, artista del gótico alsaciano. En el museo de Colmar el retablo se exhibe despiezado, de forma que se pueden ver todas sus partes. 

Esta obra ha fascinado a todo tipo de creadores, que peregrinaron hasta Colmar para contemplarla. J. K. Huysmans la redescubrió para la modernidad: aparece mencionada en su novela decadentista A contrapelo y le dedicó un extenso ensayo recogido en Trois Primitifs (existe traducción española del texto dedicado al pintor, editado de forma independiente, Grünewald, el retablo de Isenheim). Muchas décadas después también fascinó a Elias Canetti y a G. W. Sebald, que reflexiona sobre el retablo en Los emigrantes y en el poema en prosa Del natural. Entre medio, Paul Hindemith le dedicó una ópera —que dio pie a una sinfonía—, Matthias el pintor; Picasso quedó deslumbrado y Otto Dix se inspiró en Grünewald para su desgarrador Tríptico de la guerra

Crudeza inaudita

En realidad, lo que impresionó a todos estos visitantes y lo que nos sigue conmocionando es sobre todo la crucifixión que se ve cuando el retablo está cerrado. ¿Por qué? Porque es de una inaudita crudeza. Si me permiten la boutade, es la versión renacentista de La pasión de Cristo de Mel Gibson, es decir, una obra tan religiosa como gore. Apunta Ramón Andrés: «El Cristo de Isenheim posee unos brazos semejantes a sogas mal trenzadas, los dedos se retuercen como la maleza que arde cuando sopla el viento. El paño de pureza está completamente raído». Y les añado yo: tiene los labios azulados, expresando de un modo horrendo que no es más que un cadáver; el cuerpo está cubierto de heridas sangrantes y de púas clavadas tras ser flagelado con varas de espino; los pies están grotescamente retorcidos porque los huesos se han quebrado al clavarlos en la cruz; y los dedos de las manos están extendidos como garras de un animal agonizante (y tienen su réplica en las manos de la magdalena suplicante). 

Hoy leemos y valoramos esta crucifixión como un anticipo de lo goyesco —del mismo modo que lo son Brueghel el Viejo o El Bosco—, del expresionismo —no por casualidad Otto Dix se inspiró en ella— y del sadomasoquismo pictórico de Francis Bacon. El carácter expresionista de esta obra de Grünewald se acentúa por algunas distorsiones chocantes: la evidente desproporción entre Jesucristo y las figuras dolientes que lo rodean, o la longitud desmesurada —aterradora— de los brazos del crucificado. Dice Ramón Andrés: «Las imágenes del Retablo de Isenheim avisan del espanto en el que es capaz de enraizarse una civilización, atizan el miedo cimentado en sus oscuridades, hecho de humedades y pasadizos hacia el dolor de un mundo que termina y que, sin embargo, jamás acaba de apagarse. Nunca se extingue, su condición no es otra que el trance de una agonía, vive en la angustia de su continua desaparición». 

El Cristo de Grünewald, cuyo cuerpo parece desoladoramente vencido, indefensamente humano, contrasta con las visiones más habituales en la pintura, en las que el dolor representado se fusiona con la espiritualidad y trascendencia del crucificado, que es algo más que un simple cadáver. Es un buen ejemplo el ascético Cristo crucificado de El Greco, u otros dos que pueden contemplarse en el Museo del Prado: el sosegado Cristo crucificado de Velázquez y el soberbio Descendimiento de la cruz de Roger Van der Weyden, en el que Cristo es ya un cadáver, pero no ha perdido ni su dignidad ni su dimensión trascendental. 

Función sanadora

¿Por qué entonces la eprturbadora brutalidad de Grünewald? Hay una explicación histórica que da sentido al retablo: tenía una función sanadora, casi taumatúrgica. Estaba en la capilla del convento y hospital de los antonianos, dedicado a los enfermos de un terrible mal llamado ergotismo, que también se conocía como Fuego de San Antonio. Lo provocaba la ingesta de pan en mal estado, contaminado por el cornezuelo, un hongo que crecía en el centeno -también podía hacerlo, aunque era menos frecuente, en otros cereales- y cuyo componente principal era la ergotamina, de la que se deriva el ácido lisérgico, componente del LSD. De forma que provocaba alucinaciones en las que los enfermos se creían atormentados por demonios, además de unos dolores físicos tan espantosos que, según las crónicas de la época, los pacientes pedían que les amputaran los miembros. Estos acababan gangrenándose y provocando necrosis, sin que en aquel entonces se entendiera el origen de la devastadora dolencia. 

El retablo pretendía dar consuelo a los sufrientes: mostraba a un Cristo que había padecido como ellos y al abrirse trazaba el camino de la resurrección y finalmente descubría al santo sanador, patrono del hospital. Esta obra indeleble de la historia del arte la pintó un artista del que apenas se sabía nada, más allá de que su nombre no era el que se le había asignado por error. Un artista de la estirpe de Homero -¿quién fue?, ¿realmente existió?-, del que poco a poco se han ido conociendo algunos datos y posibles identidades, a través de unas pesquisas a las que está dedicada la segunda parte del ensayo.

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Los no llamados por su nombre: Matthias Grünewald, el pintor
Ramón Andrés
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Los datos que hoy conocemos apuntan a que su verdadero nombre pudo ser Mathis Gothart Nithart, autor de algunas otras obras localizadas, y que al final de su vida acaso se vio obligado a abandonar la pintura por el triunfo de la reforma luterana y se dedicó entonces a fabricar jabones. Su figura se pierde en la nebulosa de los siglos y la imprecisión de los archivos. Pero alguien que no se llamaba Matthias Grünewald nos dejó un retablo que ha vencido al tiempo y nos sobrecoge. 

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