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Arte

Una mirada española desde Shanghái

La Serrería Belga de Madrid acoge una exposición derivada de la residencia en la ciudad china de varios artistas

Una mirada española desde Shanghái

El espacio que alberga la exposición 'Arte Pulsante', en la Serrería Belga de Madrid. | Swatch Art Peace Hotel

¿Cómo se entiende Shanghái desde el arte? Esta pregunta es la premisa que motiva las creaciones de aquellos afortunados que han podido gozar de una estancia en el Swatch Art Peace Hotel de Shanghái. Una residencia artística, patrocinada por la compañía de relojes Swatch, que culmina con la creación de una obra como respuesta al interrogante, y de la que la Serrería Belga de Madrid se hace eco a través de la exposición Arte Pulsante, disponible hasta el 13 de octubre. Un total de 25 artistas españoles, o de origen hispano, exponen el resultado de su periplo chino en una muestra de lo más variopinta, capaz de reunir casi la totalidad de los clichés derivados del arte contemporáneo.

El mundo del arte jamás podrá escapar de su esnobismo orgánico. Es tan propio de él, como las descargas de vanidad, bizarrismo e iconoclastia de la que hacen gala sus parroquianos. Bien sean estos creadores, o curiosos espectadores deseosos de tirabuzones discursivos ante los que asentir disimulando la incomprensión. La muestra Arte Pulsante, no deja atrás ninguna de estas características, dando fe de lo difícil que es, habiendo el arte muerto —como reza la manida frase de Duchamp—, revelarse original y sincero.

Así, el recorrido propuesto por el Espacio de la Sierra Belga de Madrid descorcha con una obra de Tadeo Muleiro, consistente en dos grandes figuras de tela colgadas sobre las puertas, que más parecen dos hinchables del día mexicano de los muertos, aunque su autor sea argentino. En el patio, igualmente, nos topamos con una gran figura de cuatro metros de Marge Simpson, a la que su autor, el mexicano Juan Pablo Chipe, le ha endosado la cara de Frida Kahlo. Según Chipe, «se trata de una encarnación de mi doble nacionalidad mexicana-estadounidense». Y uno se pregunta, si no hay nada mejor que una expresión tan pop, trillada e infantil, con la que encarnar esa dualidad. También si habrá pagado derechos de propiedad intelectual por el uso de la madre de pelo azul más famosa de los Estados Unidos.

Entrando ya en las salas, lo primero con lo que nos topamos es con una gran estructura formada por cartones. Una suerte de torreón sin mucha chispa, salvo la acumulación vertical. Su autora habla de «estructuras invisibles que crean nuestros desechos» y de «cajas de cartón que visibilizan la vulnerabilidad». Se diría pertinente, casi necesario, comenzar a prohibir los discursos eco-friendly en las producciones artísticas. Es de un hipócrita descarado. La autora ha vivido una residencia artística privilegiada a costa de una gran empresa que envía millones de productos en ese tipo de cajas, contribuyendo notablemente a elevar la cantidad de desechos que critica, y tiene los bemoles de presentar un retrato moralizante de la contaminación. Sin belleza, ni aunque sea la del horror. Cuesta pensar que una obra financiada por Campofrío, hecha de chóped, sea la mejor manera de criticar la superproducción cárnica en defensa del veganismo. Esta pieza encarna uno de los problemas del arte contemporáneo. Ser contracultural y crítico funcionaba cuando la contracultura no estaba fagocitada —y esponsorizada— por el sistema.

En el apartado de videoarte y fotografía, impresiona el espacio dedicado a una grabación estática de un puente en construcción, con menor trascendencia visual que la bolsa de plástico voladora del personaje de West Bentley en American Beauty. Salva el apartado de las inmortales de la realidad, la obra de Xepo W.S., en la que un crío chino posa con una camiseta de Ferrari frente a la rojiza bandera del país con el símbolo comunista. «Una muestra del desarrollo tecnológico en contraposición con la tradición china, y el modelo ideológico que dice mantener», afirmó el artista, explicando una de las pocas obras con un contenido visual igual de llamativo y revelador que su discurso, agradecidamente irónico. 

Fetichismo narcisista

Sorprende también, en el mejor de los sentidos, la obra de Juan Antonio Baños, donde una manufactura elegante, de técnica bien administrada, compone un lienzo florido al que se suma una reproductora de audio y vídeo circular en el centro. Del reproductor, silbidos grabados por el artista salpican la sala, contraponiendo el sosiego visual del contenido de la tela con una extrañeza auditiva, de nuevo rota gracias a las imágenes cotidianas que transitan en el centro del reproductor. «Hay una relación con Chicago, donde vivo, y Shanghái a través del jarrón de flores, y el uso de un artefacto circular en el centro que relaciono con el equilibrio y la glándula pineal. Un aparato de donde emanan los sonidos e imágenes de mi vida», aclaró Baños.

La exposición prosigue con perogrulladas varias sobre la transitoriedad de la vida, el transhumanismo, la Inteligencia Artificial o las texturas (parece que no se supera la tentación de copiar a Rothko con descaro), algunas de las cuales parecen tomar al espectador por imbécil. Eso, o el fetichismo narcisista de sus autores les impide ver, por ejemplo, que existe poca hondura en disponer una sala con troncos pintados de rojo de la Sierra y una grabación de pajaritos silvestres, en forma de homenaje al hecho de que se esté exponiendo en la Serrería Belga de Madrid. La infantilización, de nuevo, es obscena. Al final, formatos más tradicionales de dibujo como los de Moncho González, luciendo un pop esquizofrénico de esencia lisérgica, se revelan lo más convincente de una muestra guiada a ratos por una hermenéutica de las pajas mentales más variadas.

En conjunto, hay que admitir que Arte Pulsante merece la pena. Lo hace, en tanto en cuanto encarna el conjunto de cojudeces particulares de la crisis artística actual. Una coyuntura donde los dosieres, pequeñas biblias de justificaciones filosóficas y semánticas de las obras, tienen mil veces mayor importancia que la solvencia de la obra material. Quizás, el espacio que concluye la muestra, donde la marca financiadora Swatch expone los diseños de sus colaboraciones en relojes con artistas varios, tales como Pedro Almodóvar, Eduardo Arroyo o Agatha Ruiz de la Prada, sea el más sorprendente de ver. Al final, resulta que lo único que todavía respira en el mundo del arte es aquello que sirve para aumentar las ventas de los objetos manufacturados de consumo. Vaya, que Duchamp, en fin, llevaba toda la razón.

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