¿Invasión alienígena? ¡Los actores de Hollywood ya no tienen sus propias caras!
El cine estadounidense se ha convertido en un desfile insoportable de rostros deformes por la cirugía estética
Sylvester Stallone con facciones de higo chumbo; Nicole Kidman con apariencia de ser una copia suya sacada del peor museo de cera del mundo; Mickey Rourke con la cara de un invasor de V a punto de mudar la piel para mostrarnos su lagarto interior; Megan Fox con aspecto de haber sido sustituida por su replicante o una ladrona de cuerpos; Dennis Quaid con pinta de que lo ha reemplazado David Meca, quien de este modo cumple por fin su sueño de triunfar en el noveno arte… Así están la mayoría de viejos (y no tan viejos) actores y actrices del cine comercial estadounidense, nuestros ídolos de los 80 y 90, transformados en una especie de Marujita Díaz de última gama protagonizando todos los últimos éxitos de Hollywood.
Así es: Hollywood ya parece, más que una fábrica de sueños, un expectorante de máscaras.
Los actores ya son maniquíes
Hitchcock decía que los actores eran como maniquíes que uno podía manipular a su antojo. En parte tenía razón… o ha acabado teniéndola. ¡Hollywood se la ha dado! En la actualidad, una gran parte de las estrellas de la meca del cine parecen realmente maniquíes. Botox, lifting facial, ozempic, bichectomía (nunca una denominación fue tan idónea), hilos tensores, blefaroplastia, rinoplastia… Los recursos con los que se cuenta hoy día para equiparar la fisonomía imperfecta de las personas a una noción estética también imperfecta y arbitraria —para empezar, completamente estándar y muy discutible como canon de belleza que sustituye el encanto personal por una horripilante uniformidad— son ilimitados. ¿El problema real? Que el resultado deviene casi siempre patético.
Ni siquiera se limita ya a un hábito exclusivo de la vejez. Sólo hay que ver a Zac Efron con ¡36 años! y unos rasgos hipertrofiados que semejan una apresurada fusión de Rob Lowe con Lou Ferrigno. Es como si un dibujante de la Marvel lo hubiera diseñado para materializarlo como superhéroe en carne y hueso, trasladando unas angulaciones molonas en cómic a lo que en un plano real supone pura deformidad.
Lo cual nos hace preguntarnos: ¿tan poca autoestima tiene esta gente? ¿Tanto miedo a perder el favor del público? La conclusión se revela más trascendente de lo que parece: esas personas nunca sabrán cuál es su cara real en la vejez.
Las películas de época son siempre de nuestra época
Vale, desde que el cine es cine, sus imágenes siempre han estado intrínseca e involuntariamente ligadas a la época en que cada ficción es rodada. El cine de ficción es, pues, anacrónico per se. Sólo hay que fijarse en los westerns de la era dorada: en los años 50, los «pistoleros» llevaban el pelo bien recortado, con flequillo a lo sumo y el cuello despejado, y poco a poco empezaban a verse tupés (¡Ricky Nelson en Río Bravo!); con la llegada de los 60 se impuso cierto desaliño y melenas masculinas derivadas de la cultura jipi, en alza por aquellos tiempos; y en los 70 una ambientación sucia y hasta mugrienta, influencia directa del eurowestern, que causaba furor por entonces.
Hoy, claramente, la diferencia visual en las superproducciones la marca el uso indiscriminado de CGI, esto es, de efectos especiales de naturaleza digital, donde la construcción de escenarios se basa en fondos dibujados con el socorro de las máquinas y no en la presencia real de atrezos y decorados. Esto resulta flagrante, especialmente en la recreación de paisajes históricos que obviamente sólo existen en la pantalla.
Tal vez la saturación de imágenes generadas por ordenador se haga indigesta para muchos, pero aún es peor contemplar a intérpretes de películas y series de época con el rostro descompuesto por cirugías tan invasivas que restan cualquier tipo de naturalidad a sus expresiones, por no hablar de cómo rompen por completo la fantasía de que nos hallamos en algún período remoto de la civilización humana. Sumemos a ello que ya no existen prácticamente calvos naturales en el Hollywood de hoy.
Las estrellas de Hollywood nunca fueron reales
No nos engañemos: casi todos los iconos hollywoodienses acumulan un porcentaje de artificialidad y de intervención en sus cuerpos y rostros, casi todos albergan un grado de construcción protésica en su imagen más esplendorosa. Marlene Dietrich probablemente se quitó muelas para destacar sus pómulos y la dentadura de Clark Gable era más postiza que la de Jim Carrey en La máscara; Rita Hayworth se sometió a un procedimiento muy cansino para alterar la línea de nacimiento de su cabello y ofrecer una frente más rotunda, por no hablar de los tejemanejes cutáneos de Marilyn… ¡Y hasta Gary Cooper pasó por la cirugía estética en sus últimos años! Y no olvidemos el peluquín de Sean Connery (aunque en muchos filmes decidió dejarlo en el camerino, cosa que le honra…). Con decir que John Wayne, el viril faro anticomunista de los EEUU, se sometió a un estiramiento facial, levantamiento de cuello y cirugía de párpado… ¡No somos nada! Y ni hablar de su peluquín…
Es decir: todo es fantasía cuando se trata de las estrellas de Hollywood. Eso sí, averiguar que el guapísimo Denzel Washington lucía originalmente un vistoso diastema entre sus incisivos superiores o distinguir los ojos de Kevin Costner demasiado diáfanos a sus 69 años con el objeto de permitirle encarnar convincentemente a un cowboy dos décadas más joven en Horizon da un poco de grima y rabia a los amantes de lo genuino… Al menos parece que el gran Ralph Fiennes luce su calva incipiente sin complejos. ¡Resiste, Ralph, estamos contigo!
El problema elemental, en todo caso, estriba en que ahora la intromisión del quirófano en los rostros ha devenido una práctica tan común, que uno se pasa la mitad de las películas tratando de adivinar si su actor o actriz favoritos se ha hecho la cirugía. Y si se la ha hecho bien, ¡fastidia igual! Ya no se puede estar seguro de la fisonomía de tus héroes y heroínas. Yo adoraba a Charlize Theron y ella afirma que no ha pasado por el bisturí, pero si uno la ve ahora… ¡parece otra persona! No, no es simplemente una señora mayor. O el escalpelo ha modificado algo en su semblante o, directamente, otra individua ha tomado su lugar… ¡Que alguien avise a la policía! Sea como sea, el proceso de presenciar esos cambios radicales resulta demasiado doloroso para el cinéfilo devoto.
Mejor nos quedamos con los clásicos: tal vez Victor Mature, el Stallone de su época, se operara algún día la cara. Lo que es seguro es que todavía podemos disfrutar de sus párpados pesados y sus labios torcidos en Una vida marcada (1948) de Robert Siodmak sin estar pensando todo el tiempo: ¡¿pero qué se ha hecho este tío en la jeta?!