‘Nosferatu’: el milagro de que confusas ideas pedófilas pasen por feministas
El hematófago más famoso del cine vuelve con un guion no escaso de ingredientes para toda clase de conspiraciones
Sigue en cartel, pero se estrenó la pasada Navidad. Sin embargo, tiene sentido analizar ahora el aclamado Nosferatu de Robert Eggers, aunque solo sea por eso tan saludable de ir contra la opinión mayoritaria. Eggers, director hipster sublimado a la categoría de autor, está ya en ese Olimpo de incuestionables cuyas obras vienen de fábrica abrigadas con toneladas de inversión en marketing. Esto puede hacer difícil tomar la distancia suficiente para su análisis. Se está diciendo que es una gran película de terror que dialoga de tú a tú con el original y que es la única cinta de vampiros feminista. Yo diría justo todo lo contrario en todo. Por no ser, no es ni siquiera, y aunque lo aparente, una adaptación del original alemán de los años 20. ¿Y si te dijera además que este nuevo Nosferatu podría ocultar en su interior confusas ideas pedófilas? ¿Quieres saber por qué? Sígueme.
El Nosferatu original tiene una enorme singularidad que no suele tenerse en cuenta, y es que fue producida por una secta ocultista. No fue concebida como una obra de terror. Iba a ser la primera de toda una serie de películas cuyo objetivo era conseguir que los ideales teosóficos permearan en la población. Su apasionante metraje tiene mucho de experiencia trascendental. El propio personaje de Nosferatu es, de hecho, la representación de un ente astral. ¿Es la película de Robert Eggers un inocuo divertimento o tiene también su propia ruta proselitista?
Sobre este Nosferatu sobrevuela una de las preocupaciones estrella de la sociedad americana: el trauma infantil, la pederastia, el incesto, es en realidad el tema central de la película, por encima de lobos, ratas y colmillos. Su malvado Nosferatu no es ya aquel etéreo ente astral; está representado como un hombre corpulento y sombrío. La imagen popular sublimada de lo que se supone que es un abusador. Desde el comienzo de la película, la Mina de Bram Stoker, que aquí se llama Ellen, tiene síntomas evidentes de sufrir estrés postraumático. Se confirma al correr del metraje, cuando ella misma revela que durante su infancia tuvo una experiencia sexual prohibida, con Padre al fondo.
El guion es tan abrumadoramente turbio que, con enorme habilidad, hace recaer la responsabilidad de esa agresión en la víctima. Helen reconoce que provocó la situación e incluso que sintió placer. Está enamorada del incesto. Nosferatu, como símbolo del pecado consumado, llega a reprocharle incluso que fue ella y no él quien le invocó en su más tierna infancia. Es más: sin su consentimiento, no puede volver a poseerla. La película alemana original retrata a una Mina idealizada, un símbolo de la pureza del bien frente al mal que representa Nosferatu, con componentes eróticos entre ambos. Porque sí, sin duda el mal es enormemente atractivo. Pero la infancia está fuera de cuadro. ¿Por qué Eggers inventa una infancia traumática para Ellen? ¿Por qué la muerte que genera Nosferatu a su paso es consecuencia directa de aquella temprana relación sexual?
La verdad es que esta película es como gasolina para los seguidores de las teorías conspiranoicas de Qanon, esas que versan sobre oscuras sectas pedófilos en el seno de Hollywood. En el corazón de este cuento moralizante bombea con fuerza la idea de que un menor abusado, en realidad, consiente. Y si existe culpa, debe ser compartida entre víctima y agresor. Para que el mal expire, ambos deben quemarse en una pira liberadora. Perdonen la franqueza, pero a mí todo esto me parece una versión calvinista y estilizada del «es que las visten como putas» de Torrente. Que una película con semejante germen culpabilizador pase en prensa por ser feminista no deja de ser tremendo.
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