Estas son las mejores películas que hemos visto en 2025
Una selección de los mejores largometrajes que han llegado hasta los cines españoles

Escena de 'Sirât', de Óliver Laxe. | BTeam Pictures
Las diez mejores películas del año y cinco menciones especiales. Una aclaración sobre el criterio adoptado: la selección se ha hecho entre los títulos estrenados en España en 2025, lo cual quiere decir que hay alguna película cuyo año de producción es 2024 y no se incluyen largometrajes de 2025 que todavía no han llegado aquí, porque tienen previsto su estreno en 2026.
Valor sentimental, de Joaquim Trier
Drama familiar sobre un padre ausente y la herida que esa vacío ha dejado en sus dos hijas, en especial en la mayor, de profesión actriz. Y al mismo tiempo una película sobre la creación artística y su vínculo con lo íntimo: el padre es un prestigioso cineasta al final de su carrera, que se dispone a rodar su película más personal, sobre el suicidio de su madre cuando él tenía siete años. Aunque el espectador descubrirá que el verdadero tema es otro. A destacar el cuarteto protagonista en estado de gracia: un titánico Stellan Skarsgård en el papel del padre; Renate Reinsve, que ya deslumbró en La peor persona del mundo, como la hija mayor; Inga Ibsdotter Lileaas como la hija menor, y Elle Fanning en el papel de la estrella hollywoodiense elegida para interpretar a la madre del cineasta cuando su hija mayor se niega a aceptar el papel.
The Brutalist, de Brady Corbet
Su grandiosidad evoca las superproducciones de antaño (aunque en realidad costó mucho menos de lo que parece). Rodada en VistaVisión, tiene hechuras clásicas y magnitudes épicas, dura casi cuatro horas y se proyecta con un intermedio. Sus temas: la cara y la cruz del sueño americano, y el conflicto entre el artista y el capitalismo. Su ambición: retratar el alma de los Estados Unidos, al modo en que en literatura se lo han hecho los libros como El gran Gatsby, aspirantes a «la gran novela americana». Su protagonista: un arquitecto húngaro (sólido Adrien Brody), superviviente del Holocausto, que llega a Estados Unidos y vive un duro periplo de pobreza y rechazo, hasta que logra poner en marcha su proyecto soñado, gracias a un magnate que resulta ser un hombre muy perturbado (excelso Guy Pearce).
Sueños de trenes, de Clint Bentley
Adapta la novela breve del mismo título de Denis Johnson (publicada por Random House). El libro es magnífico, pero la película es incluso mejor. Sigue la peripecia vital de un hombre sencillo —interpretado por un contenido y descomunal Joel Edgerton—, que forma una familia mientras trabaja en las cuadrillas que construyen vías ferroviarias y talan árboles en los bosques del noroeste de Estados Unidos. El grueso de la acción se sitúa a principios del siglo XX, en los últimos vestigios del Far West. Relata con un ritmo casi contemplativo —el preciosismo de las imágenes remite a Terrence Malick— las alegrías y tragedias del protagonista, perseguido por el fantasma de la culpa que lo atormenta. Hasta llegar a un final conmovedor en el que el descubre que su exitencia forma parte de un todo universal.
Blue Moon, de Richard Linklater
Linklater ha encadenado dos magníficas películas complementarias, basadas en personajes reales: Blue Moon es un retrato de un artista en pleno hundimiento, mientras que Nouvelle Vague (se estrenará en enero), celebra al creador joven y lleno de vitalidad. El protagonista de Blue Moon es Lorenz Hart, letrista de Richard Rodgers, con el que compuso canciones inolvidables como My Funny Valentine. Hasta que Rodgers, harto de su alcoholismo galopante, rompió con él y se buscó otro letrista: Oscar Hammerstein II. Con él estrenó el 21 de marzo de 1943 en Broadway el exitoso musical Oklahoma!. La película imagina qué pudo suceder esa noche, en la fiesta posterior al estreno. Toda la acción transcurre en el interior del restaurante Sardi’s: Hart (entregado Ethan Hawke) cuenta sus penas a quien quiera escucharlo, intenta retomar la relación profesional rota con su socio y disimula sus celos por el éxito que este ha tenido con su nuevo letrista.
Una batalla tras otra, Paul Thomas Anderson
Segunda adaptación que acomete Paul Thomas Anderson del inadaptable Thomas Pynchon (la primera fue Puro vicio). Los protagonistas son un exrevolucionario reciclado en padre inoperante (Leonardo Di Caprio) que vive oculto con su hija; un militar psicópata con fijaciones sexuales (Sean Penn), un instructor de kárate que ayuda a emigrantes ilegales (Benicio del Toro), conspiradores supremacistas, monjas que cultivan marihuana… Filmada en espectacular VistaVision, la película es una montaña rusa, que por momentos parece un episodio de El Coyote y el Correcaminos. Una vibrante locura que logra atrapar el signo de los tiempos: la polarizada sociedad estadounidense, un estado mental que también han sabido atrapar de Ari Aster con Eddington y Yorgos Lanthimos con Bugonia.
Aún estoy aquí, de Walter Salles
Cuenta una historia real sucedida durante la dictadura militar brasileña: el exdiputado de izquierdas e ingeniero Rubens Paiva fue detenido, torturado y desaparecido por sus vínculos con actividades subversivas. Su cadáver nunca apareció, pero se tiene la certeza de que fue asesinato el 21 de enero de 1971 en un cuartel. Estamos ante una película política, pero también —y acaso sobre todo— ante el drama intimista sobre una familia rota. La figura central es la esposa del político, madre de cinco hijos (espléndida Fernanda Torres), que debe afrontar sola la situación, sin tener claro qué le ha sucedido a su marido tras la detención irregular. La cinta, que consgue atrapar el tenso clima de la época, acaba reivindicando —como se sugiere en el título— que el asesinado sigue vivo en la memoria de los suyos.
Un simple accidente, de Jafar Panahi
El iraní Jafar Panahi lleva años jugando al gato y al ratón con el régimen de su país: lo han detenido, lo han tenido en arresto domiciliario, le ha prohibido trabajar… Pero él ha seguido filmando y tocando las narices. Su último ejercicio de rebeldía y gran cine cuenta con producción francesa y ganó la Palma de Oro en Cannes. Doblemente merecida: por su heroísmo resistente y sobre todo porque ha hecho una película política hábilmente disfrazada de ingeniosa tragicomedia. Un día, un pobre diablo que trabaja de mecánico cree reconocer la voz de su torturador —al que nunca le vio la cara— y decide secuestrarlo para matarlo. Pide ayuda a sus colegas, que también lo sufrieron: una fotógrafa que se niega a ponerse el velo, una pareja que se está haciendo las fotos de la boda —ella se pasa toda la película vestida de novia— y un tipo en permanente estado de sobreexcitación. Pero les entran las dudas, porque el secuestrado asegura que lo han confundido y no es quien ellos dicen. Y la cosa se lía con la esposa a punto de dar a luz del presunto torturador…
Sirât, de Óliver Laxe
En un cine español en el que abundan las películas adocenadas, previsibles y políticamente correctas, Sirât es un soplo de aire fresco, osadía y radicalidad. Es algo que deberían reconocerle incluso sus detractores, que los hay y muy virulentos. Laxe hace un cine que va por libre, suelta el lastre de las convenciones y asume riesgos. Ya solo por eso merece aplauso este viaje al infierno a través del desierto. Una suerte de versión indie de Mad Max a ritmo de música de rave, protagonizada por un grupo de seres marginales que huyen de la sociedad y tienen pinta de corsarios o forajidos del siglo XXI. Destacan los dos inesperados y brutales giros que desarman al espectador y —como es marca de la casa del cineasta gallego— la fuerza poética de las imágenes.
Ghostlight, de Kelly Sullivan y Alex Thompson
Un día, un obrero que trabaja pavimentando calles y está procesando una tragedia familiar, descubre por casualidad que, en un local de la zona en la que está trabajando, hay un taller de teatro amateur. Llevado por la curiosidad, asoma la cabeza y ve que están ensayando Romeo y Julieta. Pese a sus reticencias iniciales, aceptará unirse al grupo y su vida y la de su familia —esposa e hija— empezará a cambiar. Podrán por fin procesar el duelo, que algo tiene que ver con la tragedia shakesperiana que están montando. Puro cine indie estadounidense de la mejor estirpe: una película pequeña, emotiva, cargada de buenos sentimientos, que explora el vínculo sanador entre el teatro —o cualquier forma de ficción— y la vida.
Presence y Confidencial, de Steven Soderbergh
Y para terminar, un lúdico doblete de Soderbegh. Dos divertimentos que son además brillantes experimentos con los géneros y las formas cinematográficas, en ambos casos con guion de David Koepp. En Presence maneja el terror, en un ejercicio de virtuosismo usando la cámara subjetiva. Una familia se instala en una casa en la que hay una presencia espectral. Durante todo el metraje, la cámara funciona como los ojos de esta entidad, a través de los cuales contemplamos las dinámicas familiares. El personaje más relevante es la hija, traumatizada por la muerte por sobredosis de dos amigas cercanas. Más allá de la pirueta técnica, el uso de la cámara subjetiva cobra todo el sentido en el sorprendente final. Por su parte, Confidencial es una película de espías desdoblada en sofisticada comedia de enredos matrimoniales. Tiene sentido: espías y matrimonios comparten el territorio de las mentiras y los engaños. El cineasta envuelve la propuesta en glamour de la vieja escuela (ayudado por la elegancia y sensualidad de Michael Fassbender y Cate Blanchett) y la dota de un ritmo frenético. Atención a la larga —y magistral— escena de la cena de parejas, que termina con un cuchillo clavado en la mano de uno de los comensales.
Y cinco menciones honoríficas:
Una de terror: Weapons, la nueva película de Zach Cregger, director de la aclamada Barbarian de Netflix. La premisa es brillante: todos los niños de una clase de primaria, salvo uno, desaparecen en plena noche tras salir de sus casas sin que nadie los fuerce. La narración va adoptando diversos puntos de vista y todo conduce a un personaje espeluznante interpretado por Amy Madigan.
Un biopic: A Complete Unknown de James Mangold, aunque se toma algunas licencias, logra retratar de forma veraz el momento en que Bob Dylan decidió dejar de ser un cantautor folk comprometido y cogió una guitarra eléctrica. Es decir, el momento en que un artista decide romper con quienes pretenden mantenerlo enjaulado. Timothy Chalamet logra que veamos a Dylan.
Una bélica: Warfare de Alex Garland y Ray Mendoza narra en tiempo real una misión que se tuerce de los Navy Seals en Irak. Va un punto más allá que la media hora inicial de Salvar al soldado Ryan en el empeño por plasmar la guerra en todo su crudo realismo. Es un ejercicio narrativo modélico de mantenimiento de la tensión durante hora y media.
Una de robos: The Mastermind, de la reina del indie americano Kelly Reinhardt, está ambientada en los años setenta y cuenta la historia de un desnortado padre de familia que decide robar unos cuadros en un museo de provincias y a partir de ahí pierde el control de su vida. Gran interpretación de Josh O’Connor y gran banda sonora jazzística.
Dos marcianadas: El segundo acto y Daaaaaalí! de Quentin Dupieux, el más extraterrestre de los cineastas franceses. La primera es un ingenioso juego con el espectador en el que unos actores ruedan una película y nunca está claro cuándo son ellos —Léa Seydoux, Vincent Lindon, Louis Garrel…— o sus personajes. La segunda es una muy daliniana aproximación a Dalí, interpretado por cinco actores diferentes.
