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Literatura

Dos libros, dos exposiciones

«Hay límites a lo que la conciencia puede soportar. Llega un momento en que su plasticidad y su capacidad de encajar se quiebran»

Dos libros, dos exposiciones

Viñeta de Karl Marx. | Freepik

«En Santander hace menos calor en verano y ya no llueve como antes. Es por el cambio climático». Eso me dijo un amigo hace un año. Por eso, en parte, decidimos pasar allí dos semanas de vacaciones, lejos del ardor del mediterráneo. Tuvimos varios días de lluvia. Gracias a ellos pude cumplir mi programa de lecturas.

Entre otros libros, terminé una selección de textos de La ideología alemana, el ensayo de Marx y Engels (Alianza, 2021) que había mal-leído hace años. Una idea central de esa obra es que es la vida, con sus circunstancias materiales, la que determina la conciencia, y no lo contrario. Se critica así la primacía de la (auto)conciencia en la filosofía de Hegel y entre los jóvenes hegelianos (Feuerbach, Stirner, Bauer). Lo que prima para Marx y Engels, de manera absoluta, son los procesos de producción: la economía. Esa idea merece un pequeño correctivo. También la conciencia influye en las circunstancias de la vida, en una interacción constante y recíproca. Pero debemos reconocer que en ese proceso las circunstancias concretas de la vida tienen primacía. Una vez formada la conciencia, individual y colectiva, la misma influye en el propio mundo, reforzando sus estructuras, impidiendo el cambio y otras veces propiciándolo, acelerándolo. Pero la realidad es muy tozuda. La comodidad, la buena alimentación, el afecto, haber dormido bien, la seguridad, el hambre, la enfermedad, el sueño, el cansancio, las deudas: todo lo que nos conforma como seres económicos nos hace pensar de cierto modo. Hay límites a lo que la conciencia puede soportar. Llega un momento en que su plasticidad y su capacidad de encajar se quiebran. No todo depende de la conciencia. No solo importa la representación que nos hacemos de las cosas. A veces las cosas mismas están torcidas.

Otra idea germinal de ese texto es la de globalización. Hace casi dos siglos, Marx y Engels comprendieron que el sistema capitalista, que en realidad no es un sistema, sino un precipitado de la endiablada condición humana, tendería naturalmente a convertirse en un sistema global, incontrolable por ningún grupo organizado. Algo autogenerado que ocupa todo el espacio disponible siguiendo su propia lógica, como un gas. Una estructura que necesariamente iba a colocar a diferentes grupos en situaciones distintas: en clases, en una lucha cruenta por recursos limitados, con elecciones muy difíciles, en un contexto de guerras endémicas, abiertas o soterradas. Es exactamente la situación en que estamos en nuestra era de capitalismo financiero y digital, pasado de rosca, con un sistema económico global sumido en su inevitable entropía, políticamente invertebrado, que pone en jaque la viabilidad de los sistemas políticos, que operan en un contexto más reducido y cuya capacidad para regularlo es bastante limitada. Se propicia así una crisis tras otra y la progresiva deslegitimación de las democracias «avanzadas» (si alguna vez lo fueron), que han externalizado sus procesos de producción y se han hipotecado hasta las cejas sin que se vea cómo podrían salir de esa situación. Esas democracias tienen unos costes que las hacen no competitivas, claramente perdedoras en el tablero económico global. Los movimientos que estamos presenciando hoy son un proceso abierto de ajustes en la distribución de la riqueza y de los costes a nivel global, pues hay quien considera, desde una perspectiva macroeconómica, que esa distribución no es aceptable. La herramienta para alterarla es amenazar con crear el caos en cualquier momento, mediante la guerra o de otro modo. Cuestión diferente es la distribución en el interior de cada bloque. Hay categorías reconocibles de Estados enfrentados entre sí, mientras las clases sociales, fragmentadas, se han desdibujado en su interior. Una acción colectiva eficaz, en el nivel que cuenta, parece quimérica.

Nos hemos vuelto especialistas en diagnósticos, cuando no sabemos qué tratamiento emplear. Triste condición humana, la de conocer cada vez mejor los males que nos aquejan a la vez que la imposibilidad de resolverlos.

De eso pasé a Gris, el ensayo de Sloterdijk (Siruela, 2024). Ensayo político más que filosófico. Alguna idea, pero siempre las mismas citas, los mismos autores. Algo forzado, metiendo el gris por todas partes, como si para escribir el libro hubiera buscado esa palabra en un motor de internet. Sloterdijk habla de «una epigonalidad que lo impregna todo» (p. 57). También su libro es propio de un epígono, lleno de referencias, muchas de ellas archiconocidas, haciendo gala de erudición. Por lo demás, presenta una extraña amalgama de argumentos estéticos, éticos, políticos, teológicos y a veces filosóficos. Cosas ya leídas, ya pensadas. Nada que agite las mentes y nos despierte como una ducha fría, que es lo que uno busca. Termina con una diatriba teológica arbitraria. ¿A quién le importa Dios a estas alturas? La impresión de fondo del libro: saturación que impide pensar de veras. De nuevo: es la vida (sobre todo) la que determina la conciencia, lo que nos hace ser como somos y pensar lo que pensamos. Sloterdijk razona como un profesor alemán que ha leído mucho, incluso demasiado, y cuya posición le permite creerse lo que escribe, una especie de gigantomaquia de la conciencia occidental concebida como un destino, a la manera de Hegel, o tomarse demasiado en serio ciertas ideas, teorías, figuras del pensamiento, a sí mismo. Atrapado en una asfixiante conciencia filosófica que piensa en el final de una tradición que ya no corresponde a las circunstancias de la vida. Como si pensara surfeando en los extremos de un torbellino que amenaza con engullirlo todo.

Por el mal tiempo, otro día visitamos el centro Botín. Las dos exposiciones, de Shilpa Gupta y Silvia Bächli, corroboran la tesis de Marx y Engels, si sustituimos la palabra «conciencia» por el término «identidad», que expresa la misma idea en nuestros tiempos. La obra de Gupta, artista india, fuerte, emocionante, significativa, habla de divisiones, censuras, poetas presos, asesinados, amordazados, fronteras arbitrarias, banderitas que aglutinan identidades más o menos reales o postizas, que dividen, que enfrentan, ciegas, a veces sanguinarias, mapas, líneas, violencia, más violencia, pero no deja de apelar a un cosmopolitismo humilde, no burgués, no de los potentes sino de los sencillos, pues «todos vivimos bajo el mismo cielo» y cada uno ve «las mismas cosas con ojos diferentes». Emocionante hasta las lágrimas, la sala oscura en que luces leves y micrófonos cuelgan del techo y describen lentos movimientos circulares mientras se oyen ecos cruzados de cantos desesperados y anhelantes de protesta y liberación, «No pasarán», «Bella ciao», y los equivalentes de otras regiones del mundo, cuyas letras no comprendemos, que nos sorprenden por sus armonías distintas, pero que, intuimos, dicen lo mismo. «El Este del Este es el Oeste», recuerda Gupta. La verdadera vida carece de coordenadas fijas.

Es interesante, artísticamente hablando, la contraposición de esa obra con la de una artista suiza, Silvia Bächli, que se ofrece, simbólicamente, en el piso inferior del edificio de Renzo Piano que es otra obra de arte, pero suave, discreta, que no quita el protagonismo a las obras que en él se exponen. En esta artista suiza, que es comparable a Sloterdijk como pensador, encontramos «suizedad» por todas partes: una exploración estética, honesta, de colores, líneas, materiales, búsqueda heideggeriana de lo esencial, a menudo intrigante, pero poco más. ¿Arte por el arte? ¿De veras, arte? Tiene uno que contenerse para no ponerse bernhardiano. Sentimos hasta la médula el tedio del bienestar, la sociedad, el sistema educativo y la financiación que han contribuido a modelar esa conciencia y permitido esa obra. Intento apreciarla, pero al final me deja frío como las calles perfectas y limpias de las ciudades suizas, donde vivir cuesta tanto que uno se pregunta cómo hace la gente y por qué es tan alto allí «el coste de la vida», en todos los sentidos de la expresión. Esa vida tiene un enorme coste, no cabe duda. Se presenta encogida, liofilizada, artificialmente desproblematizada, reducida a unos pocos colores y rayas, flotando apenas por encima del polvorín global, como Sloterdijk.

Hoy por hoy, la representación del polvorín tal vez sea más interesante y productiva. La comodidad occidental en que vivimos, gris, estetizante, tiene fecha de caducidad, si no ha caducado ya.

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