Natalia Litvinova: la narrativa que brotó de Chernóbil y se contaminó de Lorca
La poeta bielorrusa afincada en Buenos Aires ha ganado el Premio Lumen de Novela con ‘Luciérnaga’
Natalia Litvinova nació en la ciudad bielorrusa de Gómel en otoño de 1986. La primavera anterior, en Chernóbil, a unos cien kilómetros a vuelo de pájaro, se había producido el peor accidente nuclear de la historia. Toda la zona, enmarcada en una Unión Soviética en decadencia, quedó contaminada por la radiación.
El resto de soviéticos comenzó a denominar a los lugareños con el cruel apelativo de luciérnagas. Natalia Litvinova fue una de ellas hasta los diez años, cuando emigró con su familia a Buenos Aires. Se libró de la radiación y de la descomposición del sistema comunista, pero la novedad que se encontró la desbordó.
Afortunadamente, pudo refugiarse en su nuevo idioma, el español, del que se enamoró hasta el punto de consagrarse a la poesía. Se hizo un nombre en sus siempre reducidos cenáculos con la multiplicación en verso de una experiencia vital densa y compleja, siempre a caballo entre la mezcla de entusiasmo y terror ante el nuevo mundo y la fidelidad emocional a los orígenes. La mezcla fue madurando en un magma hasta aterrizar en el Premio Lumen de Novela de este año con el sugerente nombre de Luciérnaga.
Una novela brillante en todos los sentidos. Desgarradora por momentos, pero llena siempre de luz, de ternura, incluso de sentido del humor, a la novela le caben en 240 páginas algunos pasajes de lirismo desenfrenado y otros que podrían funcionar como relatos independientes, pero también autobiografía y retazos de realismo sociológico, historia y mitología, ironía porteña y toques de algo así como realismo mágico… Un batiburrillo maravilloso que una voz muy especial encauza con un ritmo impecable.
Y, sobre todo, una obra de madurez. «Empezó a gestarse hace aproximadamente 10 años. Recuerdo que en 2014 viajé a Madrid por primera vez para presentar dos poemarios: Esteparia y Todo ajeno. Tengo fotos de ese viaje: julio, un calor abrumador, y yo, detrás del escritorio, junto al ordenador portátil, rodeada de libros y el cuaderno donde mi madre me había anotado algunas historias de su madre, Catalina, una de las protagonistas de Luciérnaga. A mi madre le costaba hablar de su pasado y de Catalina; no quería agitar el dolor, como me había confesado. Entonces se me ocurrió pedirle que lo escribiera, porque el tiempo de la escritura es distinto. Ese cuaderno es ahora un tesoro para mí. Varias de las anécdotas que escribió allí las tomé y las resignifiqué, abrí lagunas en los recuerdos de mi madre y ahondé en ellas desde la ficción. Creo que la idea de la novela surgió cuando me di cuenta de que la historia de mi familia estaba hecha pedazos y que la escritura podía acercarlos, coserlos de alguna manera».
Memoria familiar
Natalia Litvinova era una narradora nata agazapada en la poesía. De la primera pregunta de una entrevista promocional le sale algo parecido a un relato. El escenario, la familia, la gestión de unas emociones complejas… Pero, cofundadora de una editorial, Llantén, también es muy capaz de analizar la fontanería de su propia obra: «Cuando escribo, siempre pienso en el equilibrio: entre elementos pesados y suaves, entre sonidos que raspan y los que acarician, entre lo inasible y lo terrenal. Apliqué el mismo criterio al escribir la novela. Es algo que me viene de la poesía, y también leo de esa manera. En Latinoamérica, desde hace tiempo circulan libros maravillosos que son híbridos: novelas poéticas, poemarios que abrazan la narración, ensayos que desbordan lo académico».
La novela avance a golpe de recuerdos continuamente remendados. «Para mí, la memoria es como un collage, algo deshilachado. No pretendía escribir un testimonio ni realizar una investigación periodística, sino atravesar poéticamente lo que ocurrió en mi familia, aportando belleza. No podía hacerlo de otra manera. Fui anudando, y en esos nudos logré que los extremos se encontraran: los reales y los que surgían de mi fabulación. Relaciono esto más con el trabajo de las tejedoras».
En el centro, en lo más hondo, el trauma de Chernóbil. «Hasta los diez años viví en Gómel rodeada de murmullos, habladurías y leyendas sobre la radiación. No había suficiente información que nos permitiera entender la magnitud de lo ocurrido. No sabíamos qué era verdad y qué era mentira. Me fascinaban las ideas que la gente cercana a la familia tenía sobre la radiación; muchas eran descabelladas. Se hablaba de la radiación a puertas cerradas, por ejemplo, en la cocina, que era el lugar predilecto para las conversaciones de los soviéticos. Yo era muy pequeña y espiaba esas conversaciones».
Después llegó el Gran Cambio: «Cuando nos fuimos de Bielorrusia en 1996, no había teléfonos móviles ni internet. Mantener el contacto con amigos y familia no fue fácil. Al llegar a Buenos Aires, surgieron nuevos problemas a los que debíamos enfrentarnos para sobrevivir. Con el tiempo, nos acomodamos y yo crecí, comencé a escribir, a estudiar poesía, a editar». Desde ahí, Bielorrusia adquirió una consistencia muy especial: «La dejé siendo muy joven, por lo que no recuerdo las crisis como mis padres. Observaba todo como una película proyectada ante mis ojos. Con la distancia pude apreciar lo bueno y lo malo de Bielorrusia. En la novela preferí mostrar esta complejidad desde lo cotidiano: la cocina, la escuela, el día a día».
Renacer en Argentina
Aparece también la llegada a Argentina, experiencia que la poetisa compara con «romperse un hueso, y aunque se haya soldado, quedó un dolor fantasma, ese que se siente en los días de lluvia». Y el consuelo inopinado de un ser extraño, proveniente de otra galaxia: «Amé a Lorca sin conocer su historia, lo leí cuando apenas sabía hablar bien español, y fue un encuentro realmente poético: de almas, de sentidos. No necesité entenderlo para sentirlo, para querer imitarlo, para escribir guiada por su música de lunas, mordiscos y azucenas».
Poco a poco se fue disolviendo el extrañamiento: «Llegué asustada a Buenos Aires, y fue como nacer de nuevo. Tuve que aprender nuevos códigos, adaptarme a las diferencias. Comencé a disfrutar de Buenos Aires en la adolescencia, a los 19 años, cuando también empecé a relacionarme de una forma más seria con la escritura y la poesía. Los talleres de poesía, asistir a lecturas y eventos con otros poetas, me hicieron sentir que pertenecía».
Y ahora, acercándose a los 40, el Premio Lumen. «Significa mucho para mí, no solo como reconocimiento a mi novela, sino a todo el recorrido que he hecho en la escritura y la edición, que involucra a muchas personas que me formaron». En agosto publicó el poemario Amarilis y, un mes después, llega Luciérnaga a las librerías. «Ahora quiero, como me dijo un amigo escritor, ‘acampar ahí’. Tengo anotaciones y capítulos que quedaron fuera de esta novela, historias que quiero seguir explorando para una segunda novela».
Estaremos atentos.