Domenico Starnone, la picardía de la edad
El escritor italiano retrata en su novela ‘El viejo en el mar’ las relaciones afectivas y los vínculos entre generaciones
Nicola, un hombre de 82 años, alquila una casa en la playa. Por la mañana, planta su silla plegable en la arena. Cuaderno y lápiz en mano, se dispone a observar a los habituales, con los que no tarda en intercambiar unas palabras. Evelina, una mujer de mediana edad, coqueta, dueña de una boutique de ropa. Maurizio, un buscador de objetos perdidos que, sintiéndose él mismo perdido, acarrea un detector de metales por la arena, a la caza de los tesoros de los otros. Silvestro, marido de Evelina y propietario de la tienda de deportes, una suerte de macho alfa que controla a su esposa mientras se trabaja a sus amigas. Pero quien más llama la atención de Nicola es Lu, una veinteañera que, con gracia y vigor, deja el móvil en la orilla para salir a remar con su canoa.
Domenico Starnone (Nápoles, 1943) retoma en El viejo en el mar (Lumen, 2024, trad. Celia Filipetto), su novela más reciente, los temas distintivos de sus obras precedentes, como la vejez, las relaciones afectivas entre hombres y mujeres, y los vínculos, a veces insospechados, que se establecen entre diferentes generaciones. Y, por encima de todo, el engaño, la astucia, la picardía como recurso narrativo –sus tramas se sostienen sobre una especie de truco, bien entendido, un pacto con el lector, consciente de que está ante un narrador no confiable–; y en este caso, además, como rasgo de los personajes, que no lo revelan todo de sí mismos. Como sucede en la vida real, uno no desgrana su biografía nada más conocer a alguien; es el otro quien tiene que deducir, formarse una idea a base de observar, escuchar, filtrar y, cómo no, completar el retrato con la imaginación.
El más mentiroso, con todo, es el narrador. Es escritor, pero no lo cuenta: se pone, como en sus relatos, máscaras; solo que de una forma muy inocente, que no lo compromete de verdad. No pretende embaucar ni impresionar; sabe que su cuerpo no engaña. Más bien, finge para acomodar, para hacer sentir bien al otro. Gestos de generosidad desinteresada que no encajan en una sociedad tan individualista, que se permite en cuanto anciano que ya no ha de mirar tanto por su futuro. Mantiene las distancias, eso sí. Starnone no firma libros entrañables que celebran la amistad entre seres incomprendidos, sino que, con esa mirada socarrona que lo caracteriza, plasma esa naturaleza huidiza de quien es gentil ma non troppo, que evita comprometerse. Nicola, perro viejo, sabe retirarse a tiempo. Es un hombre discreto, reflexivo, que desmenuza las crecientes molestias de la edad (Starnone es un maestro al retratar, ya no solo a personajes ancianos, sino el proceso de envejecer, con un realismo y un detalle que se percibe en el cuerpo).
La psicología de los personajes femeninos es otra especialidad del autor. Aquí, hay mujeres en diferentes momentos vitales, y se relacionan con algo tan presente en su existencia como la ropa. Las prendas, que a su vez son otro disfraz que nos ponemos, fascinan al narrador, fino observador de los ingenios de la feminidad. La ropa lo enlaza con su madre, una modista humilde que se confeccionaba modelos elegantes para ella a pesar de los celos de su esposo. Nicola se muestra más afín a su madre, que murió en su juventud, que a ese padre fiero y déspota. La pérdida de su madre lo marcó, algo que, en un momento en el que él mismo siente que se va consumiendo, lo lleva a recordarla. Ha compartido su vida con diferentes mujeres y las evoca a ratos, pero con superficialidad, como compañeras pasajeras que no pueden competir con la preeminencia totémica de la madre, la única que siempre está ahí, dentro de sí, que le da un sentido, una pertenencia.
Mordacidad
Se interesa por mujeres que le inspiran una proximidad con su madre. Lu, su juventud, le hace pensar en ella, en esa madre lozana y vivaz que no alcanzó esa senectud que lo reconcome a él. Su familiaridad con la indumentaria femenina le permite desenvolverse en la tienda de Evelina. En el establecimiento, entre mujeres que revuelven perchas y se prueban vestidos, improvisa su juego. Con el ojo clínico que caracteriza a Starnone para estos asuntos, consigue que ese lugar donde uno acude para comprar una nueva imagen, una nueva identidad –y un espacio, también, donde es posible el erotismo–, se convierta en los bastidores donde los actores se quitan la careta y sus vulnerabilidades quedan al descubierto. Cuanta más edad, más argucias (y más recursos, materiales y psicológicos, para perpetrarlas). Entre señoras con la cartera llena, la frescura de una Lu que no puede comprar nada, pero luce como ninguna, alumbra. Sin proponérselo, como por accidente, la naturalidad de la chica discreta se impone. Sin dinero, sin maquillaje y sin palabras.
Lu apenas tiene una canoa. Y un hijo. El chiquillo, cuando el narrador está a solas con él, también lo retrotrae a su infancia, aunque no por el recuerdo, sino por ese singular igualamiento entre niño y anciano que ocurre en una sociedad que trata a ambos como menores tutelados, un asunto en el que Starnone ya ahondó, y con mucha gracia, en El juego (2016). ¿Y qué tiene Nicola? Lo que a los demás les falta: achaques y dinero. Lo primero le entorpece la jornada, hace difícil lo que antaño era puro trámite: cargar con su silla, bajar las escaleras, dormir; hasta escribir le cuesta. Los billetes, en cambio, le abren puertas. Si el protagonista de El viejo y el mar (1952) buscaba su restitución con un combate con la naturaleza, su homólogo italiano, consciente de que no doblegará las olas, recurre directo al producto final: el auténtico dios del mundo en el que vivimos. Sin un ápice de nostalgia, con la mordacidad de quien se ríe de sí mismo y la pericia de un narrador de raza, Starnone vuelve a demostrar por qué es uno de los escritores más sagaces e incisivos de la narrativa actual, no solo de Italia sino en general.
Como Elena Ferrante, de quien se le atribuyó la identidad (algo que ambos han negado), subyuga al narrar esos pensamientos, llamémosles impúdicos, que a menudo uno esconde. Con los años ha depurado su estilo, ha encontrado en la novela breve –un arte tan complicado de dominar– el género idóneo para condensar los claroscuros de las relaciones. Sutil, atento al detalle-objeto, disecciona los deseos, los subterfugios, las pérdidas y las (ocasionales) victorias que llenan la rutina de unos personajes a los que dota de alma y cuerpo con un par de pinceladas. Solo queda esperar que, a diferencia de ese Ernest Hemingway al que hace un guiño, para quien El viejo y el mar supuso el último eslabón de su carrera en vida, Starnone no pare de escribir y continúe llenando las estanterías con más viejos, más triquiñuelas y más ardores de los suyos.