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Literatura

Solvej Balle y las trampas del tiempo

La novela de la escritora danesa, cuya protagonista está atrapada en un bucle temporal, es una metáfora de nuestros días

Solvej Balle y las trampas del tiempo

La escritora danesa Solvej Balle. | Wikimedia Commons

Tara Selter, una mujer de mediana edad, vive en una localidad del norte de Francia con su marido y juntos se dedican al comercio de libros antiguos. En un viaje rutinario para cerrar algunas adquisiciones, ella se queda atrapada en el tiempo. Se levanta y, sorpresa, sigue siendo el mismo día que vivió la jornada anterior, 18 de noviembre. Lleva ya 120 repeticiones del 18 de noviembre cuando comienza esta novela, El volumen del tiempo (2020; Anagrama, 2024, trad. Victoria Alonso), obra con la que la escritora danesa Solvej Balle (1962) se ha dado a conocer de forma internacional.

Se trata de la primera parte de un ciclo todavía en curso (la previsión es de siete tomos), en el que lleva trabajando 20 años y por el que ha recibido el Premio de Literatura del Consejo Nórdico en 2022, además de figurar en la longlist del National Book Award de ficción traducida en 2024. Al enlazar el norte con un vasto proyecto narrativo resulta inevitable acordarse del noruego Karl Ove Knausgård (que se cuenta entre sus lectores entusiastas, por cierto); pero sus propuestas son, de hecho, muy distintas.

Para simplificar: cada mañana, la protagonista despierta recordando todo lo ocurrido el día anterior, mientras que el resto de individuos (y de eventos externos) con los que se cruza repiten la misma rutina de esa jornada, como si no la hubieran vivido. El mismo trozo de pan que cae del desayuno de un huésped del hotel, el mismo retorno apacible del marido a casa después del trabajo. Solo ella se da cuenta de que todo eso ya ocurrió. Al principio, trata de volver sobre sus pasos, repetir cada acción. Sin embargo, cuando se da cuenta de que día tras día sigue encallada en el tiempo, vuelve a su hogar. Allí la encontramos al empezar su historia, confinada en la habitación de invitados.

No siempre fue así: su primera reacción fue contárselo a su esposo, una y otra vez, para que la ayudara a encontrar una solución. Su matrimonio es casi atípico en la literatura: una pareja estable, armoniosa, con buen entendimiento. La inquietud procede de esa desnaturalización que está viviendo ella, no de ninguna crisis conyugal. Día a día, Tara repasa todo lo que hizo aquel día, qué pudo provocar la escisión. ¿El sestercio romano que adquirió? ¿O quizá la pequeña quemadura que se hizo con una estufa?

La quemadura, a propósito, introduce un matiz clave: la noción del cuerpo, del paso del tiempo en el cuerpo. Porque, aunque el día no pase en el calendario, el cuerpo, materia orgánica, sigue su ciclo: la herida se cura, el cabello crece, el organismo vivo envejece. El suyo, claro; los demás permanecen igual. Se enfrenta al peligro de convertirse en una anciana mientras los demás, junto con el mundo que conoció, permanecen paralizados a su alrededor. También cabe la posibilidad de que se despierte cuando haya transcurrido tanto tiempo que no los reconozca (ni la reconozcan a ella). Y ese no es el único riesgo: puede, además, quedarse sin abastecimiento, porque la comida que consume no se reemplaza.

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Introspección

Este tipo de planteamientos (otras dimensiones, rupturas del tiempo) suele tratarse en la ficción de género, tanto literaria como cinematográfica. La aproximación de Solvej Balle, no obstante, es más de tipo introspectivo, con una honda penetración psicológica –tanto la protagonista como el reducido elenco de secundarios (poco más que el marido y los amigos a los que visita en su viaje) son personajes sólidos, bien construidos en sus cuitas particulares– y un profundo revestimiento filosófico existencialista. Su método para llenar las páginas (¡y los tomos!) de una situación que no se mueve consiste en introducir variaciones minúsculas en la rutina de Tara, a veces ensayo y error en un intento de reestablecer el orden, a veces pura acción de supervivencia.

Algo así como encontrar el cambio en la repetición. Tara se refugia en un diario personal, que es el texto que nos llega, donde toma nota de sus vivencias y cavilaciones. No es baladí esta elección del papel, lo mismo que las ediciones antiguas con las que trabaja: el libro como objeto físico, permanente, frente a la volatilidad de la tecnología digital. El diario ha sido durante mucho tiempo un cobijo para las mujeres: les permitía escribir cuando se les prohibía publicar, podían desahogarse de aquello que no podían confiar a nadie. Tara es una mujer del siglo XXI, pero se enfrenta al desamparo de la soledad y la incomprensión, como ellas, como tantos marginados de la historia.

Es interesante subrayar asimismo el papel de la casa, el lugar que uno habita. El hogar propio suele ser sinónimo de seguridad, solo que aquí la protagonista ya no se siente a salvo, porque no puede compartir esta existencia a destiempo con su pareja. El mundo, los objetos, se mueven a ritmos distintos según quien los utilice. A medida que pasan (sin pasar) los días, Tara se ve buscando alternativas, como esa habitación de invitados que convierte en un almacén de provisiones, como quien se prepara para una catástrofe.

También comienza a pasear, a buscar espacios deshabitados. El espacio físico, en este diálogo con el tiempo, es otra variable compleja a la que la autora sabe sacar jugo. En última instancia, este callejón sin salida puede conducir al desasosiego, al miedo. No hay circunstancia comparable; la cárcel o el aislamiento fuera de la civilización se le podrían asemejar en la experiencia de vivir apartado, estancado mientras la rueda de la sociedad sigue su curso, pero incluso en esas el afectado puede reconectar en cualquier momento. Ella se enfrenta a otro temor: la incertidumbre. Quiere salir del agujero, pero no sabe qué le esperaría entonces. La prosa de cirujana de la autora no suaviza nada.

Añoranza de lo permanente

Tampoco se recrea en la degradación; es casi aséptica, afilada, concisa. La novela no alcanza las 200 páginas, pero son páginas densas, sin diálogo, muy reflexivas en ese darse vueltas a sí misma que es algo más, es dar vueltas al sentido de la existencia. Bajo este argumento ¿imposible? subyacen numerosas interpretaciones. El periplo de Tara puede leerse como una representación, llevada al extremo, de las dinámicas y los conflictos de nuestra época, de nuestra relación con, sí, el tiempo y con la cotidianidad.

Vivimos en una espiral de cambio perpetuo, rápido, que puede hacer desear o añorar la solidez, la permanencia (al menos a priori) del mundo analógico. Puede hacer querer poner el freno, de vez en cuando, para vivir más despacio, paladear cada momento. Sin embargo, nadie quiere quedarse atrás, perder pie como pierde la protagonista.

Su bucle de repetición sin fin puede entenderse como una metáfora de nuestros días, de la vida frenética, de la propensión a vivir con el piloto automático hasta desvincularnos de nuestro propio rumbo, del presente. Sobre todo, El volumen del tiempo habla de nuestros miedos compartidos, que la pandemia reveló en toda su crudeza: la soledad, la incertidumbre, el no poder controlarlo todo, la fragilidad del cuerpo, la conciencia de nuestra pequeñez en el vasto universo. Cada lector encontrará su camino en esta sugerente propuesta de Solvej Balle, que, con una voz destilada y contenida, sin trucos, nos envuelve en una tensión psicológica creciente hacia una carrera sin línea de meta.

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