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Literatura

Troya: mito ancestral, epopeya humana

La guerra más legendaria revive gracias a un estudio de Robin Lane Fox sobre la ‘Ilíada’ y un breviario de Robert Graves

Troya: mito ancestral, epopeya humana

Representación Clásica de Aquiles y Héctor durante la batalla de Troya. | Wikimedia Commons

Todas las historias del mundo se parecen o ya han sido contadas. Al mismo tiempo, parecen nuevas a los ojos de los espectadores contemporáneos. Que el hombre haya sustituido la Historia –que etimológicamente designa el noble arte de la investigación– por la memoria, esa selección de hechos perpetrada en función de los deseos y las preferencias personales, explica, en gran medida, tanto dicho espejismo como el ridículo que implica ver cada cierto tiempo a alguien descubrir el Mediterráneo. El espacio y el momento en el que suceden las cosas cambian, pero su esencia, el sustrato humano que las alimenta, se replica hasta el infinito. Así ha sido siempre. Y así será mientras el mundo no se convierta en un algoritmo. 

Por eso todas las guerras evocan, de una u otra forma, pero con una obstinación asombrosa, la famosa guerra de Troya, la batalla más legendaria del mundo antiguo y una de las referencias esenciales y recurrentes de la cultura clásica. El conflicto más famoso que vieron los siglos del pretérito cobra de nuevo presencia en las librerías gracias a dos libros recién editados. El primero es Asedio y caída de Troya, un magnífico breviario de Robert Graves que Alianza Editorial acaba de traducir al español –con la versión de Manuel Cuesta Aguirre– para su indispensable colección de bolsillo. El segundo –Homero y su ‘Ilíada’– es un maravilloso estudio a fondo del historiador británico Robin Lane Fox dedicado a la intrahistoria, génesis e interpretación del gran poema homérico, una de las piedras fundacionales de la literatura occidental. Son dos libros radicalmente distintos pero, a su vez, complementarios. 

Graves, egregio poeta, novelista de éxito y ensayista prodigioso, que mientras vivió fue lo más parecido a lo que debió significar ejercer de sabio en los tiempos remotos, se dio cuenta a comienzos de los años sesenta que sobre la guerra de Troya se había escrito mucho, pero casi siempre de forma fragmentaria. Empezando por el propio Homero, que dedica el primero de sus poemas a la cólera de Aquiles y el segundo –la Odisea– a las desventuras de Ulises tras lograr la victoria sobre Príamo, en su azaroso regreso a Ítaca. No existía pues una narración integral, sencilla, sobre los antecedentes, el asedio (que duró según la leyenda diez largos años, llenos de conflictos internos entre la coalición de monarcas griegos que se sumaron a la empresa) y el desenlace, casi siempre fatídico o amargo, de sus distintos protagonistas. 

Así que Graves decidió ponerle remedio escribiendo un libro breve –apenas 128 páginas en su edición original en inglés; 141 en la nueva versión de Alianza– que es un crónica general de la guerra troyana escrita a partir de una base documental diferente al relato literario, heroico y lateral de la Ilíada. El resultado es un libro excelente por su condensación, su planteamiento y su capacidad de seducción. Graves trata de explicar los males comunes a todas las guerras y los ilustra con los hechos de Troya, escenario de una batalla en la que todos los contendientes encontraron, antes o después, la ruina, incluidos los vencedores oficiales de la contienda. 

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Asedio y caída de Troya
Robert Graves
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Empujados a matarse por fuerzas superiores a sí mismos –los dioses griegos y sus discordias anticipan e intervienen en las acciones de los mortales– tanto los troyanos como los aqueos, encabezados por el rey Agamenón, descubrieron, en esos duros años de hostigamientos, escaramuzas y asesinatos, los imponderables de la condición humana que aparecen, igual que las enfermedades, cuando se está en una situación límite: la avaricia, la crueldad, la violencia, pero también la fragilidad, las consecuencias funestas de la ira, el precipicio al que conduce el orgullo, la fraternidad o la piedad. De todo esto nos habla Graves en este librito, cuyas fuentes son los historiadores griegos y latinos al margen de Homero, que escribieron en épocas y en circunstancias distintas. Sus obras, aunque con la forma de un puzzle que hay que resolver, nos otorgan una visión sobre el mito de Troya propia de un gran angular. Una mirada que, a pesar de su origen mítico, se encuentra más cerca de la realidad que las epopeyas homéricas. 

Héroes y dioses

La historia que inspiró al misterioso poeta ciego –explica Graves– partió en realidad de un relato oriental anterior en el tiempo al rapto (en realidad, la fuga adúltera de Helena) por parte de Paris. El famoso caballo de madera nunca fue tal, sino una estructura de madera, recubierta con cuero de caballo, que no es lo mismo, que los griegos situaron en el único punto débil de las infinitas murallas troyanas. Homero compuso sus hexámetros para enaltecer a los héroes y también con una motivación concreta: que su historia fuera celebrada en las cortes de unos monarcas agrarios que no practicaban la democracia. Señores absolutos de sus dominios.

Obvió también Homero, amparándose en la peripecia de la historia de amor que es origen del litigio, junto a la sed de venganza de los aqueos –unos en mayor grado que a otros, porque una guerra implica sacrificios y exige un botín a repartir–, otras razones, más prosaicas y más creíbles, de la batalla. La ciudad de Príamo, situada en el Helesponto, en el Estrecho de los Dardanelos, cobraba un impuesto por permitir el paso de las naves griegas que viajaban hacia el Mar Negro, estrangulando (en su beneficio) el comercio del Mediterráneo Oriental. Era una razón tan poderosa, e incluso superior al orgullo profanado, para encabezar un asedio que se prolongaría un decenio y cuya cronología –Troya cayó comienzos del siglo XII antes de Cristo– es muy lejana con respecto a la datación aproximada de la Ilíada (750 a.C). 

Conocer la guerra de Troya –escribe Graves– es tan necesario como haber leído la Biblia en la configuración de la literatura occidental. Los héroes griegos y troyanos, las mujeres que son objeto de sus disputas y antojos, encarnan arquetipos universales. «Todos se han convertido en proverbiales», asegura el autor de Yo Claudio, que entrevera en su relato, escrito sin aparato retórico, ni notas, la estrechísima ligazón entre las pasiones de los hombres y los deseos de los dioses, que era la forma en la que los antiguos griegos concebían su mitología. En el libro de Graves los héroes no son sobrehumanos –sobre todo Ulises, cuya famosa astucia no era sino la cara más feliz de una indudable amoralidad– y los dioses, terrestres. La conclusión de Graves contiene una poderosa lección: los troyanos fueron derrotados o se vieron obligados a huir tras la debacle. No corrieron mejor suerte los vencedores griegos, que naufragaron en su regreso a sus reinos salvo en el caso de Odiseo, que tardó décadas en volver a ver Ítaca, y que hubiera merecido un castigo mayor que sus iguales, y Néstor, rey de Pilos, el único que «no había quebrantado ningún juramento, no había engañado a ningún amigo y no había cometido ningún asesinato». No se puede decir más con menos palabras.

El ensayo de Lane Fox, autor de una biografía sobre Alejandro Magno –Conquistador del mundo (Acantilado)–, experto en la Biblia y especialista en el mundo clásico, tiene otro enfoque y distinta ambición. No es, como el de Graves, un libro de síntesis, sino una obra de profundización y divulgación histórica, una de las líneas de trabajo de Crítica (Planeta). Lane Fox combina toda su erudición académica con una firme devoción personal por la epopeya de Homero. Pero lo que hace su obra merecedora de atención es su condición (privilegiada) de lector. Se trata de una vieja lección que acostumbra a olvidarse: leer una obra literaria, en este caso la Ilíada, es como mirar un cuadro o contemplar un paisaje. Cada espectador –cada lector– encuentra cosas diferentes en el lienzo o al enfrentarse a la vista a la cual se asoma. 

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Homero y su Ilíada
Robin Lane Fox
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Sabiduría y emoción

Lane Fox es un lector excelente al que su trayectoria universitaria no le distanciado de la emoción, casi sagrada, que supone el milagro de poder descifrar, tantos siglos después, la humanidad conservada en los excelentes versos de Homero. El ensayista británico, que ha estado más de medio siglo enseñando el poema griego, en paralelo a sus clases de Historia Antigua, combina en este libro ambas perspectivas. Parece saberlo todo del poema de Homero. Y algo más milagroso: continúa estremeciéndose cada vez que lee la Ilíada. De sabiduría y emoción está hecho su libro, donde primero aborda las teorías sobre dónde, cómo y cuándo se compuso la gran epopeya sobre Troya –que no es la única, aunque sea la más lograda en términos literarios– y después procede a hacer su interpretación del poema. 

Ambas partes son estupendas. La primera es un excelente compendium sobre la cuestión homérica: sus fuentes, su autoría, la relación del poema con la verdad mitológica, que es la que se construye bajo la forma de la leyenda sobre las certezas históricas y arqueológicas; la segunda tiene que ver con la huella, a veces el cráter, que es capaz de provocar un clásico en nuestra vida. Lane Fox cuenta con la ventaja de que es capaz de leer griego antiguo. Pero la condición epifánica que transmite en su ensayo, sobre todo cuando se detiene a analizar un pasaje determinado, es accesible a partir de una buena traducción. Cosa que no deja de ser paradójica, pues –lo explica Lane Fox– Homero era un poeta ágrafo, que no sabía leer y mucho menos escribir, y que recitaba sus versos de manera oral, como correspondía a la antigua estirpe de los aedos, capaces de interpretar sus historias con elementos añadidos a la dicción: gestos manuales, entonaciones cambiantes, tonos dramáticos, variaciones y énfasis. Otra de las vetas que Lane Fox investiga tiene que ver con la extraordinaria plasticidad, a veces cercana al naturalismo extremo, la modernidad, en suma, del relato homérico, que concentra la acción no en la génesis y etapas de la guerra, sobre cuya larga década de espantos trata el ensayo de Graves, sino que la circunscribe al instante de la cólera de Aquiles. 

Este punto de vista, tan eficaz, evita la narración cronológica, explota artísticamente el patetismo de la historia y dota al poema de su carga emocional. La capacidad de connotación es lo que ha hecho de la Ilíada una obra excepcional. Homero no cuenta Troya: hace que la sintamos. Explica que el heroísmo no consiste en lograr una victoria –todos los guerreros pierden o mueren–, sino en la voluntad de los seres humanos de resistirse a un destino que los dioses han escrito por anticipado. Homero hace que creamos en sus personajes. Logra que veamos a nuestros semejantes: marionetas, como nosotros, de un fatum que nos sobrepasa.

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