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Literatura

Azorín o la vigencia de un estilo

La biografía del autor del 98 escrita por Francisco Fuster destaca su compleja personalidad y sus bandazos políticos

Azorín o la vigencia de un estilo

José Martínez Ruiz (Azorín) retratado por Joaquín Sorolla y Bastida en 1936. | Wikimedia Commons

Con motivo del ingreso de Azorín en la Real Academia Española de la Lengua en 1924 (su candidatura había sido rechazada anteriormente en dos ocasiones), el periodista Manuel Bueno (el que le partió el brazo izquierdo a Valle-Inclán en la famosa pelea del Café de la Montaña) retrata al escritor alicantino: «Este hombre, de apariencia tímida, que se hace el retraído y el silencioso, no ha dado un solo paso en falso desde que se asomó, pluma en mano, a la vida pública. Ha sabido siempre adónde iba, y ha llegado a todas partes sin dar rodeos y sin excesiva fatiga […]. Quiso ser diputado, y de los hombres de la generación del 98 fue el primero que gustó de la vanidad parlamentaria. ¿Maurista? ¡Qué más daba! Mediaba entre el gran orador y el insigne literato esa simpatía intelectual que une espíritus superiores, y que está por encima de convicciones políticas». Podríamos pensar que Bueno exageraba, pero tras leer la biografía Azorín: clásico y moderno (Alianza Editorial), del profesor Francisco Fuster, parece que Manuel Bueno midió bien el traje que le cortó al escritor de Monóvar.

Sin entrar a juzgar la posible tendenciosidad de Manuel Bueno, la mayoría de los coetáneos de Azorín coincide con el periodista al ver la personalidad del escritor como un crisol de contrastes. Lo ven como un haz de atributos en tensión, que, en apariencia, resultarían difícilmente armonizables. Fue, al tiempo, tímido y altivo; discreto y provocador; débil y resistente; pacífico e intrigante; misántropo y ambicioso; sensible y hierático; impresionable e inexpresivo; frío pero también apasionado; atento a la actualidad y amante de lo atemporal. No obstante, él conseguiría armonizar todo, lo que le reportaría múltiples beneficios en su longeva vida. El pertinente goteo de datos e informaciones de la biografía de Francisco Fuster, sin apostillas ni interpretaciones subjetivas, nos permite deducir que supo construirse un personaje complejo y contradictorio que le permitió navegar en la política y en el periodismo con rumbo cierto y alcanzar todos los puertos con seguridad y fortuna.

A las parejas de adjetivos antitéticos, cabe añadir la que Fuster ha elegido como subtítulo para la biografía, «clásico y moderno», que su obra sintetizaría como algo deseable y posible. En resumen, resultó ser un frágil superviviente de rara fortaleza, que demostró una increíble capacidad de adaptación a todas las situaciones y circunstancias adversas de la vida, desde el colegio de religiosos franciscanos de Yecla, donde pasaría diez años, hasta el franquismo en el que sobrevivió con holgura, sacrificando su particular liberalismo.

Esta facilidad para adaptarse a todas las situaciones imaginables le permitió vadear con bien las fuertes y contradictorias corrientes políticas en las que se sumergió, dando los bandazos más osados. Es conocido su filo-anarquismo (más teórico que de acción) en la juventud, cuando, en los artículos periodísticos de aquella época, atacaba principios de la sociedad burguesa como la propiedad privada, el matrimonio y el poder de la Iglesia. A continuación, y después de retirarse para meditar a la finca familiar del Collado de Salinas, cerca de Monóvar, vuelve a la vida política reconvertido en un convencido conservador que se ofrecería a Antonio Maura para ser diputado en Cortes. Durante cinco legislaturas conseguiría su escaño por el partido maurista, pero, al mismo tiempo, de forma intrigante, daría su apoyo a la facción del partido que dirigía Juan de la Cierva, que aspiraba a desbancar a Maura. En este periodo de los gobiernos de Maura llegaría también a desempeñar durante tres años el puesto de Subsecretario de Instrucción Pública con tibia dedicación e interés moderado.

Después, y sin solución de continuidad, se acercaría a los liberales y a los republicanos, abogando incluso en defensa de la autonomía catalana. Exiliado en París durante la Guerra Civil, no regresaría a Madrid hasta 1940. Tendría algún roce con la censura de Arias Salgado y Juan Aparicio, pero terminaría escribiendo loas al Caudillo y consiguiendo importantes premios literarios muy bien remunerados.

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Azorín: Clásico y moderno
Francisco Fuster
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Escritor de prensa

Pero, no lo olvidemos, fue sobre todo escritor. Un escritor feliz, al que nada le divertía más que escribir. En sus años de parlamentario o en su fugaz paso por la política nunca dejará de ser un grafómano contento, porque la escritura le protegía de las miserias de la vida. Escritor que tocó, con mayor o menor éxito, todos los géneros, creador de un estilo inconfundible y un mundo personal, único en nuestra literatura. Además, escritor en la prensa, uno de los más prolíficos y activos. Fuster calcula que escribiría cerca de 6.000 artículos, con un abanico  de temas y asuntos infinitos, pero destacaría por sus famosas, ágiles y punzantes crónicas parlamentarias, en las que no se limitaba a dar cuenta del contenido de las intervenciones, sino de todo el teatro parlamentario, desnudando a los diputados en los gestos, vestimenta, peculiaridad  de la voz y demás tics. 

A lo largo de su vida periodística pasó y cambió de periódico paralelamente a sus bandazos políticos, para volver casi siempre al Abc, al que consideraba su alma mater periodística. Esta, digamos, polaridad de nuestro personaje, que se desenvuelve por igual y alternativamente entre el retiro solitario del Collado de Salinas y la palestra política de Madrid, permite cotejarle con su admirado y maestro Michel de Montaigne, que cuatro siglos antes que nuestro escritor supo simultanear el aislamiento en su famosa Torre con la acción política y la alcaldía de Burdeos.

¿Por qué perdura un escritor? ¿Por qué se convierte en clásico? Depende de muchas razones, pero, sobre todo, depende de que sus escritos sigan siendo actuales o porque su estilo conecte con nuestra sensibilidad. Este es precisamente uno de los motivos que el propio Azorín apunta en su definición de clásico. Defensor y modernizador de nuestros clásicos, a los que libera de la elocuencia retórica decimonónica, ha devenido él mismo en clásico para los lectores actuales y en modelo literario de aprendices. A diferencia de otros escritores de la Generación del 98 (marchamo que «inventaría» el propio Azorín 15 años después del «desastre»), por ejemplo, Valle-Inclán, cuyo estilo no admite discípulos sino epígonos o imitadores, el de Azorín es y será escuela y taller de escritores, porque su sencillez, claridad y precisión lo hacen idóneo en estos tiempos de urgencia acelerada, aunque el sentido atemporal de su literatura de lo nimio vaya en otra dirección.

Muy por encima de los bandazos y mutaciones políticas, permanece y permanecerá su estilo. Fue un maestro del relato fragmentario y discontinuo, tan innovador en su tiempo que sigue siendo actual. La trilogía de Antonio Azorín es una demostración de la eficacia de la elipsis, la concisión y la brevedad, probando una vez más que en literatura importa más la sugerencia que la apostilla pedestre.

Modernidad

No acaba aquí su modernidad. Se ha considerado su obra novelística como un precedente del nouveau roman francés de los años 50 y 60. Personalmente no acabo de ver ese parangón. Pero, en cambio, no me cabe duda que su impulso innovador le hizo explorar nuevos caminos literarios (y otra prueba de su modernidad), al convertirse él mismo en personaje protagonista de sus propias novelas. A partir del seudónimo Azorín, uno de los seudónimos que utilizaría en su etapa periodística juvenil, crearía el personaje de Antonio Azorín, trasunto evidente de sí mismo, cuyo nombre, además, a partir de 1905, cuando cierre por fin la metamorfosis existencial y política iniciada en su juventud, se convierta en algo más que un simple nom de plume, será su verdadera, cambiante y mixtificada identidad. En este sentido cabe considerarlo un precedente, avant la lettre, de la actual autoficción, género que inventaría Serge Doubrovsky en 1977.

Es posible que sus miniaturas y su atención a lo eterno intemporal  puedan desesperar a los lectores que no tengan ni la paciencia ni el amor por lo minúsculo. Cada autor tiene los lectores que lo merecen. También hay los que tienen su tiempo o momento propicio, porque, como dice el sabio Montano, hay que saber esperar la «inspiración para leer». Por ejemplo, libros como Los pueblos o La ruta del Quijote son ideales para leer en el viaje o propician que nos echemos al camino. Pero, es cierto que sus libros de memorias nos pueden dejar indiferentes, si esperamos que Azorín nos abra su intimidad o sus contradicciones, porque él va a lo suyo y porque le interesa más la contención y la sugerencia de lo autobiográfico que su factualidad.

Francisco Fuster es historiador de formación, y esto se nota y se agradece en la biografía. Nos conduce con propiedad y acierto por el laberíntico devenir histórico en el que se desarrolla la vida del escritor, sin caer en la trampa, como otras biografías, de convertir la biografía en un libro de Historia. Fuster pone el foco en el derrotero vital de Azorín y, aunque maneja múltiples datos e incorpora precisiones históricas pertinentes, nunca pierde de vista a su personaje, al mismo tiempo que no se atreve a inmiscuirse en su intimidad. Sin embargo, y a su favor, todo lo que refiere ayuda a que veamos al biografiado con perspectiva prismática y definitoria. Solo en una ocasión, creo que pierde el foco de su personaje, cuando se detiene en los acontecimientos históricos en que se encontró inmersa España entre los años 1933 y 1936. Ahí no vemos a Azorín. Gana el historiador, pero pierde el biógrafo. Pero en general, y con excepción de esas páginas, Fuster deja que Azorín se mueva libremente y se pasee con soltura por el escenario histórico sin perder su individualidad.

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