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Literatura

María Fasce y los silencios compartidos de la familia

«Las ramas de un árbol pueden cortarse sin riesgo, pero cuando se talan las raíces, se cae entero»

María Fasce y los silencios compartidos de la familia

La escritora argentina, María Fasce. | Zenda Libros

Tal vez el nombre de María Fasce (Buenos Aires, 1969) no resulte familiar a la mayoría de lectores, pero seguro que han tenido alguno de sus libros entre manos. Sus libros, los que escribe, pero también los que edita, en Alfaguara, Lumen y Reservoir Books, sellos de Penguin Random House de los que es directora literaria desde 2020. La argentina, que lleva desde el año 2002 afincada en Madrid, es la responsable de traer al mercado español a John Banville, Lucia Berlin, J. M. G. Le Clézio o Domenico Starnone, entre otros, además de descubrir a nuevas voces como Karina Sáinz Borgo y Sara Barquinero.

Muchos abandonan la creación personal cuando se dedican a la de los demás, pero no es su caso, o no del todo: desde su debut, en 1998, ha publicado una decena de libros entre novela y compilaciones de relatos. Su última novela, El final del bosque (Siruela, 2025), obtuvo el Premio Café Gijón. Viene introducida por tres epígrafes: Natalia Ginzburg, Elena Ferrante –dos autoras de su catálogo– y Patricia Highsmith –que no es de su sello, pero podría encajar en él–. Esto no es información baladí: lo que uno lee, en concreto lo que lee una y otra vez, lo que tiene tan interiorizado como para saber que quiere citarlo al comienzo de un texto, suele dar pistas acerca de lo que uno escribe, del estilo y de la tradición en los que se inscribe o intenta inscribirse. Ginzburg es sinónimo de familia y estilo despojado; Ferrante, de mujeres, visceralidad, pulso narrativo; Highsmith, claro, de tensión psicológica. De todo ello hay algo en estas páginas.

Tres hermanos de mediana edad, con los padres ya fallecidos, se reúnen en una casa del bosque en Argentina, uno de esos parajes que la niñez convierte en míticos. Nos habla la mayor, Lola, que se podría sospechar un trasunto de la autora: es editora en Madrid, está separada y tiene un hijo joven. Lola arrastra un historial de desequilibrios mentales; es una mujer taciturna a quien conocemos en toda su fragilidad. Pese a su oficio, Fasce tiene el acierto de no intelectualizarla demasiado: importa la vida, lo íntimo; no es una de esas protagonistas que se ponen a perorar sobre sus lecturas, no es este un libro para lectores que, además, escriben, sino para cualquiera que disfrute con una historia bien contada, que mantiene el interés e invita a mirar a las sombras.

La siguiente es Juana, una doctora casada y con una hija, la hermana sobreprotectora y ama de casa perfecta que se ocupa de todo. Por último, está Andrés, el menor, que lidia con una ruptura traumática, aunque ante los demás se muestra fiero e impetuoso, quiere llevar la batuta. El reencuentro podría dar pie a una novela costumbrista, salvo por el hecho de que esta ya comienza con lo que parece un intento de homicidio: alguien ha atropellado al vecino, pero ellos no acuden en su ayuda. ¿Qué ocurrió? En la primera parte, que retrocede unas semanas atrás, se entretejen las relaciones de los hermanos con ese hombre, al tiempo que ellos tres conviven, por primera vez, libres del yugo materno.

La familia, que nos conoció cuando éramos niños, cuando aún no nos habíamos puesto la coraza, es un nido de silencios. Algunos se desentierran, aunque no siempre se nombren. La sutileza es clave, ese dejar entrever sin hurgar. Más que entre quienes fuimos y quienes somos, la tensión reside en la confrontación entre quienes somos cuando estamos en familia y quienes somos cuando salimos de ahí, cuando podemos elegir. Lo que la familia, la sanguínea, desconoce; o, cuando menos, finge no conocer. Porque, como tan bien se muestra aquí, el mantenimiento de la cordialidad depende a menudo de ese saber guardar silencio, del amparo callado al familiar descarriado. De eso y de aquello compartido que vuelve, su «léxico familiar», la comida, la niñez.

Más que recuperar el pasado, se les despierta una memoria sedada;  recuperan una parte de sí mismos olvidada o reprimida, o un poco de ambas, Son adultos emancipados, con un buen nivel de vida y formación, que sin embargo no pueden librarse de lo único capaz de destruirlos, esos traumas anquilosados que solo se atreven a revelarse en ambientes de plena confianza o de pérdida de control absoluto (se cita a Haruki Murakami, explorador nato de lo inexplicable, lo que escapa a la razón). Los conflictos íntimos del presente –la relación con los hijos cuando se hacen adultos, los amantes y las heridas afectivas– están en diálogo constante con el pasado.

El bosque de la infancia no es un hogar bucólico, sino que se revela con la hostilidad de lo que se resiste a la domesticación. La naturaleza no oculta monstruos; tan solo sigue su ciclo, indiferente a las andanzas humanas, del mismo modo que la sangre, que a ratos parece lo único que une a los hermanos, irrumpe a veces entre la fría urbanidad con la que han construido su existencia lejos de allí, con la que se han perfilado a sí mismos, su yo ante el mundo. Uno es dueño de sí mismo hasta que se reencuentra con quienes le conocieron de niño y las vergüenzas vuelven a salir, parece decirnos.

Tiene una atmósfera opresiva y una incomunicación que recuerdan a las historias de Pilar Adón. Los personajes son entes sociales funcionales que se llevan bien entre ellos. No hay gritos, no hay reproches. Los platos se rompen, pero se barren sin aspavientos. Ese es el verdadero drama: lo que se esconde bajo la superficie, las máscaras que mantienen una distancia de seguridad. Frente a la primera persona de la protagonista, a quien descubrimos vulnerable, temerosa de caer, el aparente dominio de los demás invita a preguntarse hasta qué punto conocemos al otro, o, mejor dicho, hasta qué punto llegamos a acercarnos a su verdad íntima, a lo que de verdad importa. Porque conocerse, se conocen demasiado bien.

La segunda parte toma el camino del suspense. Ahí está la alusión a Murakami: el matiz de sensualidad, de locura; fuegos interiores que rompen la capa protectora. El misterio, con todo, sigue en el mismo sitio, en esa casa que es intemperie y es refugio, intemperie porque está lejos de su hogar y resucita fantasmas, refugio porque aunque las raíces familiares los coartan, en última se revelan protectoras. Hasta dónde llegaríamos por un hermano, por la sangre de nuestra sangre; he ahí otra cuestión. Y es que las ramas de un árbol pueden cortarse sin riesgo, pero cuando se talan las raíces, se cae entero.

La novela está narrada con pasajes breves, imágenes que enlazan recuerdos y presente con un estilo limpio, fluido, como de una Ginzburg (de nuevo) con un aire de sofisticación francés. Mantiene la tensión mientras penetra en los personajes; no pierde de vista la necesidad de captar la atención del lector, pero no olvida que su cometido no está en el misterio accidental, sino en el único misterio que de verdad importa, el que cada uno guarda con celo. Leerla es como navegar en un mar en calma, entre olas que siguen una cadencia suave y apacible, sin temblores ni tropiezos, pero con la conciencia de adentrarse en un océano inaprensible, que perfila un horizonte al que llegar, sí, pero también esconde un fondo insondable ante el que podemos caernos. O empujar a otro.

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