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Literatura

Kiko Amat y su autopsia de una masculinidad priápica

El escritor y periodista catalán regresa con una nueva novela sobre el despertar sexual de un adolescente

Kiko Amat y su autopsia de una masculinidad priápica

El escritor Kiko Amat.

Kiko Amat debe andar con unas agujetas de campeonato. Moverse por la habitación, e incluso teclear, tiene pinta de haberse convertido en una traviata de aullidos guturales emanando de su boca. Ni tu cuñado el morcillo después de su primer día en el box de Crossfit. ¿Por qué digo esto? Si hubieran leído Dick o la tristeza del sexo (Anagrama), lo entenderían.

Desde El día que me vaya no se lo diré a nadie (2003), Cosas que hacen BUM (2007), con esas digresiones sobre Max Stirner, la masturbación o el matriarcado gerontocrático, hasta llegar a Revancha (2021) y el homoerotismo-hooligan de mascachapas, Amat ha sido anglófilo, directo, palmariamente descriptivo, bulímico de las florituras y con dardos soeces controlados. En especial, en lo referente a la violencia y los fetiches, desde los trastornos obsesivo-compulsivos a las poluciones nocturnas satisfechas. Pero ha cumplido más de 50 palos y parece que le ha entrado la fiebre de Hulk: está cerca de ser un viejo verde. Por eso ha escrito una novela sobre el auge erótico de un zagal adolescente. Y cómo tampoco es cuestión de quedar de babas, ha musculado la prosa. Le ha pinchado un Winstrol anabolizante que la artificia, a veces hasta el límite. De ahí las agujetas.

A priori, la premisa de Dick o la tristeza del sexo podría dar para una versión calçotera de American Pie. Un joven de pródiga imaginación, Franki Prats se descubre en un despertar sexual desenfrenado. Por fortuna, Amat no es un juntaletras gringo que masajea las gónadas de la idiocia en Hollywood. Por eso el argumento de descorche se escora hacia los márgenes. Y se incluye así un complejo de Edipo confeso, centrado además en la sobaquera materna por encima de todo. Una relación paternofilial gélida, adornada por un progenitor que por lo pretencioso resulta imbécil, y que es escritor. Para quien no lo sepa, aquí va un secretillo: nadie aborrece tanto a los escritores como los propios escritores. Pongan a dos escritores juntos y, si la dicha es buena, se dorarán la píldora la mar de embriagados. Pero en el fondo sólo verán un reflejo de sus mezquindades. La encarnación, ajena y a la vez propia, de su mediocridad.

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Dick o la tristeza del sexo
Kiko Amat
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El otro punto, a mi parecer genuino, de la novela que marca la distancia con cualquier relato de hormona onanista, son las apariciones de Dick Loveman, follatore espaciotemporal. Esta fantasiosa creación de Franki, quien goza de un talento natural para la redacción de historias de ciencia ficción, da la esquizoide puntilla a la mayoría de situaciones que vive, o mejor dicho rememora, Franki. Con el emerger de este amigo imaginario de musculocentria helénica, y guion de Humphrey Bogart con la bragueta volcánica, el lector se asegura una curiosa mezcla entre risas y Ala, tú, menuda bestialidad se acaba de marcar. Ejemplo: «Sabe bien que, si la fama que precede al fornicador galáctico es justa, se verá obligada a alojar una colosal lanzadera léfica en su hospitalaria vaina, y no va a ser fácil. Otras antes que ella han sido partidas en dos, según cuentan, y no han vuelto a andar a resultas de la intrusión». Se entiende por dónde voy, ¿no?

Este pequeño piscolabis debería ser suficiente para entender el clima sexual de Dick o la tristeza del sexo. No es un relato euforizante de maruja pajillera. Ni una sórdida provocación espiritual modo Nabokov. Tampoco podría homologarse a un realismo sucio bukowskiano, a excepción de algunos calenturientos pasajes de preocupante dosis erótica para un lector desinhibido. Lo de Amat con esta novela es un gran chiste sobre el despiporre masculino en los momentos de priapismo descontrolado. Por eso Franki es un zagal esmegmático, con barriga de pez y cutis de pus. Una condición amorfa que cualquier adolescente, incluso quienes podrían considerarse bellos, ha revelado en las granudas inspecciones matutinas de la pubertad. Quien se tome al pie de la letra la salvajada anofílica de Dick, o los ensueños devotos por los alerones femeninos de Franki, yerra. Es de peor gusto tomarse un chiste de humor negro en serio, que contarlo.

Por otro lado, el trasfondo familiar del protagonista también guarda su enjundia. Unos abuelos que dan cringe y ternura a partes iguales, comparten la impresión que imprime en el lector el tío falangista y cazador de Franki. La oveja negra dipsómana de la familia quien, por otro lado, acaba resultando de los más humanos de la historia. Cualquiera diría que hay una herencia de Revancha en el flechilla consanguíneo. Está claro que Dick no es una novela para mojigatos. Como tampoco lo es para el lector perezoso con predisposición a la frustración léxica. Lo dicho al comienzo, Amat, especialmente en las escenas subidas de tono, fibra la prosa, tal vez para esquivar la vulgaridad. Sin embargo, eso no es óbice para que la novela se lea con fluidez. El catalán sigue siendo consciente del ritmo. De la cadencia. Más allá de la rocosidad de los adjetivos. Y aunque en esta ocasión el escritor se haya tirado por una expresión a ratos grandilocuente, sigue con el blues a tono. Oh, y por si no quedaba claro, con la chanza en ristre. Un antihistamínico insalvable para abordar los patetismos, tan cómicos como inquietantes, que orbitan alrededor de la premisa de esta novela.

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